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Iglesias, el nuevo Zuckerberg: una visión innovadora sobre su golpe de mano
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Esteban Hernández

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Iglesias, el nuevo Zuckerberg: una visión innovadora sobre su golpe de mano

La política, como la innovación, no consiste sólo en tener ideas. Hacen falta muchas cosas para llegar al éxito, como quitarte de en medio a la gente incómoda

Foto: Rueda de prensa de Podemos anunciando los resultados de la votación interna. (Efe/Ángel Díaz)
Rueda de prensa de Podemos anunciando los resultados de la votación interna. (Efe/Ángel Díaz)

La gente común suele malentender el término innovación. Pensamos en grandes ideas, en abordajes diferentes de problemas habituales, en soluciones en las que apenas se ha pensado. Para nosotros, la innovación tiene que ver con una actividad intelectual que nos ayude a dar mejores respuestas a cuestiones cotidianas y esperamos que, precisamente por eso, tengan validez en distintas áreas de nuestra vida, también en la económica. Pero esa visión de clase media no deja de ser una trampa que nos lleva con mucha mayor frecuencia de la deseable a meternos en callejones sin salida. Ocurre en nuestras trayectorias profesionales, en especial en el emprendimiento. La gente piensa que con una buena idea, con un servicio en el que apenas se ha reparado o con un producto novedoso se llega, si no al éxito, sí al menos a tener una vida económicamente estable y presa de esa ilusión acaba metiendo su dinero en empresas que fracasan inevitablemente.

La innovación de la que tanto se habla, y que es glorificada en el entorno empresarial, no tiene nada que ver con eso. Los inversores no piensan en términos de originalidad y ni siquiera de diferencia, sino que sólo se fijan en ese concepto escurridizo que responde al nombre de escalabilidad. Las preguntas que se formulan ante una propuesta circulan en torno a si esa idea tiene recorrido, si puede subir rápido al piso superior, si puede terminar interesando a grandes masas de población, y fundamentalmente, si se trata de un producto que por su potencial de ganancia se va a poder vender a otros inversores cuando comience a tener éxito. El contenido de la idea, su originalidad o su utilidad les resulta irrelevante frente a hacerla crecer de una forma más o menos rápida.

Ningún retrato mejor sobre la innovación y su contenido real que el que nos ofrece David Fincher en La red social, una estupenda narración acerca de cómo Facebook llegó a la cima del mundo económico. La figura de Mark Zuckerberg, tal y como es descrita en la película, es la encarnación perfecta de lo que la innovación requiere. Podemos pensar que la motivación inicial que Fincher atribuye al CEO de Facebook es irreal (ese deseo de conseguir llamar la atención de quienes le rechazan, en especial el de una novia que le deja por ser un friki, algo que Fincher utiliza para hacer una lectura actualizada de El gran Gatsby) pero lo cierto es que la descripción de las distintas etapas por las que atraviesa la compañía hasta el éxito sí parece estar basada en hechos comprobables.

La innovación por excelencia

Zuckerberg no es un innovador en el sentido que manejamos. La idea de Facebook no es suya, sino de los hermanos Winklevoss, a los que se la copia. El algoritmo de selección inicial tampoco era suyo, sino de su amigo Eduardo Saverin, y el dinero para el lanzamiento en el mercado tampoco lo consiguió él, sino que fue Sean Parker, su socio cool, el fundador de Napster, quien le puso en la agenda de los inversores de capital riesgo. Lo que hizo Zuckerberg fue aprovechar lo que unos y otros traían y ponerlos a producir. El estajanovista CEO se pasaba días sin dormir escribiendo códigos o buscando los medios para que su empresa llegara a lo más alto, siempre pendiente de cuál era el siguiente paso a dar. Eso fue lo que le convirtió en el innovador por excelencia, y no su inventiva o su talento.

Parte del proceso de escalaje de la compañía consistió en dar a la empresa una dirección más focalizada, esto es, en ir quitándose de en medio a la gente en la que se había apoyado cuando dejaban de serle útiles. Sus amigos y socios, Saverin y Parker, fueron expulsados de una forma u otra de la compañía cuando Zuckerberg comenzó a verlos como un problema para continuar con el crecimiento de la sociedad.

Si eliminamos los elementos ideológicos del análisis, es claro que Podemos tiene muchas similitudes con esa empresa que una vez fue Facebook. No estamos antes una formación que surgiera de la nada, porque se apoyó en un suelo social que ya estaba ahí y que Iglesias consiguió canalizar. Propuso algo diferente en lo organizativo, pero la novedad estaba del lado del Partido X, que partía del mismo contexto, pero que fracasó precisamente por apostar del todo por la innovación. No inventó una propuesta política muy distinta de las que ya estaban operando en su entorno, pero supo darle una dirección concreta y, por así decir, ponerla a producir. Iglesias cogió lo que ya existía y, gracias a una acción comunicativa potente, lo elevó un escalón en su visibilidad y aceptación públicas. Iglesias ha sido el catalizador que, cogiendo aportaciones y visiones ya existentes, las ha llevado un paso más allá, o por decirlo en los términos del management, las ha escalado.

Iglesias gana, como era de esperar

En esa tarea, hay un par de semejanzas más. La primera es la ambición, porque Podemos ha nacido con la intención explícita de subir lo más arriba posible. Iglesias quiere llegar al gobierno, algo que ha contribuido a canalizar las energías de muchas personas de orientación política diversa que ven necesario que las cosas cambien y que confían en Iglesias para que este deterioro institucional en el que vivimos cese.

La segunda tiene que ver con los obstáculos a remover. En el camino hacia la cumbre, hay que relegar a personas y tendencias con peso en la organización pero que ya no son tan necesarias. A nadie se le escapa que las discusiones internas acerca de los documentos, cuyo resultado fue presentado ayer, no eran más que la escenificación de una lucha por el poder en Podemos, que Iglesias ha ganado de calle, como era de esperar.

Vídeo:Podemos le da pleno poder a la política de Pablo Iglesias

Pero no nos equivoquemos. Ese combate, que lo era para conseguir vía libre al núcleo fuerte de la organización para llevar adelante su estrategia, resultaba necesario. No sólo porque poner en marcha una maquinaria desde cero y con evidentes urgencias temporales requiere de una dosis de poder centralizado evidente, sino porque es el primer paso para dotar de un discurso a Podemos que le haga susceptible de llegar a mayorías. La formación de Pablo Iglesias necesita tejer vías discursivas que le faciliten el camino y las propuestas de contenido que aportaban quienes han ido de la mano con Iglesias, caso de Izquierda Anticapitalista y de algunos Círculos, podían convertirse en un serio problema para ese objetivo. Los dirigentes de Podemos han visto clara la oportunidad de dar un golpe en la mesa, y lo han hecho dando una impresión de control del proceso y de solidez notables.

La paradoja final de Fincher

Sin embargo, el problema no termina aquí. Cerrada la fase organizativa, llega la de ganar el espacio político de mayorías. En todo proceso de escalabilidad, aparecen personas nuevas y otras dejan el barco, hay tesis que se imponen y otras que se desechan. Podemos, además, necesita más gente, en especial cuadros intermedios y profesionales de peso, y si la formación sigue creciendo, será cuestión de tiempo que se acerquen, con las tensiones que eso puede provocar. Pero el asunto central está en otra parte: en este proceso, el núcleo dirigente ha mostrado un repliegue vidente. Sometido a mucha presión, ha dado la sensación de haber sido poco flexible y de haberse escuchado sólo a sí mismo. Algunos de sus mensajes también transmiten esa sensación, por lo que dejan en el aire la duda de si ha sido una respuesta política a un momento puntual o una pauta de acción que servirá para el futuro. El ejemplo más presente de ese tipo de actitud la tenemos en los partidos mayoritarios, que ascienden o prescinden de unos y de otros conforme les van generando poco valor añadido, y cuando se quieren dar cuenta ya sólo se apoyan en un solo grupo, los que son fieles a muerte. No suben los más capacitados, sino los que obedecen. El deseo de llegar a lo más alto, que es legítimo, y que es necesario para que una formación como Podemos sobreviva, ha terminado por generar estos partidos coagulados en los que vivimos. Recordemos la paradoja final de la película de Fincher: el creador de una red social basada en los amigos no tenía ninguno porque había sacrificado a todos por su deseo de triunfo.

La gente común suele malentender el término innovación. Pensamos en grandes ideas, en abordajes diferentes de problemas habituales, en soluciones en las que apenas se ha pensado. Para nosotros, la innovación tiene que ver con una actividad intelectual que nos ayude a dar mejores respuestas a cuestiones cotidianas y esperamos que, precisamente por eso, tengan validez en distintas áreas de nuestra vida, también en la económica. Pero esa visión de clase media no deja de ser una trampa que nos lleva con mucha mayor frecuencia de la deseable a meternos en callejones sin salida. Ocurre en nuestras trayectorias profesionales, en especial en el emprendimiento. La gente piensa que con una buena idea, con un servicio en el que apenas se ha reparado o con un producto novedoso se llega, si no al éxito, sí al menos a tener una vida económicamente estable y presa de esa ilusión acaba metiendo su dinero en empresas que fracasan inevitablemente.

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