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Galileo, la avispa, el cocinero y las clases medias que quieren ser ricas
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Ignacio Quintanilla Navarro

Escuela de Filosofía

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Ignacio Quintanilla Navarro

Galileo, la avispa, el cocinero y las clases medias que quieren ser ricas

¿Puede estar hoy la ciencia económica en una situación similar a la que estaba la astronomía justo antes de Galileo?

Foto: Ilustración: Jesús Learte Álvarez
Ilustración: Jesús Learte Álvarez

¿Puede estar hoy la ciencia económica en una situación similar a la que estaba la astronomía justo antes de Galileo? La pregunta, naturalmente, tiene un punto de exageración. Pero la exageración es la esencia de la claridad y hay momentos en los que la claridad es urgente. El caso es que a partir de2008 los principales países de Occidente –con EEUU a la cabeza– han debido nacionalizar su banca para evitar que la economía mundial descarrile. El mundo cobra así conciencia de una crisis cuyas consecuencias sociales están por concretarse y cuya polvareda ideológica no se ha disipado aún. Es en este contexto donde se consolida el tópico de que la crisis ha sido ante todo una crisis de valores; es decir, que queda bien explicada como un episodio de corrupción atípica. Creo que esta afirmación recoge una verdad a medias y es, en definitiva, un diagnóstico equivocado.

Parece claro que la crisis de la que hablamos no es una más de las que cíclicamente nos visitan, como la gripe en invierno. Para empezar no es tanto una crisis global, sino una crisis del primer mundo, y a diferencia de las crisis anteriores, esta vez la población del primer mundo se enfrenta a la posibilidad real de que lo mejor de la fiesta haya quedado atrás; es decir, de que el futuro económico no sea necesariamente más venturoso para la mayoría.

Ahora bien, que los hijos siempre vivirían mejor que sus padres era un supuesto básico del sistema que incluso había asumido la intelectualidad europea “de izquierdas”; de hecho, era el argumento que refutaba seriamente a la izquierda revolucionaria. Por eso, desde la caída del muro hasta la de Lehman Brothers, hablar de revoluciones ha estado filosóficamente mal visto en todas partes. Hoy, sin embargo, hasta el más convencido divulgador del fin de la historia entre los neoconservadores sajones, Francis Fukuyama, se pregunta con preocupación si la democracia occidental podrá sobrevivir a una degeneración grave de las clases medias en Europa.

¿Crisis de valores o de ideas?

Es más que probable que los grandes valores operativos en nuestras sociedades postmodernas deban ser reformados, tanto por razones éticas como de viabilidad tecnológica y social. Sin embargo, conectar directamente la peripecia de la economía actual con un deterioro moral preciso de nuestras sociedades o sus élites dirigentes a caballo entre los dos siglos es un argumento muy cuestionable. La secuencia histórica de los acontecimientos no avala una excepcional crisis de valores –ojalá muchos de nuestros valores estuvieran más en crisis, pero de momento no es así–, sino una descomunal crisis de ideas.

Las sociedades humanas poseen, en efecto, una cualidad ética históricamente variable. Pero cuando se mira el desarrollo de la eticidad colectiva de Occidente en los decenios previos al 2008, lo que se constata es un avance continuado hasta el impacto de la crisis, y no un deterioro. La Europa de los 60 era mucho más grosera, moralmente hablando, que la de fin de siglo. Por el contrario, en los años precedentes a la crisis, el desarrollo de los derechos sociales y civiles, el acceso a trabajos y viviendas dignos, el fomento de la cooperación internacional o el compromiso con modelos de desarrollo social y ecológicamente sostenibles alcanzaron sus mayores cotas históricas.

A este respecto, me parece muy pertinente un ejemplo de nuestra realidad nacional. El final del siglo XX avanzó enormemente también en la detección y crítica de la violencia social, especialmente en la que se esconde en esas agresiones de “tercera generación” que soncuidadosamente elaboradas para no transgredir prima facie los derechos humanos. Son esas que empiezan diciendo: “Yo no me creo superior a ti pero…”. Estoy convencido de que antes de la crisis, en toda la sociedad española, incluida la catalana, se habrían alzado muchas más voces que hoy contra la tremenda carga de violencia política que entraña el actual discurso secesionista. Un discurso que de pacífico no tiene un pelo y que ejerce una violencia real y grave contra la ciudadanía española y contra el catalán que se niegue a admitir un dilema crucial identitario.

El problema de las ciencias sociales

Son muchos, pues, los aspectos de la Europa de 2014 que sólo se comprenden por una degradación de la eticidad colectiva sobrevenida por la crisis, y no es preciso insistir en que la causa no puede ser posterior al efecto. Veamos ahora el subgrupo de los poderosos, entendido muy vaporosamente como el de los que cortan el bacalao. La teoría de que los ricos de hace medio siglo preferían ganar el dinero más despacio o con más trabajo que los de ahora, o que transgredían menos códigos morales para obtenerlo, es muy cuestionable.

Es cierto que Thatcher y Reagan introdujeron cambios en el juego financiero cuya conexión con nuestra crisis parece consistente, pero ello no convierte necesariamente a sus gobiernos y asesores en unos sinvergüenzas. Existe la posibilidad –alternativa o complementaria– de que esos equipos de personas fuesen realmente la crema de nuestra intelectualidad y que sus criterios fundamentales fueran incorrectos. El hecho es que cuando otros partidos les sucedieron en el poder, y cambiaron los consejeros áulicos, a casi todos les pareció maravillosamente bien lo que se venía haciendo. Afrontamos así un problema distinto al de la avaricia o la ambición desbocadas –la avaricia y la ambición siempre se desbocan, y un sistema inteligente lo prevé–. Me refiero al problema de nuestras ciencias sociales.

En efecto, las ciencias sociales son las últimas en incorporarse al repertorio occidental de saberes científicos. Surgen a lo largo del siglo XIX y, sorprendentemente, sus grandes líneas maestras se han mantenido inalteradas desde entonces. A diferencia de las ciencias naturales o las formales, el siglo XX parece haber sido incapaz de generar en ellas crisis radicales de fundamentación. Y así, junto a la propia economía, la sociología o la pedagogía, entre otras, presentan hoy signos evidentes de no haber estado a la altura de los acontecimientos. No es casual que su percepción académica esté cambiando hoy: de ciencias “fáciles” que van sobre ruedas pasan a ser ciencias “difíciles” que pueden descarrilar.

Los tres modelos

Existen básicamente tres formas de concebir la ciencia. Podemos simplificarlas como el modelo avispa, el modelo abeja y el modelo araña. En el modelo avispa las teorías científicas están ya ahí, constituidas en la realidad, y el científico certero las caza como se caza una presa. En el modelo abeja las teorías son un producto elaborado por las propias comunidades científicas, a partir, eso sí, de una materia prima que no se puede falsear. Por último, en el modelo araña la ciencia es una secreción conceptual de los investigadores, y lo que avala unas telarañas teóricas sobre otras es la cantidad de moscas que atrapan, es decir, de cosas útiles que son capaces de hacer.

El debate entre estos tres modelos está abierto, pero los tres tienen un rasgo en común: cuando se constata que predicciones clave no se cumplen surge el dilema entre cambiar las hipótesis o revisar el proceso de verificación. Dicho de otro modo: o la receta era buena y el cocinero malo – en cuyo caso basta con echar al cocinero– o la propia receta era mala y hay que cambiar el menú.

El peligro del modelo crisis de valores es que no cuestiona las recetas y se queda en la regeneración del menú. Ahora bien, cuando se refuerza la insistencia en la productividad en un mundo en el que cualquier fábrica de medio pelo puede producir todo lo que necesita un país; cuando se sigue persiguiendo el ocio o la sensibilidad ecológica como destructores de riqueza, o cuando se vive persuadido de que una economía sana debe crecer siempre como en su juventud o de que el oro –como las caracolas o los granos de chocolate– respalda una moneda mejor que una sociedad civil justa y bien educada, entonces algo está fallando en nuestra inteligencia de las cosas.

Lo que ha sucedido en el mundo justo antes de esta crisis no es el resultado de una depravación excepcional de los ricos, sino del increíble aumento del número de gente que aspira a vivir como ricos, es decir, a ganar mucho dinero con sus ahorros (algunos simplemente porque les gusta y otros porque se ven forzados a ello para vivir razonablemente en su jubilación). Jaques Ellul decía que la gran revolución pendiente es que la gente no aspire a ganar dinero con sus ahorros. Puede que Ellul se equivoque, pero este es el tipo de preguntas que la crisis pone sobre la mesa y que deberíamos estar investigando seriamente, además de andar cazando por ahí cocineros deshonestos, que sin duda los ha habido, los hay y los habrá. Mandar algunos de estos personajes a la cárcel es hacer justicia, pero no es explicar lo que nos ha pasado.

¿Puede estar hoy la ciencia económica en una situación similar a la que estaba la astronomía justo antes de Galileo? La pregunta, naturalmente, tiene un punto de exageración. Pero la exageración es la esencia de la claridad y hay momentos en los que la claridad es urgente. El caso es que a partir de2008 los principales países de Occidente –con EEUU a la cabeza– han debido nacionalizar su banca para evitar que la economía mundial descarrile. El mundo cobra así conciencia de una crisis cuyas consecuencias sociales están por concretarse y cuya polvareda ideológica no se ha disipado aún. Es en este contexto donde se consolida el tópico de que la crisis ha sido ante todo una crisis de valores; es decir, que queda bien explicada como un episodio de corrupción atípica. Creo que esta afirmación recoge una verdad a medias y es, en definitiva, un diagnóstico equivocado.

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