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¿Estresado y feliz? No te sientas culpable
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Sonia Franco

Pase sin Llamar

Por
Sonia Franco

¿Estresado y feliz? No te sientas culpable

Aprender a relajarme es mi asignatura pendiente. Voy por la vida como si el próximo fuera el último minuto, quemando etapas, saltando obstáculos… Estresada y perdida.

Aprender a relajarme es mi asignatura pendiente. Voy por la vida como si el próximo fuera el último minuto, quemando etapas, saltando obstáculos… Estresada y perdida. Así que, tras mucho preguntar, decido lanzarme a la meditación. Llego a un piso en el barrio de Salamanca en el que me recibe un simpático joven, descalzo y con barba, que me invita a ponerme cómoda entre esterillas y cojines. Poco a poco, la habitación se llena. Diez personas, de entre 25 y 60 años que, a primera vista, no tenemos absolutamente nada en común, nos esforzamos en sentirnos y parecer cómodas en la postura de la flor de loto. Soy la única nueva pero, aún así, el profesor (que no quiere que le llamen así, si no que le consideren uno más) nos pide que contemos por qué estamos allí. Yo lo tengo claro: aprender a relajarme. Pero en cuanto empiezan los demás a relatar sus motivaciones, me siento una intrusa:

– Para ser mejor persona.

– Para liberarme de los sufrimientos.

– Para alcanzar la felicidad.

Oh, oh. ¡Si yo lo único que quiero es tener un poquito más de paz y dormir mejor por las noches!

Se lo cuento a mi amigo Miguel, que siempre le saca punta a mis argumentos. De hecho, la penúltima vez que hablamos me dejó loca:

—Por favor, no me digas tú también lo de que somos afortunados por tener trabajo—, me increpó. –Yo creo que no, que son mucho más felices los que no lo tienen.

Somos mucho más felices cuando estamos muy ocupados, cuando tenemos muchas cosas que hacerSi no le conociera bien y supiera que es un provocador nato, me hubiese escandalizado. Y, precisamente porque he oído muchas de sus teorías, me ha llamado la atención la última: los que vivimos estresados somos más felices.

—¿Y eso?—, le pregunto, divertida.

—Verás. Somos mucho más felices cuando estamos muy ocupados, cuando tenemos muchas cosas que hacer y parece que no llegamos a todo, porque así nos sentimos útiles, indispensables. La competencia nos hace superarnos día a día. Ganar mucho dinero nos proporciona satisfacción. Tenerlo todo bajo control nos ayuda a dormir bien.

—Vaya—, contesto. —Apenas te reconozco. ¿De dónde sacas todo esto?

—De la ciencia—, asegura. —Desde que sé que los brokers de Wall Street se chutan adrenalina para rendir más y sentirse mejor, me he puesto a investigar. Y he descubierto que los triunfos laborales hacen que nos suban las betaendorfinas, la dopamina, la serotonina y la oxitocina. Y, no nos engañemos, no hay éxito laboral sin estrés.

—O sea, que ahora sí estás de acuerdo en que los que tenemos trabajo tenemos que dar gracias…

—Los que tenemos un trabajo estresante, sí—, afirma, tajante.

Miro a mi alrededor para ver si corroboro su teoría y me doy cuenta de algo: muchos de los que hace un par de años se quejaban porque el trabajo no les dejaba sitio para nada más, hoy lo hacen porque ha bajado la actividad en sus empresas –la crisis, claro- y están mucho menos ocupados. ¿Estamos locos o qué? En realidad, no. Lo que ocurre es que esa bajada de la actividad nos hace sentir más prescindibles y, en un contexto tan negro como el actual, eso nos asusta. Y mucho.

Trabajar duro nos libera de un montón de cargas. Como tener demasiado tiempo para pensar y plantearnos cosas tan profundas como qué sentido tiene nuestra vida. Ufff. Justifica que les dediquemos poco tiempo a nuestros padres y/o hijos, a hacer ejercicio o a hacer voluntariado, todas esas cosas que recomiendan los libros de autoayuda con sugerentes portadas que nos dicen que nos van a enseñar a ser felices. Nos sentimos menos culpables gracias a tener taaanto trabajo.

Son muchas las investigaciones que reflejan que aquellos que no tienen que preocuparse por el dinero son más felicesSi damos por bueno que generalmente los trabajos estresantes y de mayor responsabilidad son los mejor pagados –al menos, antes de la crisis-, llega la inevitable pregunta de si el dinero da la felicidad. Thomas Jefferson decía que “la tranquilidad y la ocupación, y no la riqueza o el esplendor, son lo que da la felicidad”.  En el otro extremo, Ben Affleck, en la película Boiler Room, afirmaba que “cualquiera que te diga que el dinero está en la raíz de todo lo malo seguro que no lo tiene. Dicen que el dinero no compra la felicidad. Mira la jodida sonrisa en mi cara. De oreja a oreja”. Y son muchas las investigaciones que reflejan que aquellos que no tienen que preocuparse por el dinero son más felices.

Esta teoría está muy bien hasta que uno se acuerda de la cantidad de gente que está estresada porque ha visto la otra cara de la crisis: sus compañeros han perdido el empleo, ellos hacen ahora el trabajo de tres y tienen pocos motivos más allá de no estar parados para sentirse contentos. Ergo estresados sí, felices no.

Espera, espera… ¡Si todo esto ha empezado porque necesito relajarme! Está bien: voy a volver al piso del barrio de Salamanca en busca del profesor joven y barbudo y voy a aprender a meditar. A lo mejor en un par de meses os puedo contar que gracias a la meditación y no al estrés soy mucho más feliz… O no.

Aprender a relajarme es mi asignatura pendiente. Voy por la vida como si el próximo fuera el último minuto, quemando etapas, saltando obstáculos… Estresada y perdida. Así que, tras mucho preguntar, decido lanzarme a la meditación. Llego a un piso en el barrio de Salamanca en el que me recibe un simpático joven, descalzo y con barba, que me invita a ponerme cómoda entre esterillas y cojines. Poco a poco, la habitación se llena. Diez personas, de entre 25 y 60 años que, a primera vista, no tenemos absolutamente nada en común, nos esforzamos en sentirnos y parecer cómodas en la postura de la flor de loto. Soy la única nueva pero, aún así, el profesor (que no quiere que le llamen así, si no que le consideren uno más) nos pide que contemos por qué estamos allí. Yo lo tengo claro: aprender a relajarme. Pero en cuanto empiezan los demás a relatar sus motivaciones, me siento una intrusa: