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Los límites del azar sobre la vida humana
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Juan José García Norro

Escuela de Filosofía

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Juan José García Norro

Los límites del azar sobre la vida humana

Lo que somos, lo que nos ocurre y lo poco que alcanzamos a realizar dependen de la interacción de múltiples causas completamente imprevisibles

Foto: Ilustración: Jesús Learte Álvarez
Ilustración: Jesús Learte Álvarez

La fortuna, el azar, despliega un enorme poder sobre la vida humana. Lo que somos -acaso un amasijo de genes-, lo que nos ocurre y lo poco que alcanzamos a realizar dependen de la interacción de múltiples causas completamente imprevisibles y en cuya realidad apenas intervenimos. Solo los muy necios y los cegados por la vanidad desconocen esta elemental verdad. Los griegos de antaño eran muy conscientes de la subordinación humana a la casualidad y, al igual que hicieron con el resto de las realidades de las que dependía el hombre, la convirtieron en un ser sobrenatural: la diosa Tije. Esta divinidad camina sobre el mundo y derrama dones sobre algunos mortales, mientras que priva a otros de todo consuelo.

Es fácil reconocerla en sus representaciones por el cuerno rebosante de bienes que porta. Hay que fijarse un poco más para descubrir que se mantiene en precario equilibrio sobre una esfera que representa la incertidumbre del azar. Un día arriba y otro abajo. De aquí la zozobra que acongoja la vida de los hombres. Zozobra, bella palabra que por su acumulación de zetas merecería una etimología árabe, proviene del latín, de la unión de dos humildes preposiciones pronunciadas por un andaluz ceceante, sub-supra: abajo-arriba, el vuelco, el intercambio de posiciones, la rueda que no cesa de girar. A quien hoy se encuentra arriba y no reconoce lo aleatorio de su posición privilegiada, pronto le castigará Némesis, la venganza, compañera inseparable de la fortuna.

¿De qué dispongo? ¿Qué se me escapa?

Con todo, el dominio del azar sobre la vida humana tiene, o tenía, un límite. Un pequeño reducto del que el hombre era completamente dueño, una fortaleza que la casualidad nunca asaltaba. Algo así como una habitación del pánico donde la vida quedaba asegurada si se tenía la suerte de alcanzar a refugiarse en ella, aunque de ese modo perdiera gran parte de su encanto. Mientras que el éxito económico, el buen acierto en las relaciones sentimentales, los logros políticos y la conservación de la salud están siempre expuestos a rachas de mala suerte, la vida moral parece inmune al capricho de esta poderosa diosa. El consejo del estoico no deja lugar a dudas: concéntrate en lo que está en tu mano y despreocúpate de lo que se halla fuera de tu alcance.

El rígido destino y el azar imprevisible se unen en arrebatar al hombre el dominio sobre lo que le pasa

¿De qué dispongo? De mis elecciones, de mi querer. ¿Qué se me escapa? Las consecuencias de mis decisiones y lo que otros harán con mi persona, mis bienes y mi fama. Respecto de estas últimas cosas debo mantenerme impertérrito, como si no fuesen conmigo, porque, en cierto modo, no van. Es innegable que me afectan, pero solo superficialmente. No atañen a lo que realmente soy, no pueden menoscabar mi genuina felicidad, que no es otra cosa que mi virtud, mi honestidad e integridad moral –hoy diríamos que los estoicos son unos idealistas. Y cuando dicen felicidad no piensan en otro mundo, puesto que no creen en él, sino solo en este que conocen por experiencia propia.

Mantenerme firme en la virtud, en el cumplimiento del deber, es ese reducto en el que me siento a salvo de los avatares de la fortuna. No en vano la escuela estoica presenta dos maestros, Marco Aurelio y Epicteto: un emperador romano y un miserable esclavo de origen griego. El hombre que con más razón puede creerse dueño del mundo, el que está en lo alto de la noria de la fortuna, y un miembro insignificante de la inmensa grey de los desheredados. Sin embargo, bien mirado, ambos son reyes, los dos dominan lo único que le es accesible al hombre someter: su propia virtud. Lo demás, a poco sensatos que sean, les tiene que traer al fresco.

placeholder Estatua de Marco Aurelio en el Museo Capitolino de Roma.

No deja de ser curioso que aquellos que más reflexionaron sobre el azar y más agudamente sintieron su aguijón terminaran afirmando un recio determinismo. La aceptación estoica del fatalismo no es sino el reverso de la admisión del reino de la casualidad. El rígido destino y el azar imprevisible se unen en arrebatar al hombre el dominio sobre lo que le pasa.

El juicio moral y los caprichos del azar

¿Hasta qué punto hay un mínimo terreno dentro del amplio espacio de la vida personal donde el ser humano sea dueño de sí? En la historia de la filosofía esta cuestión se ha relacionado habitualmente con la problemática del libre albedrío. Los estoicos, que lo negaban de entrada, admitían después su existencia aunque lo reducían a su mínima expresión. Juguete del azar o del destino, el ser humano podía, con todo, colorear su vida a partir de su decisión. Y si bien no estaba en su mano escribir su biografía, cabía dar un cierto toque personal a la que venía escrita. La metáfora con la que expresaban esta minúscula holgura, este escaso margen de libertad, era el teatro, pues en la vida hay un guión del que no es posible escapar. Sin embargo, al igual que sobre la escena hay actores mejores y peores –aunque unos y otros representen el mismo papel–, al vivir la propia vida se puede ser un buen o un mal actor.

Sería erróneo argumentar que, cuando se experimenta la llamada del genio, los usuales criterios morales se vuelven inaplicables

No obstante, recientemente se ha impugnado la pretensión estoica de resguardar la vida moral de la tiranía del azar desde otro punto de vista. El filósofo británico Bernard Williams escribió un libro titulado La fortuna moral en el que mostraba que el juicio moral está tan expuesto a los caprichos del azar como lo está cualquier otro juicio. En 1885 Paul Gauguin deja su trabajo como financiero y abandona a su esposa y sus cinco hijos para dedicar todo su esfuerzo a la tarea creadora. Nos preguntamos en qué medida su decisión de romper con su vida profesional y familiar anterior puede encontrar una justificación razonablemente moral. Sería erróneo argumentar que, cuando se experimenta la llamada del genio, los usuales criterios morales se vuelven inaplicables. Gauguin no elige entre atender a su burguesa familia o la vida bohemia que le permita convertirse en uno de los genios de la pintura contemporánea. Este planteamiento es retrospectivo y, por ello, inadecuado.

En 1885, a sus 33 años, Gauguin no sobrepone su obra artística, que en ese momento todavía no existe, a sus obligaciones de esposo y padre. Ciertamente tendemos a juzgarle menos severamente delante de sus cuadros que si fuese uno de esos incontables esposos o esposas que dejan su familia para dedicarse por entero a lo que en ese momento les atrae. Es como si el éxito en su propósito le redimiera de culpa, como si el incumplimiento de los compromisos se tornase aceptable cuando los resultados fuesen excepcionales y valiosos. No se trata de que una acción quede justificada siempre que se haga por una buena causa. Aquí el elemento que modifica el juicio moral inicial no es tanto la pretensión de entregarse a la creación artística como el éxito en esa tarea.

Hemos de aprender a dejar de juzgar nuestras acciones y las ajenas atendiendo solo a las intenciones

De no haberle ido las cosas tan bien como le fueron desde el punto de vista artístico, Gauguin, además de un mal pintor, habría sido un pésimo padre. Pero nadie, ni siquiera él, podía estar seguro de que lograría coronar su empresa pictórica tan espléndidamente como lo hizo. Como en todo lo humano, también el acierto con los pinceles es, en parte, fruto del azar. El genio y el trabajo titánico por sí solos no garantizan la calidad de las telas. Por tanto, la cuestión es si el juicio moral que nos merece la acción de Gauguin queda modificado al convertirse en uno de los grandes pintores de nuestra época, si la cualidad moral de su acto no depende exclusivamente de sus intenciones, sino también de sus logros, si su excelencia como creador compensa su fracaso familiar. La respuesta positiva a esta cuestión supone aceptar que la fortuna tiene bastante que ver con la moral; se desbarata, así, la pretensión estoica de ese reducto de la libertad humana exento de los avatares del azar.

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De acuerdo con Williams hemos de aprender a dejar de juzgar nuestras acciones y las ajenas atendiendo solo a las intenciones. Las vivencias morales más elementales abogan por ampliar nuestros criterios para englobar en ellos los resultados, en parte casuales, de nuestro obrar. El conductor que, sin infringir ninguna norma circulatoria, ni siquiera los consejos prudenciales del conductor cauteloso, atropella y mata a un niño que de improviso se lanza a cruzar la calzada sufrirá remordimientos durante toda su vida. Aunque no tenga responsabilidad penal, este dolor le acompañará siempre, y será muy superior al que pueda experimentar el copiloto que en aquel desventurado día le acompañaba. Por su parte, el conductor ebrio que alcanza su destino sin causar ningún daño pronto olvidará sus remordimientos, si es que en algún momento los experimentó. De nuevo, el azar modifica, en este caso, el sentimiento acerca de la propia conducta. ¿No deberían nuestros criterios de juicio moral modificarse en el mismo sentido para recoger este aspecto?

Mientras que el éxito profesional, económico o político depende de múltiples factores que no dominamos el éxito moral resulta inmune a vaivenes de la casualidad

También los griegos, antes de contaminarse con las consideraciones estoicas, fueron sensibles a este razonamiento. Edipo lucha denodadamente contra su destino. Como en toda batalla de este tipo, fracasa y acaba matando a su padre y acostándose con su madre. No era consciente de estas circunstancias, toda su vida se encaminaba a evitarlas. Sin embargo, no deja de sentirse culpable. El azar moral le ha golpeado inmisericorde.

Como ocurre siempre que en nuestra reflexión se introduce la dimensión moral, conviene aquí distinguir entre lo que pasa y lo que debería pasar. Es innegable que Williams tiene razón cuando afirma que nuestros sentimientos morales, y a veces nuestros juicios morales espontáneos, dependen del resultado parcialmente aleatorio del obrar. Sin embargo, esto no quiere decir que la vida moral esté sometida al azar. Mientras que el éxito profesional, económico o político depende de múltiples factores que no dominamos (esto es el azar), el éxito moral –cualquiera que sea la manera como lo concibamos– resulta inmune a vaivenes de la casualidad. Superar la fase trágica del pensamiento moral implica negar la culpabilidad de Edipo y del conductor homicida del ejemplo anterior, y aceptar, en consecuencia, la posición estoica: el éxito moral es el único que elude la rueda sin control de la fortuna.

No obstante, hay otro aspecto, no atendido por Williams, en que la fortuna muerde sobre el ámbito moral. Del azar depende que nos veamos sometidos a situaciones que exigen de nosotros comportamientos que nos resultan sumamente desagradables, y ante los cuales no sabríamos –nadie lo puede saber hasta llegado el momento– cómo nos comportaríamos. La mayoría de nosotros tenemos que reconocer que hemos tenido suerte, por ahora, y no se nos ha exigido ser héroes ni mártires. En este sentido, hemos podido permanecer al margen de la cobardía y la traición. Nuestra buena suerte moral nos ha permitido, sin heroísmos ni sacrificios sobrehumanos, podernos mirar a nosotros mismos sin demasiado asco. 

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La fortuna, el azar, despliega un enorme poder sobre la vida humana. Lo que somos -acaso un amasijo de genes-, lo que nos ocurre y lo poco que alcanzamos a realizar dependen de la interacción de múltiples causas completamente imprevisibles y en cuya realidad apenas intervenimos. Solo los muy necios y los cegados por la vanidad desconocen esta elemental verdad. Los griegos de antaño eran muy conscientes de la subordinación humana a la casualidad y, al igual que hicieron con el resto de las realidades de las que dependía el hombre, la convirtieron en un ser sobrenatural: la diosa Tije. Esta divinidad camina sobre el mundo y derrama dones sobre algunos mortales, mientras que priva a otros de todo consuelo.

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