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Sobre oscurantismo y barbarie: no fue Dios quien mandó secuestrar a esas chicas
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José Luis López de Lizaga

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José Luis López de Lizaga

Sobre oscurantismo y barbarie: no fue Dios quien mandó secuestrar a esas chicas

Es la religión la que debe acreditarse ante la moral, en lugar de ser la moral la que se pliegue a los dictados de cualquier supuesta revelación divina

Foto: Militantes de Ansar Dine, un grupo armado islámico de Mali. (Reuters)
Militantes de Ansar Dine, un grupo armado islámico de Mali. (Reuters)

Baruch Spinoza produjo una enorme conmoción con su Tratado teológico-político, que vio la luz en Ámsterdam en 1670. Los calvinistas holandeses desataron una campaña feroz contra esta obra, y lograron que fuese oficialmente prohibida en 1674. Para entonces hacía ya mucho tiempo que Spinoza había perdido todo apoyo de la comunidad judía, de la que fue expulsado en 1656 por sus opiniones heréticas. Y en 1679, ya tras la muerte del filósofo, el Tratado ingresó en el índice de libros prohibidos de la Iglesia católica. ¿Por qué fue tan escandaloso este libro?

Lo fue porque Spinoza identificaba las religiones de su tiempo con supersticiones basadas en concepciones puerilmente antropomórficas de la divinidad, inspiradas en el temor y guiadas por la intención servil de aplacar o adular a los dioses. En cambio, el Dios sobre el que escribe Spinoza no es un Dios personal, sino más bien la realidad misma, la Naturaleza de la que formamos parte. Es un Dios que no gobierna providencialmente el destino de los hombres, ni les dicta normas, ni premia o castiga, ni promete salvar al individuo de la muerte.

El Tratado también fue escandaloso porque Spinoza rechazaba las lecturas literales de los textos sagrados y proponía interpretarlos como documentos históricos, escritos por muchas manos diferentes –todas ellas humanas– a lo largo de mucho tiempo. La correcta interpretación de estos textos exigía, según Spinoza, conocer la lengua, la historia y las circunstancias de las comunidades en que fueron escritos, pues sólo así sería posible extraer de su envoltorio histórico y mítico el significado contenido en ellos. Por último, el Tratado también resultaba escandaloso por la interpretación que proponía de la religión en general. Y es que, para Spinoza, el contenido esencial de toda religión se reduce a una doctrina moral muy simple: la obligación de hacer el bien. “El culto a Dios y su obediencia –leemos en el capítulo XIV– consiste exclusivamente en la justicia y la caridad o en el amor al prójimo”. Una doctrina moral que, por lo demás, es completamente racional, y que por tanto puede conocerse con independencia de toda revelación, de todo dogma y de toda iglesia.

En realidad ninguna religión sabe nada de Dios, más allá de ese mandato moral cuyo conocimiento, paradójicamente, no precisa de religión alguna: “como nadie ha visto a Dios (…), nadie siente o percibe a Dios más que por la caridad hacia el prójimo y (…) tampoco nadie puede conocer ningún atributo de Dios, aparte de esta caridad”.

Es evidente que la idea de Dios que tiene Spinoza está en el umbral del ateísmo, si es que no lo ha cruzado ya, pero lo realmente importante es el impulso que imprimió al proceso de privatización de la religión y de secularización de la sociedad occidental. Y es que a partir de esta teoría, que localiza en la moral el núcleo común de todas las religiones, Spinoza defendía la posibilidad de una convivencia pacífica entre ellas en el marco de un Estado tolerante, capaz de acogerlas a todas. De este modo daba expresión a la lección que Occidente extrajo de las sangrientas guerras de religión de los siglos XVI y XVII.

Lo esencial de la religión es su doctrina moral

Algo más de un siglo después de la publicación del Tratado teológico-político, la filosofía de la religión de Immanuel Kant enlaza con el pensamiento spinozista al afirmar la prioridad de la moral común de los hombres sobre cualquier dogma religioso. En sus escritos sobre religión –que también en la Prusia de finales del siglo XVIII le valieron a su autor un enfrentamiento con el poder político–, Kant libra, como filósofo ilustrado, una batalla sutil, pero muy dura, contra la teología dogmática basada en la revelación. También Kant defiende que lo esencial de la religión es su doctrina moral, y que ésta puede comprenderse y fundamentarse desde la razón humana. Es más: la religión revelada sólo es aceptable si coincide con la moral racional. “El refrendo de la Biblia (…) –escribe Kant en una obra de 1798 titulada El conflicto de las Facultadesdebe manar de una fuente tan pura como es esa religión universal que mora en la razón de todo hombre común”. La superstición consiste precisamente en dar prioridad a dogmas revelados e incomprensibles para la razón, e incluso contrarios a ésta. Y poco importa qué pruebas quiera presentar a su favor la religión que contradice la moral común. Ni siquiera Dios mismo, manifestándose ante los hombres, podría reclamar autoridad sobre ellos si sus mandatos fuesen contrarios a la moral y la razón, puesto que “por muy majestuosa y sobrenatural que pueda parecer la manifestación en cuestión, si lo que ordena contraviene la ley moral, habrá que tomarla por un espejismo”.

Es, pues, la religión la que debe acreditarse ante la moral, en lugar de ser la moral la que se pliegue a los dictados de cualquier supuesta revelación divina. Kant ilustra su posición comentando la conocida narración bíblica de Abraham e Isaac (Génesis, 22). Dios manda a Abraham, sin justificación alguna, llevar a su hijo Isaac al monte Moriah y sacrificarlo. Pero cuando Abraham está a punto de realizar el sacrificio (o de consumar el asesinato), aparece un ángel que le ordena que se detenga: Dios sólo quería poner a prueba la fe de Abraham, que desde luego se había mostrado siniestramente inquebrantable. Pues bien, según Kant toda esta historia tendría que haber terminado mucho antes, pues tan pronto como Abraham recibió ese absurdo e inadmisible mandato, habría podido y debido responder lo siguiente: “Que no debo asesinar a mi buen hijo, es algo bien seguro; pero de que tú, que te apareces ante mí, seas Dios, es algo de lo que no estoy nada seguro, ni tampoco puedo llegar a estarlo”. Con esta afirmación de la superioridad de la moral –de la conciencia moral común, de la pura y simple compasión– sobre cualquier revelación religiosa, Kant trazó para siempre la línea divisoria entre las creencias religiosas razonables y el fanatismo. Y su argumento vuelve a ser relevante hoy. Que nadie tenía derecho a secuestrar a esas chicas de una escuela de Nigeria es algo bien seguro; pero que la supuesta voluntad de Dios mande, permita o siquiera justifique hacer algo semejante, es algo de lo que nadie, tampoco un creyente, podrá convencer jamás a nadie, y en el fondo ni siquiera a sí mismo.

El yihadismo contemporáneo es un fenómeno complejo: abarca desde los actos individuales de los “lobos solitarios” europeos hasta las abiertas acciones bélicas de auténticos ejércitos de milicianos en países como Afganistán, Siria o Irak. No obstante, todos estos actores parecen compartir algunas motivaciones comunes. Una de ellas es la aspiración a instaurar un inmenso califato panislámico, y otra es el odio a Occidente, que sin embargo no debe hacernos perder de vista –como afirma Hans Magnus Enzensberger– que el yihadismo es un fenómeno esencialmente moderno, surgido de esa misma globalización que dice combatir, e incomprensible sin la influencia de Occidente. Ha adaptado a una escala global el terrorismo inventado en la Rusia zarista del siglo XIX y proseguido en Europa occidental en el XX, y por eso la indumentaria, el estilo de los mensajes, y el empleo del vídeo e incluso del kaláshnikov se inspiran directamente –señala Enzensberger– en el terrorismo europeo de extrema izquierda de los años setenta del pasado siglo. La deliberada espectacularidad de las acciones de los yihadistas carecería también de sentido si no viviésemos todos –también ellos– en una realidad social de factura tan occidental como es la sociedad del espectáculo.

Pero además de las motivaciones expresas, el yihadismo tiene otras causas. Algunas podrían ser contrarrestadas por los propios Estados occidentales. Los grupos yihadistas se nutren parcialmente del desarraigo y la marginalidad de colectivos confinados en la periferia de las sociedades occidentales, de manera que una política de integración más atenta y activa quizás podría servir para atajar este fenómeno. Sabemos que sus redes atrapan también a gentes desesperadas en zonas muy pobres de África, y esto es especialmente importante porque muestra que el yihadismo es otra faceta de esa miseria que explica los masivos movimientos migratorios actuales. Ahora bien, más allá de la exaltación neocalifal, y del odio a Occidente, y de la marginalidad y la pobreza, también sería interesante saber a quién beneficia –y quién financia, y quién alienta ideológicamente–, dentro de las propias sociedades de origen, esta expansión y radicalización de un movimiento que, pese a su probada capacidad de aterrorizar a las sociedades occidentales, está causando muchísimo más daño a las propias poblaciones musulmanas. También sobre esto podemos aprender algo de Spinoza, quien en el prefacio de su Tratado teológico-político ya señaló la conexión invariable entre barbarie religiosa y despotismo político: allí donde las supersticiones engendran “numerosos disturbios y guerras atroces”, siempre hay alguien que instrumentaliza la religión al servicio de alguna tiranía y “mantiene engañados a los hombres” para que “luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación”. Para explicarnos este nuevo oscurantismo incomprensible, tendríamos que saber qué atávicas formas de opresión remachan esas brutales explosiones que hacen saltar por los aires todo lo demás.

Baruch Spinoza produjo una enorme conmoción con su Tratado teológico-político, que vio la luz en Ámsterdam en 1670. Los calvinistas holandeses desataron una campaña feroz contra esta obra, y lograron que fuese oficialmente prohibida en 1674. Para entonces hacía ya mucho tiempo que Spinoza había perdido todo apoyo de la comunidad judía, de la que fue expulsado en 1656 por sus opiniones heréticas. Y en 1679, ya tras la muerte del filósofo, el Tratado ingresó en el índice de libros prohibidos de la Iglesia católica. ¿Por qué fue tan escandaloso este libro?

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