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Esteban Hernández

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El tecnopaletismo

El fetichismo tecnológico es habitual en nuestra sociedad, pero estamos llegando a extremos exagerados. Y las consecuencias que provoca no son menores

Foto: Un hombre se prueba unas gafas de realidad virtual en una feria. Efe
Un hombre se prueba unas gafas de realidad virtual en una feria. Efe

El fetichismo tecnológico es usual en una sociedad en la que llevar una tablet determinada o manejar las últimas novedades digitales, al igual que conducir un coche de lujo o ir de vacaciones a lugares de clase alta, generan capital simbólico. Un teléfono móvil, más que un objeto, es una oportunidad para convencerte a ti mismo y a los demás de que eres alguien sofisticado, que posees el saber técnico necesario y que cuentas con el nivel de ingresos adecuado. En esta economía de la apariencia, en la que la marca importa más que la sustancia, refugiarse en los signos distintivos suele ser habitual, porque es una señal que se transmite de forma inmediata.

El caso Tesla

Pocas empresas han entendido esto mejor que las que operan en el sector tecnológico, que han convertido muchas de sus ofertas en bienes aspiracionales, en instrumentos de valoración de su poseedor. Eso es lo que explica, por ejemplo que una firma como Tesla tenga preencargadas 400.000 unidades de su nuevo coche, sin que aún lo haya puesto en el mercado y, por tanto, sin que se pueda comprobar su fiabilidad y sus prestaciones. Pero Elon Musk está de moda, llevar un Tesla es un signo de prestigio, y eso cuenta en el mercado.

Esta clase de fetichismo entiende que los no tecnologizados son como los típicos pueblerinos

En ocasiones, ese deseo de aparecer ante los demás como alguien actualizado e innovador alcanza cotas poco recomendables, resultando en un narcisismo similar al de esos mafiosos que dejan colgada la etiqueta con el precio de los muebles de su casa o esos nuevos ricos que encargan modelos varios centímetros más grandes de automóviles de marcas reputadas, porque no es es suficiente con tener un deportivo, sino que ha de ser más grande que el de los demás.

Atrasados, pero con buenas intenciones

Pero esta no es la norma: habitualmente esta clase de fetichismo se contenta con observar a los demás, es decir, a los no tecnologizados, como si fueran Paco Martínez Soria, el hombre de pueblo que visita la gran ciudad y se queda con la boca abierta ante un montón de adelantos técnicos que no entiende, una vida mucho más rápida y agitada, y un entorno menos humano. Son personas bien intencionadas pero atrasadas, gente que no ha sabido adaptarse y que ve los cambios con recelo.

Tiene consecuencias negativas en forma de contratación de gurús y consultores de escasa eficacia o de inversiones inoperativas en tecnología

En la vida corporativa hay muchas señales de este fetichismo. La creencia en que la tecnología es indispensable está muy extendida, y todo el mundo se muestra conforme con la idea. La energía que las empresas ponen para adaptarse a los tiempos, digitalizarse y tecnificarse, de manera que puedan liderar su sector hacia las grandes oportunidades que esperan al final del camino, es impulsada por la convicción dominante, según la cual seguir las últimas tendencias es esencial para mantener el pulso a la competencia. Esto tiene consecuencias negativas en forma de contratación de gurús y consultores de escasa eficacia, de inversiones inoperativas en tecnología y de implantación de modelos de negocio perjudiciales.

El postureo

Pero lo que mejor subraya que la innovación tecnológica suele ser mero postureo en las organizaciones es que ni siquiera es tomada en serio por quienes la implantan. Al igual que todo el mundo entiende indispensables las redes sociales pero los consejeros delegados, presidentes e inversores no están en ellas, tampoco hay quien esté en contra de un inevitable cambio tecnológico, pero a la hora de la verdad se sigue haciendo lo de siempre o, lo que es peor, se usa interesadamente, por ejemplo como justificación de los Eres.

Silicon Valley es esa persona que tiene un martillo en las manos y que todo lo que ve son clavos

Pero, sobre todo, el fetichismo de la tecnología tiene que ver con su identificación absoluta con el progreso. A mediados de siglo XX estaba muy asentada la conciencia de que las cosas sólo podían ir a mejor, que en la escalera de la historia estábamos subiendo escalón tras escalón, y que por lo tanto íbamos a prosperar continuamente. Hoy no estamos nada seguros de eso, porque las señales, particularmente las económicas, parecen ir en sentido contrario, pero continúa confiándose en la ciencia y en la técnica como medios indispensables para que el ser humano tenga una existencia que supere cualitativamente a la del pasado.

La magia de la tecnología

Nuestra vida, desde esa perspectiva, se parece mucho a los ordenadores o a los teléfonos móviles: cada nueva versión supondrá un avance respecto de las anteriores. El punto más acentuado de esta creencia es el de Silicon Valley, cuyo solucionismo tecnológico, la sensación de que existen una enorme serie de problemas que van a ser inevitablemente solucionados con la magia de la tecnología (“Silicon Valley es esa persona que tiene un martillo en las manos y que todo lo que ve son clavos”, como decía Evgeni Morozov), alcanza cotas delirantes. No sólo seremos inmortales y viviremos siempre en perfecto estado de salud y con vigor veinteañero, sino que viajaremos a Marte y nos comunicaremos con la mente y todo eso en apenas tres décadas.

La tecnología no es un instrumento susceptible de ser sometido a pruebas que determinen su utilidad real, sino una especie de religión

El problema de este fetichismo es que no puede ser criticado: quien señale sus disfunciones será tildado de ludita, un antiprogreso cuya única intención es destruir las máquinas en cuanto las tiene delante o, en el mejor de los casos, uno de esos viejos reacios a las novedades que piensan que todo tiempo pasado fue mejor. La tecnología es algo inherentemente positivo y su aura abarca desde una start-up hasta Uber y desde una aplicación hasta el big data. Criticar a Apple o Facebook es algo que sólo pueden hacer quienes quieren vivir en el tiempo de las cavernas.

Cada vez que se encuentran ante un invento tecnológico, ponen la misma cara de fervor que Tomás Roncero delante de Cristiano Ronaldo

Lo peor de este fetichismo es su ceguera. No entiende la tecnología como un instrumento, susceptible por tanto de ser sometido a pruebas que determinen su utilidad real, y de ser utilizado positiva o negativamente, sino como una especie de religión. Una visión que le obliga a cargar contra quienes adoptan una mirada crítica, como si fueran infieles que se niegan a plegarse a la verdad revelada. Viven en un mundo de máximos que les impide no ya ver los matices, sino el panorama en su conjunto.

Esa es la esencia del tecnopaletismo. No se trata sólo de utilizar la tecnología como un instrumento de postureo y de puesta en valor de la personalidad a través de los objetos, ni de revolver la vida corporativa a través de cambios continuos buscando adaptarse a la últlima tendencia, ni de invertir grandes sumas en proyectos que en su gran mayoría acabarán fracasando poco después, sino de la fascinación paleta que sienten ante lo nuevo. Cada vez que se encuentran ante un invento tecnológico, ponen la misma cara de fervor que Tomás Roncero delante de Cristiano Ronaldo, o la misma que Martínez Soria cuando llega a la gran ciudad. Pero ellos saben lo que hay, porque Gates, Zuckerberg y Musk les guían.

El fetichismo tecnológico es usual en una sociedad en la que llevar una tablet determinada o manejar las últimas novedades digitales, al igual que conducir un coche de lujo o ir de vacaciones a lugares de clase alta, generan capital simbólico. Un teléfono móvil, más que un objeto, es una oportunidad para convencerte a ti mismo y a los demás de que eres alguien sofisticado, que posees el saber técnico necesario y que cuentas con el nivel de ingresos adecuado. En esta economía de la apariencia, en la que la marca importa más que la sustancia, refugiarse en los signos distintivos suele ser habitual, porque es una señal que se transmite de forma inmediata.

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