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Una ética para que podamos ser felices (con nosotros mismos y con los demás)
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Diego Sánchez Meca

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Diego Sánchez Meca

Una ética para que podamos ser felices (con nosotros mismos y con los demás)

La ética, hasta ahora, ha sido principalmente un código de normas y de preceptos que se presentaban con valor absoluto para determinar de manera preceptiva y

Foto: Ilustración: Jesús Learte Álvarez
Ilustración: Jesús Learte Álvarez

La ética, hasta ahora, ha sido principalmente un código de normas y de preceptos que se presentaban con valor absoluto para determinar de manera preceptiva y obligatoria el comportamiento de los individuos. Ese valor absoluto se fundamentaba acompañando a tales normas de toda una serie de justificaciones teológicas, o sea, encuadrándolas en el marco de una religión o de una metafísica que las remitía a una trascendencia que había establecido realmente esos valores y que daba consistencia a tales normas. Por eso, los seres humanos, educados y culturizados en la matriz de una ética de este tipo, que ha configurado de determinada manera su convivencia y su mundo social, ofrecen incluso la curiosa situación de que –por ejemplo– los valores y preceptos de la ética cristiana que sólo tienen sentido cuando se cree en un Dios justiciero que recompensa o castiga en función de si se cumplen o no sus mandamientos, cuando ya no se cree en ese Dios, cuando ya no se tiene fe en esa religión, tal ética, sin embargo, sigue funcionando, aunque no tenga fundamento, porque sin ella la sociedad no sería posible.

Esta es, tal vez, la manera más común de entender la ética, a saber, la ética como código de normas y de leyes que debe cumplir obligatoriamente todo el mundo para hacer posible la vida social. Esa es la posición de Kant o la de Aristóteles, y la de casi todos los pensadores éticos que ha habido hasta ahora. Pero hoy el reto es pensar en una ética más allá de lo normativo en este sentido. Desde luego que todos tenemos que cumplir unas normas necesarias para poder vivir en sociedad; tenemos que atenernos a una disciplina de la moderación, de la justicia, del equilibrio, y, en suma, a un comportamiento colectivo desde el que nuestra vida sea posible. Nadie está eximido de cumplir esas exigencias ni de circunscribirse a esa moderación, sino que todos tenemos racionalmente que comprender que son necesarias para preservar nuestra vida.

Hay, sin embargo, una diferencia y un matiz que es importante subrayar. Resulta que cumpliendo con estas normas comunes de la moderación y la justicia, necesarias para nuestra vida en sociedad, podemos practicar al mismo tiempo un ejercicio de liberación personal que nos haga superar la servidumbre y la esclavitud en la que los individuos conformistas, irreflexivos y acríticos suelen unilateralmente vivir y son presionados a vivir. Son los individuos que se limitan a obedecer lo impuesto de la misma manera en queobedece un esclavo.

Es decir, frente al mero conformismo con la norma por exigencias prácticas, es posible pensar en una moral de la autosuperación en cuanto lucha por cumplir y desarrollar las potencialidades del propio ser y la singularidad existencial de nuestro proyecto de vida. Lo que uno realiza en su relación con el otro, que es siempre a lo que se refiere la moral –pues la moral es moral de valores compartidos–, estaría entonces inspirado por valores y por principios que ya no serían la obediencia, la humildad, ni las virtudes que orientan la moral de los conformistas, sino en virtudes que brotan de una madurez personal y de una autosatisfacción íntima con uno mismo como son la generosidad, el amor, o el deseo de compartir la propia felicidad.

Sería éste un comportamiento en cierto modo análogo al proceso creativo del artista no mercantilizado. Este artista, cuando crea una obra de arte, la crea como una exigencia de su propia plenitud que le impulsa a dar a luz su obra, la cual es, al mismo tiempo, un objeto de satisfacción para él mismo y un regalo para los demás. Este sería el modelo de la acción moral del individuo libre y psicológicamente sano que se comporta bondadosa y altruistamente con el otro, no porque espere a cambio una reciprocidad o una recompensa, sino por el impulso de su propia generosidad, por su propia plenitud interna.

La autosuperación continua

En cierto modo, esta es una moral que nace de un egoísmo sano e inteligente, queriéndose decir con ello que hay que aumentar la propia felicidad para poder ser capaz de hacer feliz a los demás. Si tú eres infeliz, entonces no sólo no serás capaz de hacer feliz a nadie, sino que, en el mejor de los casos, te limitarás a esperar que sean los otros los que te hagan feliz a ti. Como eso es muy raro que suceda, entonces la convivencia no funciona. Hay que partir de una moral que tenga como primera norma el desarrollo y la autosuperación continua de uno mismo, crearse a uno mismo como un ser en progreso hacia la realización, como un ser que va alcanzando paulatinamente un nivel de felicidad y de riqueza personal suficiente como para sentirse capacitado de hacer feliz a los demás. El individuo que no es libre, que es conformista y se limita a cumplir lo establecido por temor o servilismo, no es más que el que no consigue pasar nunca de ese estado de necesidad de recibir y nunca dar.

Desgraciadamente vivimos en un mundo cada vez más lleno de seres infelices, frustrados, dependientes, sufrientes, que de esa frustración y de ese sufrimiento lo único que sacan es agresividad y deseo de destrucción. Lo que tenemos que lograr, entonces, es una moral para que la gente sea feliz. Hay que proponer una actitud moral distinta, que no podríamos calificar de nueva, porque su secreto se conoce desde hace muchos siglos. Se trata de la actitud de la generosidad, la plenitud que hace regalos, el don de la sobreabundancia y, por tanto, el no hacer el bien porque se espere del otro ninguna respuesta que recompense nuestra generosidad. Se puede admitir que el otro no sólo sea indiferente a nuestro dar, sino que sea incluso desagradecido, porque no era su agradecimiento el objetivo de esa generosidad.

El amor verdadero es el que surge de una fuerza capaz de amar sin que necesite esperar que el otro corresponda. Si corresponde, muy bien, maravilloso, pero, no es eso lo importante. Porque ese amor se satisface justamente con la simple relación de dar, con la relación de valorar al otro, de preocuparse por el otro, de hacer feliz al otro, y admite, por tanto, sin frustración ninguna, la posibilidad de que ese otro no se comporte de acuerdo con determinados cálculos compensatorios que algunos pueden pensar que serían lo justo. Si el amor es verdaderamente una conducta que surge como necesidad de desahogar una sobreabundancia, ya tiene ahí su recompensa; la felicidad es amar, no esperar ni necesitar ser amado, ni siquiera en la forma de una gratitud por algo que se ha hecho por la otra persona. Esto es muy difícil y rarísimo que se produzca, porque –sobre todo en nuestro mundo comercializado y mercantilizado– tenemos el condicionamiento del equilibrio entre el dar y el recibir como el negocio propiamente bueno, por lo que creemos estar haciendo un pésimo negocio y el idiota cuando estamos queriendo mucho a otra persona y la otra persona no nos corresponde en igual medida. Ahí solemos ver un desequilibrio “económico-afectivo”.

Sólo seres sanos, es decir, reconciliados con la vida, seres que asumieran que somos formas momentáneas e insustanciales cuya única felicidad posible es vivir intensamente este instante de afirmación en el que existimos, gozarían de la salud capaz de dar al ser humano la posibilidad de esta relación generosa, abierta, cordial, desinteresada con el otro, fruto de una felicidad y una plenitud que sólo brota de nuestra íntima unión con la vida que nos constituye. Y esta felicidad de la plenitud sería algo que irradiaría de modo que se podría ir extendiendo y podría ir creciendo, porque en el ámbito de la ética lo único que verdaderamente funciona es el testimonio y el ejemplo; no el mandato y el código imperativo y categórico, sino el que primero lo hagas tú y el otro aprenda viendo cómo lo haces tú y apreciando el valor que ve en ese comportamiento. Entonces, el problema de fondo, finalmente, sería este problema de una cultura sana que produzca gente feliz; o lo que es lo mismo, una cultura que no produzca individuos enfermos, debilitados, neuróticos, manejables, esclavos, obedientes, que es lo que tal vez nuestra cultura y nuestro sistema, en general, hoy procura.

Desde luego, esta no es una propuesta realista. Se dirige sólo a unos pocos, a los pocos que pudieran ser sensibles a recibir este tipo de mensaje. Esta propuesta no tiene nada que ver con una revolución de las masas para implantar nuevas condiciones de vida social. ¿Cómo se podría pensar en una revolución de las estructuras sociales para que las masas se reconvirtieran y se transformaran íntimamente sobre la base de esta moral de la autosuperación y de la plenitud que da?

Lo que no significa que, amparados en el pesimismo, se opte en realidad por un individualismo egoísta que diga: “Yo voy a hacer mi ejercicio de pensamiento y me voy a convertir yo solo en un individuo sano”. No es esto, sino que el ámbito en el que un ejercicio filosófico permite la autosuperación capaz de irradiar su influencia es el ámbito limitado de nuestra propia vida, de nuestro propio vivir cotidiano, de nuestra profesión, de nuestra relación con las personas. Se trata sólo de una indicación en el sentido de que este ser humano tan prometeico que ha dominado a Europa durante la modernidad, modere un poco su autoengreimiento y acepte mejor su condición humana, su mortalidad y sus limitaciones como humano, y empiece a producir esos cambios y transformaciones tan necesarios en él mismo como individuo y en su entorno social más próximo.

La ética, hasta ahora, ha sido principalmente un código de normas y de preceptos que se presentaban con valor absoluto para determinar de manera preceptiva y obligatoria el comportamiento de los individuos. Ese valor absoluto se fundamentaba acompañando a tales normas de toda una serie de justificaciones teológicas, o sea, encuadrándolas en el marco de una religión o de una metafísica que las remitía a una trascendencia que había establecido realmente esos valores y que daba consistencia a tales normas. Por eso, los seres humanos, educados y culturizados en la matriz de una ética de este tipo, que ha configurado de determinada manera su convivencia y su mundo social, ofrecen incluso la curiosa situación de que –por ejemplo– los valores y preceptos de la ética cristiana que sólo tienen sentido cuando se cree en un Dios justiciero que recompensa o castiga en función de si se cumplen o no sus mandamientos, cuando ya no se cree en ese Dios, cuando ya no se tiene fe en esa religión, tal ética, sin embargo, sigue funcionando, aunque no tenga fundamento, porque sin ella la sociedad no sería posible.

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