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Cómo las élites culturales acabaron con el hombre común
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Esteban Hernández

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Esteban Hernández

Cómo las élites culturales acabaron con el hombre común

Alli estaba Paul Poiret, con la cimitarra en la mano, vestido como si fuera un sultán, al lado de la gran jaula de oro en la

Alli estaba Paul Poiret, con la cimitarra en la mano, vestido como si fuera un sultán, al lado de la gran jaula de oro en la que estaba encerrada su mujer (“su favorita”). La fiesta llevaba por nombre La milésimo segunda noche y se celebraba en una gran carpa cuya entrada custodiaban seis negros (“como el ébano”) desnudos de cintura para arriba y con bombachos de muselina de seda. Había bandas con música oriental, acróbatas y odaliscas que se desenvolvían en un enorme decorado realizado por prestigiosos artistas de la época. Fueron eventos como ese, explica Peter Wollen en El asalto a la nevera (Ed. Akal), los que hicieron que Poiret se ganase el sobrenombre de Le magnifique. El modisto, conocido por acabar con el corsé como vestimenta típica femenina, utilizaba para las presentaciones de sus colecciones escenarios espectaculares, construidos desde el derroche, que entroncaban a la perfección con el consumo conspicuo de la época. Frente a un mundo racionalizado, sometido a los cálculos de costes y beneficios típicos del capitalismo, Poiret sabía atraer como nadie a esas clases adineradas  de principios del siglo XX  que utilizaban el lujo como elemento diferencial y como demostración de potencia social.

Negros musculosos y semidesnudos

Para ese tipo de fastos, que constituían la esencia de la gran burguesía de la época, el orientalismo era un tema muy pertinente. En una sociedad de rígidas convenciones y en la que la religión tenía un gran peso, Oriente aparecía como una suerte de mundo irreal en el que se proyectaban todo tipo de fantasías políticas y científicas. Oriente era como la noche, un espacio en el que lo temido se hacía presente, pero también el tiempo en que se cumplían los deseos. La escenografía propuesta por Poiret ligaba con las ensoñaciones de una época en la que obras que no pretendían concluir con enseñanzas morales y donde el sexo aparecía sin tapujos, como era el caso de Las mil y una noches, se estaban poniendo rápidamente de moda.

Su madre recogía hormigas por las mañanas para dárselas a sus hijos de desayuno

Dicho de otro modo, ese exotismo del que Poiret se aprovechó recogía aquello que la vida cotidiana negaba incorporándolo como elemento estético, como adorno de un tiempo económicamente racionalizador y sujeto a la ley del beneficio. Puede que el lujo y el placer debieran estar ausentes del día a día social, pero algo de ese exceso de vez en cuando no venía mal (para quien pudiera permitírselo). Esos negros musculosos y semidesnudos, esas bailarinas excitantes y esa continua incitación al goce de los sentidos era lo que le faltaba a los tiempos, y por eso, como bien sabía Poiret, era pertinente sumarlos al decorado.

Y uno piensa en un giro exótico similar cuando percibe la dirección que ha tomado la producción cultural contemporánea. En la última semana se ha hablado mucho de Wes Anderson, un cineasta amante de los personajes freaks, que se ha convertido en un icono de la modernidad fílmica y hemos visto cómo el escritor Mario Bellatin ha ocupado la portada del suplemento cultural Babelia, dos buenos indicios de que los criterios de calidad bajo los que se juzgan las producciones culturales tienen especialmente en cuenta esos elementos de rareza y exotismo que antes les relegaban a la marginalidad.

Románticos modernos

Bellatin, por ejemplo, en su novela El libro uruguayo de los muertos habla de sí mismo (o de una versión de sí mismo medianamente real) definiéndose como “un hombre tarado por haber crecido en una familia malvada, funesta, miserable, en la que su madre recogía hormigas por la mañana para dárselas a sus hijos de desayuno y donde abundaba la deformidad”. Bellatin, entre otras cosas, escribe novelas sobre un travesti que dirige una peluquería y acaba de filmar una ópera en Ciudad Juárez sobre la violencia en la que no aparece una gota de sangre, y que está basada en un cuento suyo que trata de “un entomólogo japonés que se come a sí mismo”.

La obra en sí es lo de menos, lo importante es la personalidad de su creador

El ascenso en la consideración de este tipo de autores, que es notable, tiene mucho que ver con unas élites culturales que apuestan por lo extraño, por lo inasible y lo inexpresable, y que disfrutan con aquello que empuja la razón a sus límites. Si los románticos del pasado amaban las obras que describían el extravío del hombre moderno en la sociedad preindustrial, los contemporáneos gozan con las creaciones que muestran al ser humano perdido en una cotidianidad siempre extraña y hostil.

La crítica es una pérdida de tiempo

Una visión que ha expulsado al hombre común de la cultura de nuestro tiempo. Si gran parte de las creaciones para masas del siglo XX trataban de personas normales en circunstancias inusuales, ahora es justo a la inversa, mostrándonos a personas extrañas en circunstancias comunes. Para estas élites culturales, los autores que importan son aquellos en los que vida y obra van muy unidos. La novela (o en el ensayo) en sí es lo de menos, lo importante es la personalidad de su creador. Quieren contar historias de personajes interesantes, no hablar de obras formalmente logradas. Quieren personalidades indómitas para utilizarlas como hacía Poiret con aquellos negros desnudos de cintura para arriba; aportan un plus excesivo a las fiestas de un tiempo también sometido a la racionalidad del beneficio.

De modo que a lo mejor dan colorido a la vida, pero detraen más que aportan. La cultura se caracterizaba por introducir elementos de crítica y análisis en sus obras que hoy parecen haber sido sepultados por lo exótico. En un entorno en el que la crítica racional tiende a ser vista como una pérdida de tiempo, poco más que palabrería emitida por burócratas universitarios, lo intuitivo, lo excesivo y lo carnal, se han convertido en el centro de la creación. Pero esa visión no es más La milésimo tercera noche, una versión moderna de aquellos fastos diseñados por Poiret. Ensoñaciones para hacer más atractivos los tiempos, ecos de un romanticismo que ha recabado para sí el centro de la escena cultural.  

Alli estaba Paul Poiret, con la cimitarra en la mano, vestido como si fuera un sultán, al lado de la gran jaula de oro en la que estaba encerrada su mujer (“su favorita”). La fiesta llevaba por nombre La milésimo segunda noche y se celebraba en una gran carpa cuya entrada custodiaban seis negros (“como el ébano”) desnudos de cintura para arriba y con bombachos de muselina de seda. Había bandas con música oriental, acróbatas y odaliscas que se desenvolvían en un enorme decorado realizado por prestigiosos artistas de la época. Fueron eventos como ese, explica Peter Wollen en El asalto a la nevera (Ed. Akal), los que hicieron que Poiret se ganase el sobrenombre de Le magnifique. El modisto, conocido por acabar con el corsé como vestimenta típica femenina, utilizaba para las presentaciones de sus colecciones escenarios espectaculares, construidos desde el derroche, que entroncaban a la perfección con el consumo conspicuo de la época. Frente a un mundo racionalizado, sometido a los cálculos de costes y beneficios típicos del capitalismo, Poiret sabía atraer como nadie a esas clases adineradas  de principios del siglo XX  que utilizaban el lujo como elemento diferencial y como demostración de potencia social.