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Gehry, la aspiración del alcalde español
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Peio H. Riaño

Animales de compañía

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Peio H. Riaño

Gehry, la aspiración del alcalde español

Gehry es el perfecto ejemplo del creciente interés de los alcaldes españoles por la arquitectura. No toda la arquitectura, sino la que sitúe a su localidad en el mapa

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El nuevo Príncipe de Asturias de las Artes es para uno de los referentes de aquella España que tratamos de superar (y pagar) como podemos. El país de los promotores cómplices de alcaldes rapaces, de los proyectos faraónicos, de los obeliscos, las cajas mágicas, las facturas con inmunidad y el tesoro inagotable. Frank Gehry inauguró por encargo el efecto turístico de la arquitectura en España, una ola que recorría medio mundo usando sus museos como instrumentos para definir el lugar en el que se levantaban.

En el caso de Bilbao, gracias a una declaración cosmopolita y global, dejó de ser invisible al resto del mundo para convertirse en una parada faraónica y anacrónica en la ría, por algo más de 160 millones de euros. Se aceptó una identidad ajena al País Vasco y se logró el efecto llamada, que ha facilitado la llegada de nuevos recursos económicos a una ciudad deprimida. La fórmula funcionó a las mil maravillas, creando miles de puestos de trabajo y levantando un espejismo al que se quisieron apuntar inmediatamente el resto de regidores españoles. Santiago de Compostela consumó el fracaso más caro de todos (más de 300 millones de euros), con la Ciudad de la Cultura de Fraga.  

El edificio Guggenheim en Bilbao del galardonado desató la fiebre de los proyectos visionarios, formados por edificios monumentales, vacíos de función. El éxito de Gehry confirmó que las cosas debían nacer grandes, gigantescas, monstruosas

Arrancaba a finales de los noventa un matrimonio de conveniencia a fondo perdido, con alcaldes buscando desesperadamente fotos de portada mientras estrechaban la mano de una estrella de la arquitectura universal; con arquitectos salivando por los jugosos emolumentos de un país que nadaba en la burbuja.

El edificio Guggenheim en Bilbao del galardonado desató la fiebre de los proyectos visionarios, formados por edificios monumentales, vacíos de función. España se apuntaba a la fiebre y echaba a correr, por encima de sus posibilidades, para ser sancionada por exceso de velocidad y superficialidad. Hubo más esfuerzo para invertir en medios que para pensar en los fines. Se creó el órgano –el museo iconoclasta– sin pensar en cuál era su función. El éxito de Gehry confirmó que las cosas debían nacer grandes, gigantescas, monstruosas.

placeholder El jurado del Premio.
El jurado del Premio.

Era el momento del titanio ondulante y los puentes gratuitamente excéntricos de Santiago Calatrava. Como explica Deyan Sudjic en La arquitectura del poder (Ariel), este es un tipo de arquitectura que parece diseñada para emplear como telón de fondo en anuncios de coches o para meter en un pisapapeles con una tormenta de copos de nieve.

En busca del icono turístico 

Deyan Sudjic explica que los políticos se han empeñado en construir su propio icono para que el mundo inicie un peregrinaje hasta sus puertas, un edificio debe que presentar algo que llame realmente la atención

“La búsqueda del icono arquitectónico se ha convertido en el lema más ubicuo del diseño contemporáneo. Para poder destacar en una larga serie de páramos industriales en decadencia, barriadas rurales y áreas de desarrollo, todos igualmente malaventurados e igualmente empeñados en construir su propio icono para que el mundo inicie un peregrinaje hasta sus puertas, un edificio tiene que presentar algo que llame realmente la atención”, escribe el director del Museo del diseño de Londres en el ensayo citado.

El traje de la vanguardia y la experimentación es la excusa de la explosión ilimitada de la imaginación por la imaginación. La arquitectura debe dejar de ser útil para ser bella y Gehry recurre a la escultura en ese proceso de reivindicación del genio creativo. El arquitecto canadiense es uno de los mayores representantes de la manía exhibicionista, que tan bien ha casado con los responsables políticos de aquella España, tan cercana.

placeholder La nueva Art Gallery de Ontario.


Como Calatrava -versión kitsch de Gehry-, el laureado ha tenido demandas y problemas con la adaptación social de sus diseños. La luz reflejada sobre sus planchas de titanio dispara la temperatura de todo lo que haya a su alrededor. Así sucede en los apartamentos aledaños al Walt Disney Concert Hall de Los Ángeles. El mismo edificio ciega a los conductores en los semáforos más cercanos. El inconveniente se ha solucionado restándole brillo a las partes más problemáticas de la fachada, con un chorro de arena. Tanto brillo es insoportable.   

La deconstrucción de Frank Gehry, y sus estructuras convertidas en vestidos brillantes, son la recreación ideal del paraíso propagandístico del alcalde español

El Instituto de Tecnología de Massachusetts demandó en 2007 a Gehry por los “fallos de diseño y de construcción”, que provocaron filtraciones, grietas y problemas de drenaje en todo el edificio, que les costó 300 millones de dólares. De su obra el propio Gehry dijo que se parecía “a un grupo de robots borrachos”. En la demanda se acusa al estudio de negligencia e incumplimiento de contrato en el diseño del centro, que alberga laboratorios, aulas, oficinas y salas de reuniones.

En Ontario, otro de sus edificios también tiene problemas con sus techumbres y fachadas: las nevadas obligan a los operarios a subirse con palas para evacuar la nieve. Desde Frank Lloyd Wright no hay otro arquitecto que ejerza una influencia sobre la imaginación popular como lo hace él. En EEUU se refieren a Gehry como Starchitecture, un arquitecto estrella, el más laureado de todos. Sus críticos creen que es el triunfo del capricho sobre la racionalidad, una violación del juramento hipocrático arquitecto: primero, haz que funcione.

La deconstrucción de Frank Gehry, y sus estructuras convertidas en vestidos brillantes, son la recreación ideal del paraíso propagandístico del alcalde español. En el momento en el que empezó la ruina en la que nos ahogamos hoy, la creatividad de los arquitectos se refugió donde la potestad de disponer dinero público se ejercía sin control. Cuando todo era elástico y el abuso salvaba todos los escollos. Hoy premiamos la fantasía y el delirio. Al menos, parece -hasta que se demuestre lo contrario- que fue la única rentable de todas las inversiones que desencadenó.

El nuevo Príncipe de Asturias de las Artes es para uno de los referentes de aquella España que tratamos de superar (y pagar) como podemos. El país de los promotores cómplices de alcaldes rapaces, de los proyectos faraónicos, de los obeliscos, las cajas mágicas, las facturas con inmunidad y el tesoro inagotable. Frank Gehry inauguró por encargo el efecto turístico de la arquitectura en España, una ola que recorría medio mundo usando sus museos como instrumentos para definir el lugar en el que se levantaban.

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