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El paradójico triunfo de los sentimientos sobre los argumentos
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Ramón Rodríguez

Escuela de Filosofía

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Ramón Rodríguez

El paradójico triunfo de los sentimientos sobre los argumentos

Desde que a finales del siglo XVIII los sentimientos empezaron a independizarse de la voluntad, su papel en el conjunto de la vida no ha parado de crecer

Foto: Ilustración: Jesús Learte Álvarez
Ilustración: Jesús Learte Álvarez

Desde que a finales del siglo XVIII los sentimientos empezaron a “independizarse” de la voluntad y adquirir el rango de facultad específica, su papel en el conjunto de la vida humana no ha hecho más que crecer, apoderándose cada vez más de la personalidad del individuo. Podemos tomar como ejemplo de esta relevancia inusitada del sentimiento un verso de Schiller, en los albores del Romanticismo: “a todos pertenece lo que piensas, sólo es propio tuyo lo que sientes”.

Este verso puede, obviamente, ser entendido de la forma habitual: el pensamiento es objetivo y comunicable, el sentimiento es subjetivo y privado, y expresar, así, la cumbre de la oposición romántica entre sentimiento y razón. Pero puede ser entendido, también, de otra manera, como si Schiller, al escribir “propio tuyo”, estuviera apuntando al hecho de que el sentimiento forma parte central del ser que somos, por tanto, a una convivencia necesaria con la razón y el conocimiento; más allá de todo romanticismo, lejos de enfangarnos en la oposición razón y vida, corazón y cabeza, hay que esforzarse por entender la conexión entre ambas, como ya hizo el clasicismo, aunque ahora necesariamente de otra manera. Las filosofías de la vida (la razón histórica de Dilthey, el raciovitalismo de Ortega, la filosofía existencial de Heidegger, la teoría de los valores de Scheler, etc.), que suelen ser calificadas injustamente de irracionalistas, son antes que nada un intento de pensar la integración del sentimiento en el espectro total de la vida humana.

Esta pretensión es una tarea filosófica, pero que va detrás de la realidad del sentimiento que, nos guste o no, está presente en toda relación con el mundo. Ortega decía agudamente que “para descubrir la faz verídica de las cosas, necesitamos, ante todo, regular nuestro punto de vista sentimental”. Y la “faz verídica” no es una verdad teorética, sino el mundo tal como de hecho lo vivimos.

El estado anímico colectivo

Si nos planteamos ahora cuál es la situación actual de los sentimientos, lo primero que se nos ocurre es preguntarnos si hay un o unos sentimientos hoy dominantes: ¿podemos localizar algún sentimiento que exprese más que otros el estado anímico colectivo? Heidegger, al final de los años veinte, resucitaba el taedium vitae romántico, para considerar que el aburrimiento marcaba el tono sentimental de la época. Si escuchamos a algunos sociólogos, como Richard Sennett, las consecuencias del nuevo capitalismo y sus exigencias de flexibilidad llevan consigo un sentimiento de temor a la estabilidad y al largo plazo y de bienestar en la representación del cambio, que configuran de modo nuevo los proyectos personales de vida.

El sentimiento no tiene nunca la última palabra, no podemos permanecer eternamente en él como si pudiera llenar por completo la existencia

Es dudoso que exista un sentimiento fundamental que defina, por así decir, el horizonte sentimental de una época. En cambio, resulta posible señalar algo que es tanto o más indicativo del estado afectivo de una época: la manera como, en una situación histórica determinada, las personas se relacionan con sus sentimientos: cómo nos sentimos con nuestros sentimientos, cómo nos comportamos con ellos. Es este un hecho humano fundamental, pues no sólo tenemos la experiencia de que un sentimiento determinado nos invade, sino de que nos comportamos respecto de él, de que procuramos apagarlo o fomentarlo, que lo enjuiciamos y le damos un lugar en el conjunto de nuestra conducta. El sentimiento no tiene nunca la última palabra, no podemos permanecer eternamente en él como si pudiera llenar por completo la existencia, sino que la vida nos obliga a tomar posición respecto de él y a encajarlo de la mejor manera posible en ella.

¿Cómo nos comportamos hoy con los sentimientos? ¿Hay algún rasgo que caracterice nuestra situación en este sentido? De manera puramente descriptiva, casi estadística, parece bastante evidente que los sentimientos tienen hoy una relevancia pública notoriamente superior a otras épocas. Es esta publicidad del sentimiento algo perfectamente nuevo y característico de nuestra situación. El ámbito público por excelencia, la política, es un terreno crecientemente sometido al sentimiento: las diferencias políticas son diferencias de “sensibilidad” (una palabra que expresa la peculiar receptividad sentimental de ciertos grupos a determinados asuntos) y éstas a su vez forman el núcleo básico de las identidades culturales, que sustituyen hoy a las clases y los partidos.

La reconstrucción del mundo al que remite el sentimiento

El otro ámbito público que todo lo abarca, la televisión, es una explosión permanente de sentimentalidad: reality shows, películas, telediarios: sólo narran sentimientos, sólo transmiten lo que la gente siente ante tal acontecimiento, cuando no son directa expresión de la vida sentimental o del corazón. Este paso al primer plano público del sentimiento es ya una toma de posición ante él, y eso es lo importante.

Dos aspectos fundamentales y paradójicamente opuestos dominan la forma de tratar con los sentimientos en esta época de flexibilidad en el trabajo y de las tecnologías de la comunicación. De un lado, asistimos a una acentuación casi exclusiva del costado subjetivo de los sentimientos. Con ello quiero decir que se les toma como pura expresión del estado anímico del sujeto, del hecho de que alguien (sujeto individual o colectivo) se siente de tal o cual manera.

La reconstrucción del mundo al que remite el sentimiento nada cuenta frente al hecho nudo del sentir

Cuando oímos a alguien hablar de sí mismo y de otros en un programa del corazón, que se han convertido progresivamente en el arquetipo de la entrevista periodística, casi lo único que interesa al hablante y a los oyentes son sus sentimientos, las sensaciones que tuvo en tal ocasión, quedando el relato objetivo de los sucesos en una absoluta penumbra. La reconstrucción del mundo al que remite el sentimiento nada cuenta frente al hecho nudo del sentir. Esta insistencia en la subjetividad tiene dos consecuencias que rebasan el campo de los meros hechos y que son decisivas:

a) La subjetivización del sentimiento se torna insensiblemente en la sentimentalización del sujeto: éste es lo que son sus sentimientos, que son los verdaderos constituyentes de su persona. Paradójicamente, los sentimientos, que son por esencia efímeros y cambiantes, funcionan tácitamente como el núcleo duro de la identidad personal, ellos asumen y resumen lo que la persona es y ofrecen la faz primaria que el individuo presenta ante los demás.

Lo mismo, sólo que reforzado, vale para los llamados sujetos colectivos –suponiendo que exista tal cosa. El concepto de “sensibilidad” sirve de puente para proporcionar una especie de difusa línea maestra emocional (Fulano es de tal sensibilidad, tal sentimiento forma parte de la sensibilidad de un pueblo o colectividad, etc.) que sustituye a la identidad ontológica o social. Por eso...

b) Los sentimientos se convierten en una fuente de legitimación moral y política. Cuando alguien aduce un sentimiento, cuando alguien señala, por ejemplo, que una opinión, una persona o un hecho suscitan en él tal sentimiento, la discusión se para, no porque sea imposible analizarlo, sino porque parece como si hubiéramos llegado a un ámbito último más allá del cual no se puede ir: tan sólo cabe ya “respetar”, debemos sólo tomarlo como es, es decir, que no se debe poner en cuestión. “No herir los sentimientos” es la expresión fundamental de lo que hoy se llama política del reconocimiento. Como dice perfectamente la socióloga marroquí Eva Illouzsiento que... no sólo implica que se tiene derecho a sentir de esa determinada manera, sino también que eso nos da derecho a ser aceptados y reconocidos tan sólo en virtud de sentir de determinada manera”.

La importancia y aplicación de la afectividad

Los sentimientos, separados cada vez más del costado objetivo que los hace inteligibles, se convierten en argumento supremo capaz por sí solo de hacer legítima una posición. Todos sabemos de la eficacia de este uso público de los sentimientos, que lo mismo vale para lograr el éxito de una colecta de fondos para una ONG que para “ganar” un debate electoral. Esas encuestas, tan habituales, en las que se pregunta “¿se siente usted más o menos catalán (o vasco, o andaluz, etc.) que español (o al revés)?” son un resumen perfecto de las dos consecuencias de la subjetivización del sentimiento.

Es evidente que la hoy tan cotizada capacidad de liderazgo está unida a esta inteligencia emocional más que a la competencia intelectual

Pero junto a esta tendencia subjetivista, que prima la espontaneidad del sentimiento como núcleo de la identidad, asistimos a un fenómeno no menos novedoso y que es quizá el más característico de nuestra situación sentimental: la mercantilización del sentimiento. Desde que las empresas descubrieron la importancia de la afectividad, no sólo en la fase de comercialización de los productos, con técnicas publicitarias que ligan sistemáticamente la mercancía a determinadas atmósferas sentimentales, sino en la producción y en la gestión empresarial, la propia estructura sentimental y estimativa se convierte en objeto específico de cuidado.

Un nuevo tipo de cuidado de sí, en el que prima ante todo la figura con que necesitamos o queremos presentarnos ante los otros, se abre paso. Tanto en la vida profesional como en las meras relaciones interpersonales imperan unos estándares sentimentales y emotivos que determinan el tipo de afectividad que socialmente se estima positiva y que los individuos han de tratar de realizar en ellos mismos. La noción de competencia emocional, que se impone cada vez más en la selección del personal por los departamentos de recursos humanos, expresa bien a las claras que la estructura sentimental de la persona cuenta en el mercado de trabajo tanto o más que su preparación técnica o su experiencia profesional.

Es evidente que la hoy tan cotizada capacidad de liderazgo está unida a esta inteligencia emocional más que a la competencia intelectual. La competencia emocional requiere un alto grado de reflexión del sujeto sobre sí mismo, de observación de sus formas de reaccionar, de los efectos que produce en los otros y del cálculo racional –ensayo y error–, para mejorar constantemente su comportamiento emotivo y crear los hábitos pertinentes.

Reducir la inflación de los sentimientos en la vida pública

El éxito inmenso de la literatura de autoayuda se funda en esta necesidad de racionalización de las emociones, donde el sujeto se objetiva a sí mismo para buscar una programación lo más rentable posible de su conducta. La idea de rentabilidad no es aquí espuria, sino esencial: es un cálculo coste-beneficio el que impera en este tratamiento de sí mismo que la competencia emocional impone.

La misma situación se apodera crecientemente de las relaciones afectivas interpersonales: la necesidad de autopresentarse correctamente en el mundo social de manera que produzca el éxito afectivo o amoroso exige la misma observación de sí mismo y la misma racionalización de las emociones que en el mundo profesional. En el fondo, es un mercado único, diversificado en sectores específicos, el que rige cada vez más las relaciones afectivas.

No me cabe duda de que esta situación paradójica, en la que el individuo se ve referido a su afectividad como al centro espontáneo y más propio de su persona y, a la vez, constreñido, de manera cada vez más acuciante, a controlar sus sentimientos en una tensa y nunca terminada “gestión” de sí mismo, conduce a una forma de inquietud, de desasosiego o estrés, típica de nuestra situación, que se extiende por doquier, especialmente entre la gente más joven, cuya educación sentimental se ha desarrollado enteramente en este clima nuevo. Cómo combatir ese estrés no es un problema psicológico, sino una tarea histórica, la de reducir la inflación de los sentimientos en la vida pública y la de encontrar una satisfactoria organización de la vida que los integre sin convertirlos en una paradójica e indeseable ultima ratio.

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Desde que a finales del siglo XVIII los sentimientos empezaron a “independizarse” de la voluntad y adquirir el rango de facultad específica, su papel en el conjunto de la vida humana no ha hecho más que crecer, apoderándose cada vez más de la personalidad del individuo. Podemos tomar como ejemplo de esta relevancia inusitada del sentimiento un verso de Schiller, en los albores del Romanticismo: “a todos pertenece lo que piensas, sólo es propio tuyo lo que sientes”.

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