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Calatrava sin crédito y España sin cohesión
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Peio H. Riaño

Animales de compañía

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Peio H. Riaño

Calatrava sin crédito y España sin cohesión

Con cada edificio de Santiago Calatrava que cae, cae un pedacito de aquella España que se construyó en falso, con el encargo de cohesionar un país

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Con cada edificio de Santiago Calatrava que cae, cae un pedacito de aquella España que se construyó en falso, con el encargo de cohesionar un país en contra de la manifestación, el litigio o el debate. Un país normal, sin algaradas. Uno de esos con un sentido incuestionable de pertenencia a la nación, por encima de otras cuestiones. Un país en el que el apego nacional se reflejaba en el orgullo de su expresión cultural, creada por unas mentes privilegiadas para el diseño, la pintura, la música, el cine y, claro está, la arquitectura.

El milagro español emergía rebosante sin complejos ni facturas. El mundo miraba y le enseñamos cómo se crecía a la española, con el ingenio de nuestros artistas, sin importar los sobrecostes, la corrupción o el fraude que no veía nadie. La cultura suturaba todo eso –las fracturas-, lo escondía todo bajo torres sobredimensionadas y la admiración de un pueblo embelesado.

Calatrava ha nutrido a los políticos españoles de las fantasías con las que edificar la apariencia de una normalidad democrática por un módico precio abusivo. Las cuentas no importaban, sólo los cuentos. Calatrava fue el rey del artificio, alguien capaz de entrar sin una sola idea y reconocerlo, en una sala abarrotada de prensa a la espera de la presentación del proyecto más faraónico de Castellón. ¡Qué genio! Sin ideas delante de los Fabra y Camps, pero con 2,7 millones de euros en el bolsillo por lo que se le ocurriese.

Era la fiesta de la democracia, la máxima expresión de pertenencia a lo español. El Centro de Convenciones de Castellón iba a ser “lo que yo entiendo que es esta parte del mundo y de las personas que viven en ella, personas con enorme vitalidad y capacidad de renovación”. Las palabras del arquitecto apelando a las ilusiones nacionalistas, encarnadas en una montaña de humo el día que presentaba la maqueta del proyecto por el que seis años después está imputado por supuestas irregularidades, legitimaban los 60 millones de euros –de 2008- en una razón de estado.

España sin problemas

La crisis ha sacado las cosas de quicio. No hay duda, las ha desencajado del lugar en el que se sostenían, básicamente, la mentira. La fantasía: “Este edificio refleja el avance, la modernidad y el progreso. Es la primera obra del siglo XXI”. El entrecomillado mortal de Calatrava, aquel día en el que se había ganado los casi tres millones por la maqueta, es el gesto que persigue la normalidad de una comunidad sin problemas, ni litigios. Una nación que sueña con la unidad y la estabilidad, desea el avance, la modernidad y el progreso, no la reivindicación de sus derechos o las manifestaciones que cuestionan la gestión de los recursos públicos.

La crisis ha desnudado a Calatrava y a sus cómplices. Los mismos que antes le perseguían para pedirle un piso, ahora le ponen un pleito: en la Ciudad de las Artes y las Ciencias el Ágora tiene goteras; no ha dado una solución al revestimiento cerámico y ruinoso de la cubierta del Palau de les Arts; condenado en Oviedo a indemnizar con tres millones de euros por los fallos en el Palacio de Congresos; Venecia le ha abierto un juicio por un sobrecoste de casi cuatro millones en un puente; en Bilbao, el puente de los tortazos en invierno; las goteras del edificio de las Bodegas Domecq, en Vitoria; los vecinos de Jerusalén le han llevado a la corte suprema de justicia por un puente colgante; el concejal de Holanda que se queja de los tres puentes que se han oxidado al año de su inauguración

Calatrava era un espejismo, como la fantasía llamada España. Una fantasía nacional parecida al castillo de la bella durmiente, en Disneyland París, que ha entrado en colapso económico, político y de representatividad. “La fantasía de normalidad democrática ha empezado a mostrar sus propias fracturas estructurales”, escribe Luisa Elena Delgado, en el ensayo La nación singular (Siglo XXI). “En su lugar, vemos una involución, un retroceso a retóricas y políticas de gesto incuestionablemente autoritario”.

El triunfalismo de la identidad española ha fracasado. El último golpe a la “marca España” es la imagen de un insigne buque escuela de la Armada cruzando los mares, cargado hasta las trancas de cocaína. En ese mismo sentido, los impudorosos proyectos de Calatrava con cargo al maltrecho erario público se revelan ahora como el artificio que se empeña en borrar los conflictos y las tensiones. Unos fuegos artificiales para embobar al personal, mientras quienes los lanzaban al aire reclamaban un patriotismo sin complejos y escondían los asuntos que preocupan a los españoles, básicamente el paro y la corrupción de quienes les engañan. ¿Qué usarán ahora para reivindicar la cohesión de la nación una vez se ha descubierto que el emperador está desnudo?

Con cada edificio de Santiago Calatrava que cae, cae un pedacito de aquella España que se construyó en falso, con el encargo de cohesionar un país en contra de la manifestación, el litigio o el debate. Un país normal, sin algaradas. Uno de esos con un sentido incuestionable de pertenencia a la nación, por encima de otras cuestiones. Un país en el que el apego nacional se reflejaba en el orgullo de su expresión cultural, creada por unas mentes privilegiadas para el diseño, la pintura, la música, el cine y, claro está, la arquitectura.

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