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El final del socialismo: una gran paradoja política amenaza con borrarlo del mapa
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Esteban Hernández

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El final del socialismo: una gran paradoja política amenaza con borrarlo del mapa

La crisis del socialismo francés tiene algo de dejà vu por esa sucesión de promesas electorales, llegada al poder, olvido del programa y reacción de los decepcionados

Foto: El presidente Hollande durante el mítin en la isla de Sein, el pasado lunes. (Reuters)
El presidente Hollande durante el mítin en la isla de Sein, el pasado lunes. (Reuters)

La crisis del socialismo francés, que va por su cuarto gabinete ministerial en dos años, tiene algo de déjà vu. No por la dimisión en pleno del Gobierno, que es algo inusual, sino porque esa sucesión de promesas electorales, llegada al poder, olvido del programa y reacción de los seguidores decepcionados nos es cada vez más familiar.

A otros socialistas europeos les había pasado antes (Blair inició una tercera vía que le llevó directamente a los brazos de George Bush Jr., Zapatero negó la crisis hasta que puso en marcha una tupida red de medidas que garantizaron a los inversores que la deuda iba a ser devuelta), pero el caso de Hollande es especialmente llamativo porque había alcanzado el Elíseo precisamente por significarse como el líder que iba a combatir la fiebre austericida de Merkel y Alemania y el que iba a indicar a Europa cuál era el nuevo camino económico. Sin embargo, tras las recientes recomendaciones de Draghi y el Banco Central Europeo y las previsiones de déficit del Estado francés para 2014, Hollande se ha visto obligado a dar marcha atrás por completo, reforzando las tesis del más neoliberal de los suyos, Manuel Valls, y despidiendo a los ministros díscolos que se atrevieron a criticarle en público.

Pero la crisis francesa es doblemente significativa porque refleja de manera precisa la encrucijada en la que está situada la política contemporánea. En unacartadirigida al presidente francés en la que exponía su intención de no ser candidata para el próximo gobierno, la ya exministra de Cultura Aurélie Filippetti ponía de manifiesto su insatisfacción en dos terrenos. El primero se refería a su gestión, ya que se había visto obligada a hacer frente a una rebaja “sin precedentes” en el presupuesto de su ministerio durante dos ejercicios consecutivos, mientras que el segundo iba referido a un hartazgo político, ese que lleva a que “el realismo sea siempre sinónimo de renuncia”. En otras palabras, Filippetti no había podido contar con el presupuesto que necesitaba y al mismo tiempo había tenido que tomar medidas que iban en dirección contraria a sus ideales. Por eso, y como forma de ser responsable con sus votantes, “quienes nos han hecho lo que somos”, había decidido marcharse sin mirar atrás.

La paradoja de la política contemporánea

Lo que habría que preguntarse, sin embargo, es si ambos problemas no son el mismo. Porque el compromiso con los electores y el llevar a cabo lo prometido tiene mucho que ver con disponer de los recursos para hacerlo, algo de lo que casi nadie puede presumir hoy en Europa. Eso es lo que le ha ocurrido al Gobierno de Hollande y a su ministra de Cultura, que llegó pensando que iba a cumplir una función elevada y se encontró con que debía gestionar la escasez, y esa es también la gran paradoja de la política contemporánea: para llegar al poder, los políticos deben convencer a los votantes de que van a hacer lo que después no harán porque no tendrán dinero para ello.

A estos efectos,no importa demasiado el signo político: si eres un político de derechas, puedes prometer que aumentarás la seguridad y bajarás los impuestos, pero cuando llegues al poder tendrás que subirlos y recortar las partidas presupuestarias destinadas a policía y ejército, como bien hemos visto en España. O puedes afirmar, si eres de izquierdas, que defenderás con uñas y dientes la sanidad y la educación públicas, pero luego llegarás al Gobierno y sacarás las tijeras de podar mientras pones cara de póquer. Con estas reglas de juego económicas, poco parece que puedan hacer nuestros políticos, salvo cumplir las órdenes de los mercados y sentarse a esperar que pasen los malos tiempos.

Sin embargo, esta situación está afectando de forma muy distinta a los diferentes partidos. Los más perjudicados son los de centroizquierda con opciones de gobernar, que están sufriendo las contradicciones de un modo mucho más intenso. Si perteneces a un partido conservador, puedes hacer ver las políticas de austeridad como una medida responsable y no perder demasiados votos; si eres de Podemos, puedes argumentar que lo primero que harás cuando llegues al Gobierno es auditar la deuda, e incluso impagar parte de ella, y ganar adeptos. Si eres del PSOE, no puedes hacer ni una cosa ni otra.

El populismo: la nueva vía

Los socialistas terminan moviéndose, pues, en una fina línea en la que tratan de compatibilizar las políticas que combaten la desigualdad con medidas económicas que la acentúan, lo que les lleva a decepcionar a su electorado con mucha frecuencia. Filippetti subraya en su carta una verdad evidente, como es que, tras desilusiones varias, muchos de sus votantes han terminado por descreer de la política “o, peor, se han echado en los brazos del Frente Nacional”.

Esa nueva opción es importante, porque por primera vez en Europa aparece una posibilidad de gobierno que no es la del bipartidismo, y que deja a los socialistas encerrados entre los recortes de los conservadores y la pujanza de los nuevos movimientos. El populismo se ha convertido en una tercera vía real que amenaza con llevarse por delante a los partidos que más han desencantado a sus electores, y esos suelen ser, como se ha demostrado en Grecia, en Reino Unido, en Portugal o en España, los de la izquierda moderada.

El caso francés viene a subrayar esa situación porque cierra la puerta a la última esperanza socialista de convertirse en un actor relevante. Arnaud Montebourg, el exministro de Economía, defendía un proteccionismo nacional y patriótico y priorizaba la creación de empleo sobre el déficit, abogando por aparcar las políticas de austeridad. Ese nuevo espacio era significativo, porque permitía a los progresistas resguardarse en un lugar desde el que era posible defenderse con posibilidades tanto de los recortes conservadores como del atrevimiento populista.

Sin embargo, la UE y los mercados ya han dicho no a la vía francesa y Hollande, que ha entendido el mensaje, se ha cargado a los enemigos de Valls y ha emprendido el camino que Draghi le ha sugerido. Sabe que con eso se lleva por delante al socialismo francés, abocado a una crisis similar o mayor que la de España, y arrastra también consigo la que parece la última oportunidad de relevancia del socialismo europeo.

"Nuestros escaños empezaron a caer como bolos"

Hay una escena fascinante en el largamente alabado libro de Michael Ignatieff, Fuego y cenizas. Ignatieff, catedrático de Harvard, había aceptado regresar a su país de origen, Canadá, después de 30 años de residencia en EEUU con el objetivo de encabezar el Partido Liberal, el correspondiente a nuestros socialistas. Ignatieff, que se había mostrado favorable a la invasión de Irak y cuyo perfil parecía demasiado elitista para el votante progresista, aterrizó cual paracaidista en un país que no conocía bien. Era fácil pronosticar el fracaso, que fue considerable. Su partido pasó a ser la tercera fuerza política con apenas 34 escaños.

Sin embargo, Ignatieff no fue capaz de intuir el desastre. Después de una campaña en la que se mostraba exultante en los mítines, donde los suyos le hacían llegar su calor, seguía confiando en un buen resultado. La noche de las elecciones cayó el velo, y vio cómo “circunscripción tras circunscripción, el voto liberal se desgarró por ambos lados: los aumentos en el voto al NPD (Nuevo Partido Demócrata, que estaba a la izquierda del suyo) aumentaron el apoyo a los conservadores, mientras que el aumento de voto a estos últimos drenaba nuestros apoyos. Nuestros escaños empezaron a caer como bolos”.

Hasta entonces, Ignatieff no se había dado cuenta de la pendiente por la que se deslizaba su partido. La campaña no sirvió para darle pistas del desastre, porque los liberales no se escuchaban más que a sí mismos. “Ahora pienso en esas enormes multitudes, esas grandes noches, y veo que estábamos hablando con nosotros mismos. Nuestro partido se convirtió en una cámara de resonancia: todo lo que escuchábamos era el sonido de nuestra propia voz”.

No se me ocurre mejor imagen para reflejar el presente del socialismo en Europa, con partidos que cuentan aún con una base social amplia y con apoyos numerosos, pero que están metidos en una trampa de la que no son conscientes porque el fragor de sus vítores les impide escuchar lo que pasa ahí fuera. Hasta ahora, uno tras otro, los partidos socialistas europeos van perdiendo pie. Veremos si resisten los nuevos tiempos.

La crisis del socialismo francés, que va por su cuarto gabinete ministerial en dos años, tiene algo de déjà vu. No por la dimisión en pleno del Gobierno, que es algo inusual, sino porque esa sucesión de promesas electorales, llegada al poder, olvido del programa y reacción de los seguidores decepcionados nos es cada vez más familiar.

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