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El último impostor: el libro que Alfonso Guerra preferiría que no leyeras
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Carlos Prieto

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El último impostor: el libro que Alfonso Guerra preferiría que no leyeras

El 'revival' político de Guerra coincide con el 25 aniversario del ensayo en el que Jorge Semprún destruyó el mito del exvicepresidente en un ajuste de cuentas despiadado

Foto: Alfonso Guerra. (EC/EFE)
Alfonso Guerra. (EC/EFE)

Semana gloriosa para los amantes de la nostalgia en España: han vuelto las guerras culturales de la era Zapatero, las broncas autonómicas, las bullas folclóricas entre el PSOE y el PP. No es raro, por tanto, que el personaje de la semana haya sido Alfonso Guerra, convertido en sofisticado dirigente que abandona su retiro espiritual para salvar a España del desastre en un último servicio a la patria (y ya de paso, vender su último libro: 'La España en la que creo').

Si la semana en que Pablo Casado llamó "felón" a Pedro Sánchez ha sido principalmente un espectáculo teatral, el revival de Alfonso Guerra es sobre todo una impostura: resulta fascinante ver cómo Guerra ha logrado vender otra vez la misma burra que lleva vendiendo cuarenta años: a sí mismo. Porque no hablamos de política, no, sino de individuos. Bienvenidos a la tragicómica historia del pícaro sevillano que logró que todo el mundo le tomara por un estadista...

Hacerle casito

placeholder Portada del libro de Guerra.
Portada del libro de Guerra.

Insistimos: todo esto no tiene nada que ver con la política. Porque lo importante aquí no es que Guerra haya pasado de azote retórico de la derecha a mascota conservadora, tampoco es relevante lo que piense sobre Cataluña, sobre la Constitución o sobre Pedro Sánchez, todo eso es secundario en este artículo, porque quizá lo que Guerra ha tratado de decirnos de verdad en las 200 entrevistas que ha dado esta semana es lo siguiente: "HACERME CASITO".

De hecho, lo más relevante dicho esta semana sobre Alfonso Guerra ha pasado desapercibido. Al menos lo más relevante si lo que nos interesa no es la propaganda sino el personaje. "Alfonso Guerra tenía un punto: su esencia íntima de pícaro sevillano. De repente, contra toda la evidencia, te juraba que jamás quiso ser político: 'prefería la docencia'. Según se calentaba, ay, se atribuía todo, desde el nacimiento del rock andaluz a la caída del muro de Berlín", aseguró en Twitter el crítico musical Diego Manrique.

Es muy probable que Alfonso Guerra se hubiera salido con la suya —pasar a la historia como un intelectual y un estadista en lugar de como el pícaro sevillano que probablemente es— si no se hubiera cruzado en su camino con el escritor Jorge Semprún, con el que protagonizó un espectacular duelo de folclóricas en los últimos años del felipismo.

El guerrismo es un populismo de izquierdas que oculta una práctica autoritaria y sin principios pero que suministra puestos y prebendas

Biografía acelerada de Semprún. Años 40: se afilia al PCE en Francia. Participa en la Resistencia. Detención, tortura y deportación al campo de concentración de Buchenwald. Años 50: Actividades comunistas clandestinas en España bajo el alias de Federico Sánchez. Años 60: Santiago Carrillo le purga del Comité Central del PCE por diferencias ideológicas. Años 80: Felipe González le nombra ministro de Cultura.

22 de julio de 1988, Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno, reacciona así al nombramiento de Semprún como ministro:

Periodista: ¿Ha pensado que Jorge Semprún podría, dentro de unos años, escribir sobre las interioridades del Gobierno, como hizo tras su expulsión del PC?

Alfonso Guerra: Me encantaría que alguien pudiera escribir sobre esta etapa del Gobierno socialista con la honradez literaria y humana con que escribió Semprún aquella 'Autobiografía de Federico Sánchez'. Creo que sería un gran servicio que se haría a la sociedad española".

En efecto, en 'Autobiografía de Federico Sánchez', Semprún había ajustado cuentas con Carrillo por su expulsión del PCE. Lo que no sabía entonces Guerra era que él iba a ser el siguiente en pasar por la trituradora de Semprún…

He aquí el chiste: Semprún sobrevivió a los campos de concentración nazis y a las purgas estalinistas, pero no a Guerra

Ministro de Cultura entre julio de 1988 y marzo de 1991, Semprún no acabó el mandato: en parte porque le cogió el gusto a pisar charcos (sus enfrentamientos con el sindicalismo, con Pilar Miró y con el cine español fueron estrepitosos; Semprún era más de carácter volcánico que de mano izquierda) y en parte porque el guerrismo no le podía soportar: en pleno escándalo Juan Guerra —cuando el hermano del vicepresidente del Gobierno montó un simpático chiringuito a costa del erario público— Semprún salió en televisión para decir que la cosa olía peor que mal: "Lo que era intolerable, pues, había contestado yo a Mercedes Milá, era la conjunción de los tres elementos fácticos: hermano del vicepresidente, ocupación de un despacho oficial, enriquecimiento espectacular probablemente ilícito. Pero los guerristas nunca me perdonaron ese crimen de lesa majestad familiar. Para ellos, las acusaciones contra Juan Guerra eran calumniosas, dependían únicamente de una conspiración política de los medios de comunicación contra la izquierda en el poder. Cualquier otro punto de vista era considerado como una traición", cuenta Semprún en el libro. El caso es que los ministros guerristas dejaron de dirigirle la palabra y la situación se hizo insoportable.

He aquí el chiste: Semprún sobrevivió a los campos de concentración nazis y a las purgas estalinistas, pero no a Alfonso Guerra. El enfrentamiento entre ambos, de hecho, acabó en destrucción mutua asegurada (con los dos fuera del Gobierno por este y otros motivos).

placeholder El libro de Semprún
El libro de Semprún

'Federico Sánchez se despide de ustedes' se vendió como una crónica del paso de Semprún por el ministerio, pero en realidad era un ajuste de cuentas despiadado contra Alfonso Guerra. Un libro con mucha mala hostia. En el modo despectivo con el que Semprún trata a Guerra hay una parte de arrogancia de tinte aristocrático —Semprún no venía de cualquier familia— y otra parte de estupor del intelectual pata negra que se topa con un pícaro con ínfulas (la figura del intelectual de palo es un clásico en España, país con una tradición intelectual tan precaria que algunos tratan a Pérez Reverte como si fuera Foucault).

A tortas

Semprún describe así al "aparato guerrista" en el libro: "Un discurso populista de izquierdas permitía adornar y ocultar una práctica autoritaria y clientelar, desprovista de principios estratégicos y éticos, pero suministradora de puestos y de prebendas".

Pero más que describir al guerrismo, lo que hace Semprún es una valoración clínica del individuo Alfonso Guerra, al que ve como un niño caprichoso con ambición de poder y oculto tras una máscara. Su tesis de fondo es que Guerra es un impostor. Un hombre que se ha trabajado a fondo un personaje en beneficio propio. "La idea que Guerra quería dar de sí mismo en las innumerables entrevistas, a veces largas, prolijas, que concedía regularmente a los medios de comunicación, siempre me ha parecido insoportable. Llena de suficiencia, de megalomanía, de intelectualismo kitsch, de donjuanismo andaluz de la más vulgar especie (¡aquellas páginas consagradas a describir sus noches dedicadas a hacer el amor y a escuchar a Mahler!). Era demasiado fácil —tan fácil que yo era propenso a desconfiar; aquella máscara que Guerra había escogido mostrar, aquella persona que hacía el papel de ser, me parecían tan ficticias, tan impersonales, que sin duda escondían una verdad oscura, tal vez patética, tal vez sencillamente insignificante—, era demasiado fácil, pues, deducir y descifrar una fragilidad esencial, una exageración infantil, una falta evidente de madurez psíquica, en todo caso", escribe Semprún.

Guerra estaba lleno de suficiencia, de megalomanía, de intelectualismo kitsch, de donjuanismo andaluz de la más vulgar especie

La representación de Guerra tenía, según Semprún, el siguiente horario: 24 horas al día/7 días a la semana. No bajaba la guardia nunca, menos aún en el Consejo de Ministros de los viernes, donde interpretaba al estadista cultureta de un modo especialmente histriónico. "La escenificación que hacía Alfonso Guerra de su aparición y de su apariencia comportaba igualmente una sabia utilización del attrezzo: papeles y libros, particularmente. De la cartera que le acompañaba siempre, extraía algún voluminoso dossier, cuyas páginas estudiaba y anotaba sin dejarse distraer por las charlas que le rodeaban. De esa manera demostraba lo contrario de lo que sin duda deseaba probar, subrayando así los rasgos de infantilismo de su carácter. La antesala del Consejo era, en efecto, el lugar menos apropiado para trabajar con documentos importantes. Si estos tenían algo que ver con la reunión que iba a dar comienzo, era evidentemente demasiado tarde para estudiarlos. Si no tenían nada que ver, ningún carácter urgente, cualquier otra ocasión de tomar conocimiento de ellos hubiera sido más oportuna. Lo que estaba claro es que Alfonso Guerra se dedicaba a representar: hacía el papel de un hombre de Estado estudioso y severo. Tenía esa pose. Confundía en suma el Consejo de Ministros con alguna de las compañías de teatro universitario que había dirigido en su loca juventud. Pero no utilizaba solo documentos a guisa de accesorios para sus escenificaciones del viernes por la mañana. También libros. Incluso cuando hacía como si estudiara algún dossier, Guerra colocaba ostensiblemente en el brazo de la butaca un libro abierto y vuelto al revés, de manera que pudiera leerse el título".

Semprún realiza, en definitiva, un perfil de "la personalidad compleja, bastante novelesca, de Alfonso Guerra" porque "se puede ser políticamente nefasto y sin embargo novelesco", y concluye con un diagnóstico entre freudiano y lacaniano: "La vanidad infantil y desenfrenada de Guerra, la desmesura de su megalomanía, los constantes retoques, neuróticos, que añade a su historia familiar —atribuyéndose, por ejemplo, éxitos escolares y títulos universitarios que nunca obtuvo— solo se explican por una patética veleidad de borrar o de compensar los efectos de algún antiguo dolor: alguna herida narcisista. En el plano estrictamente político, esto se traduce en el hecho de que Guerra habrá sido un hombre de resentimiento: sin duda es su manera de imaginarse, con escapismo infantil, ser de izquierdas".

Guerra ha escenificado su papel de antifranquista: no hizo casi nada en la oposición al franquismo y se presentó como heredero suyo

Ya en su salsa, Semprún lleva más lejos la argumentación, y traza una analogía entre la "herida narcisista" de Guerra y el borrón y cuenta nueva de la Transición. Atentos: "Todos estos defectos privados han contribuido a forjar la estatura pública de Guerra. La Transición habrá sido un periodo de amnesia colectiva, espontánea o deliberada, henchida de mala conciencia tanto como de positiva y lúcida voluntad de reconciliación. En este periodo de silencio y de olvido del pasado, Guerra ha escenificado su papel de heredero del antifranquismo. Él, que no habrá hecho casi nada en la oposición al franquismo —o que lo habrá hecho en un periodo en que los riesgos eran ya mínimos—, se ha presentado como heredero de los combatientes. De los vencidos, de los oprimidos, de los desheredados: de los descamisados, en suma, para utilizar la palabra que él mismo pidió prestada a la demagogia populista del peronismo. En la derecha, dentro de la mala conciencia generalizada, el discurso guerrista impresionaba porque remitía a sus representantes parlamentarios a sus orígenes nefandos. Era un discurso que irritaba, pero que instrumentalmente resultaba eficaz: producía rencores, sin duda, pero también dóciles silencios. En la izquierda, en la masa profunda de los militantes que aprobaban la política de la Transición, y que lo hacían masivamente en el secreto de las urnas, la retórica guerrista reconfortaba, removía las ascuas de la ilusión, ayudaba a aceptar sacrificios y frustraciones inevitables. Y tanto más, por otra parte, cuanto que esta retórica no tenía consecuencias prácticas, que era del dominio de lo ideal: bálsamo sobre las llagas de la historia, opio del pueblo".

Sobre la teatralidad de Guerra, concluye Semprún: "No sé, y sin duda no se sabrá jamás —él mismo nunca nos lo dirá—, si Alfonso Guerra interpretaba ese papel público por una especie de instinto teatral, o si había programado sistemáticamente su escenificación. Ciertos indicios me han hecho pensar a veces que esta segunda hipótesis".

Una doble vida

Cuesta abajo y sin frenos, Semprún cae incluso en el fuera de juego libeloso. "Su obra maestra en este terreno [teatral], sin embargo, era el aparato público de su vida privada. Deliberadamente, por medio de confesiones periodísticas sabiamente orquestadas, de reportajes fotográficos de complacencia cómplice, Guerra y sus eventuales consejeros en comunicación, alimentaron la prensa sensacionalista con informaciones sobre su vida sentimental. Toda España podía seguir las peripecias de ese culebrón. Así, era de pública notoriedad, entretenida por la prensa del corazón, que Alfonso Guerra había dejado en Sevilla a su familia legítima, la más discreta de las dos, y que se reunía con ella todos los fines de semana. En Madrid, el resto del tiempo, tenía otro menaje y maridaje, objeto éste de los chismes, dimes y diretes, propios de la villa y corte. Su compañera sentimental era una elegante muchacha de buena familia, muy introducida en la vida artística de la capital".

Alfonso Guerra, hombre de una izquierda de retórica y de resentimiento, vivía como un sátrapa oriental

Quizá consciente de estar atravesando una línea roja, Semprún niega estar recurriendo a la moralina para atacar a un rival político. "Ya se habrá entendido que estas observaciones no tienen carácter ni propósito de censura moral. Que el vicepresidente fuera bígamo, polígamo o incluso, en el peor de los casos, monógamo, no debería importarle a nadie. Al menos en cuanto acontecimiento de su vida privada. Pero era Guerra mismo quien lo transformaba en un asunto público. Hasta publicitario, en ocasiones. Como si hubiera querido demostrarnos que no solo era buen letrado, amante de la poesía y de la música, no solo buen político, émulo de Maquiavelo, sino también irresistible donjuán, feliz de escandalizar por su libertad y su libertinaje a una aborrecida sociedad burguesa. Lo intolerable, sin embargo, en esa vida privada tan ostentosamente colocada a la luz pública, era ver a ese jacobino moralista malgastar el dinero de los contribuyentes para asegurar la protección policiaca vistosa y permanente de sus dos mujeres, sus dos hijos y todo el personal implicado. O sea, que Alfonso Guerra, hombre de una izquierda de retórica y de resentimiento, vivía como un sátrapa oriental".

Niveles de bilis que Soledad Fox Maura, autora de una biografía sobre Semprún —'Ida y vuelta. La vida de Jorge Semprún', que será pronto una serie de Agustín Díaz Yanes—, ve excesivos por vengativos y clasistas:

1) "Es, a su manera, otro relato de venganza que recuerda a la 'Autobiografía de Federico Sánchez' de 1977. De nuevo, el autor vuelve a ser el exiliado bienintencionado que regresa a su patria a asumir un papel político. De nuevo se enfrenta a líderes que subestiman su sabiduría y su talento, y de nuevo se ve obligado a regresar a Francia. Hay algunas diferencias significativas, por supuesto. Uno de los relatos versa sobre el PCE y el otro, sobre el PSOE; uno se desarrolla durante la dictadura de Franco y el otro, después de la Transición. Pero ambas son airadas narraciones de venganza".

Semprún había recuperado la peor parte de su verdadera identidad como niño bien madrileño, presto a mirar por encima del hombro a un rival que veía como un advenedizo provinciano

2) "Semprún nunca culpó a González. Estaba demasiado ocupado echándole la culpa a su vicepresidente, Alfonso Guerra. Para él, Guerra se había convertido en su archienemigo, y se regodea insultándole insistentemente".

3) "Además de su antagonismo moral con los hermanos Guerra, Semprún sentía también una aversión visceral hacia el vicepresidente. En el extenso retrato que ofrece, dice que no podía soportar los gruesos cristales de las gafas de Guerra, su cara delgada, sus gustos literarios, su voz 'sorda' ni su acento sevillano. Antes de la llegada del que sería ministro de Cultura, Guerra era considerado el intelectual del PSOE. Así pues, la rivalidad entre ellos es comprensible, pero para el escritor esa tensión se convirtió en un odio intenso".

4) "Aunque Jorge Semprún abandonara España de nuevo, se nota que había recuperado la peor parte de su verdadera identidad como niño bien madrileño de principios del siglo XX, presto a mirar por encima del hombro a un rival que veía como un advenedizo provinciano", escribe Fox Maura.

No estaba muerto

A Guerra no se le vio nunca en recepción oficial alguna, recuerda Semprún, tampoco con esmoquin o frac, jamás se asomó por cena de gala para recibir a jefes de Estado extranjeros. Puro postureo, según Semprún. O "el paripé de desdeñar las pompas del poder, para sacar gloria y ventaja de su aparente indiferencia, celebrada por sus fieles, y para confortar su imagen de austero hombre de izquierdas, próximo a los humildes, a los 'descamisados'".

Aparente indiferencia por el poder. Pues bien: en esas sigue Alfonso Guerra 25 años después, como demuestra la fascinante entrevista publicada hace unos días en este periódico. Fascinante por esclarecedora si uno la lee más en clave personal (Guerra el vanidoso) que en clave coyuntural (Cataluña/Sánchez). "¿Qué líder político tiene hoy paciencia, inteligencia y tenacidad? Ahí está el problema, ¿quién las tiene?", asegura Guerra en la entrevista, en una 'sutil' manera de decir: yo sí que era inteligente y tenaz, no como los niñatos que hay ahora al mando. Pero lo mejor no fue eso...

Yo no tengo vocación política. Yo entré en política porque quería hacer poesía y teatro y me lo prohibían

"Yo no tengo vocación política. Yo entré en política porque quería hacer poesía y teatro y me lo prohibían. Había que luchar contra eso. Me quise ir en 1977, y no me dejaron; me quise ir en 1982, y no me dejaron… No es mi vocación", asegura un indiferente Guerra. ¿Es o no fabuloso?

Como don Alfonso tiene ya una edad y quizá tenga problemas de memoria, vamos a echarle una mano: usted fue vicepresidente del Gobierno (8 años), vicesecretario general del PSOE (18 años) y diputado en el Congreso (27 años). Como cuenta Semprún en el libro, “acumulaba un poder considerable": "Vicepresidente del Gobierno, y a ese título encargado de la coordinación técnica y administrativa del trabajo del Consejo de Ministros; vicesecretario del partido socialista, lo cual le entregaba la dirección del grupo parlamentario que desde 1982 tenía mayoría absoluta en la Cámara y del aparato central del partido, Guerra poseía el control, si no sobre las grandes opciones de estrategia política, que pertenecían a Felipe González, al menos sobre la ejecución y articulación en el día a día de aquellas. Sobre la realidad gris o brillante del poder, de hecho: listas electorales, prebendas y privilegios, puestos claves de la Administración civil".

Pero no. Guerra estaba ahí a disgusto, Guerra no tenía vocación de poder alguna, Guerra pulverizó récords de permanencia en el Congreso de los Diputados (lo dejó a los 74 años) porque le obligaron (¿quién le obligó? ¿la Mara Salvatrucha?), Guerra solo quería dedicarse a la poesía, a escuchar a Mahler y a hacer el amor, pero le liaron. ¡Malditos! Lo de Guerra y la política es como lo del tarambana que sale a tomarse UNA un martes por la noche y vuelve a casa cinco días después... desnudo, con una corbata en la cabeza y diciendo incoherencias ("¡Si a mí no me gusta salir! ¡Me han liado contra mi voluntad!").

Cuando la oposición le puso contra las cuerdas por el caso Juan Guerra, don Alfonso se vio obligado a comparecer en el Congreso. Arreciaban los rumores de una posible dimisión, pero no, su caída no llegaría hasta meses después. Lo que pasó ese día, según recuerda Semprún, es que Guerra sacó lo peor de sí para mantenerse en el poder: "Entonces se desveló la verdadera naturaleza del personaje. Largamente, en un tono arrogante o insinuante, sectario siempre, olvidándose de que era el acusado y no el fiscal, comenzó á sacar trapos sucios, o presentados como tales, de unos y de otros. Citó o hizo veladas alusiones a expedientes confidenciales. Se refirió a correspondencias privadas, de las que uno podía preguntarse cómo habían llegado a sus manos. En una palabra, replicó salpicando de lodo al conjunto de la clase política, utilizando a veces expresiones al borde del chantaje".

Insistimos: Guerra no tenía ningún apego al cargo, estaba ahí contra su voluntad. Eso sí: ¡COMO ME INTENTÉIS MOVER LA SILLA OS MATO A TODOS MALPARIDOS! ¡Caramba con el estadista!

El político que acumuló una cantidad absurda de cargos en democracia, que se atrincheró varias legislaturas en el Congreso con nula actividad parlamentaria, que se resistió con uñas y dientes a dimitir y amenazó con activar el ventilador de mierda para evitar su caída, dice que nunca tuvo ambición de poder alguna. Pues vale. Muy bien. Estupendo. A don Alfonso hay que quererle.

Semana gloriosa para los amantes de la nostalgia en España: han vuelto las guerras culturales de la era Zapatero, las broncas autonómicas, las bullas folclóricas entre el PSOE y el PP. No es raro, por tanto, que el personaje de la semana haya sido Alfonso Guerra, convertido en sofisticado dirigente que abandona su retiro espiritual para salvar a España del desastre en un último servicio a la patria (y ya de paso, vender su último libro: 'La España en la que creo').

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