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Constantino Bértolo, mi maestro
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Marta Sanz

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Constantino Bértolo, mi maestro

El ex editor de Caballo de Troya lleva dando voz, desde 1993 o 94, a jóvenes escritores. Jóvenes por edad o por su potencia para corregir el mainstream

Foto: El editor constantino bértolo (EFE)
El editor constantino bértolo (EFE)

Tal vez sea deformación profesional, pero me encantan las películas de alumnos y profesores. De gente que enseñando aprende o que se redime en su proceso de aprendizaje. Cada vez que ponen en televisión Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967) o El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), lloro como una magdalena: los alumnos se suben en sus pupitres y recitan “Oh, capitán, mi capitán” en un acto de esa solidaridad humanista –o humanoide- capaz de arañar las zonas sensibles de mi cuerpo.

Lo mismo sucede cuando veo a Michelle Pfeiffer haciendo de marine reconvertida en profesora de literatura para delincuentes juveniles en Mentes peligrosas (John N. Smith, 1995); o con Precious (Lee Daniels, 2009), aunque sepa que, bajo la máscara del cine independiente y transgresor, me están chutando en la carótida esa ideología dañina de la superación personal. Luego existen experiencias colegiales que nos quitan la confianza en el género humano. En la narración de procesos didácticos poco idílicos nacen bajo la almohada huevos de escorpiones. Como en Juventud sin Dios (Planeta), de Ödön von Horváth, una novela que si usted no ha leído debería ir a leer enseguida.

Mi maestro y el de muchos otros

Fuera del claustro del hogar he tenido muchos profesores, pero un solo maestro. Constantino Bértolo ha sido el artífice de un proyecto necesario en nuestro panorama cultural: revitalizar la literatura escrita en español dando voz, desde 1993 o 94, a jóvenes escritores. Jóvenes por edad, por originalidad o por su potencia para corregir el mainstream.

Constantino Bértolo ha sido el artífice de un proyecto necesario en nuestro panorama cultural: revitalizar la literatura escrita en español dando voz, desde 1993 o 94, a jóvenes escritores

Constantino hizo ese trabajo desde Punto de partida en la editorial Debate –allí empezaron Luis Magrinyà, Ray Loriga, Begoña Huertas, Germán Sierra, Ana Santos o Josan Hatero-. También en Debate publicó García Valiño una de sus primeras obras Urías y el rey David; hoy con El ruido del mundo (Plaza y Janés) indaga en la importancia de las infancias: desde las traumáticas hasta esas otras en las que los adolescentes imponen imperialmente sus propias reglas, aprovechando las debilidades de unos padres marcados por un sentimiento culpa, a menudo incomprensible en un sociedad donde casi todo el mundo sabe que la eternidad es difícil en las relaciones de pareja. Bajo la apariencia de un thriller psicológico, Valiño pone el dedo en una de nuestras llagas más dolorosas. Una reaparición muy interesante.

Desde Caballo de Troya, pequeño sello dentro del grupo Bertelsmann, Bértolo ha tenido un comportamiento similar al de la rémora del tiburón: ser minúsculo pero imprescindible para preservar la salud, al menos simbólica, del escualo. Constantino, en una paradoja animal propia de los gallifantes, entona el canto de cisne de Caballo de Troya con dos novelas sobre educación: El profesor de literatura del boliviano Christian Vera; y Escarnio del onubense Coradino Vega. Las dos son tremendamente cenizas: frente a la balsámica y a menudo fingida alegría de vivir, en este mundo andamos tan necesitados de cenizos como de empollones.

Precisamente un miembro de la estirpe de los empollones es el narrador-protagonista de Escarnio. Carlos responde al estereotipo del joven de provincias que, gracias a su voluntarismo y aplicación, tiene la oportunidad de ir a Madrid para estudiar Derecho. Carlos, narrador de su propia historia, es un proyecto de desclasado que siente no ya la responsabilidad, sino la carga, de tener que mostrarse agradecido con unos padres que realizan un gran esfuerzo económico para costearle un colegio mayor.

Allí se hará evidente que, por mucho que diga Francis Fukuyama, la Historia no ha llegado a su fin; la democracia es a veces una ficción; y quizá el franquismo no sea una etapa superada, sino un violento e indeleble borrón de aceitosa tinta. Las personas buenas –no exactamente lo mismo que las buenas personas- experimentan en su carne la brutalidad. Se sienten cercadas. En Escarnio la agresión es moral, es política y es física. También sentimental. Frente al mito de la superación y la igualdad de oportunidades, la historia de Carlos se atreve a poner en tela de juicio la fantasía de la libertad presentando tan sencilla como descarnadamente las limitaciones a la hora de elegir.

Escarnio es una lección, sin pretenciosidad estilística, para aquellos que crean que vivimos en el mejor de los mundos

Plantea una visión desoladora de ese humanismo que, en muchas novelas de colegio, aparece en su faceta blanda; frente a la perspectiva naif del humanismo educativo, Vega nos acerca a ese otro humanismo mutante en el que cristalizan las exigencias del Capital y su necesidad de formar personas que se muevan eficazmente en función de un programa de objetivos (goals en la moral económica de los anglosajones). El entusiasmo de Carlos, su confianza, sólo es “una pieza más de la máquina” como le dice su compañero de habitación.

El homenaje a Francisco Tomás y Valiente  funciona como telón de fondo: ni los profesores ni los alumnos honestos encuentran espacio en un lugar corrompido. Escarnio es una lección, sin pretenciosidad estilística, para aquellos que crean que vivimos en el mejor de los mundos. Coradino Vega, con este texto y con el anterior -El hijo del futbolista (Caballo de Troya), una novela sobre los estómagos agradecidos-, se autorretrata como escritor más allá de las deudas con su materia autobiográfica: el escritor es un eterno desclasado y la escritura, hasta la más modesta, un arma de desclasamiento. Vega evita la afectación y con su austeridad intensifica el valor de una mirada reveladora: ésa que es lúcida para elegir lo que es necesario contar.

Con esta cita de Philip K. Dick, a la que se suma otra más tópica de Deleuze, se abre El profesor de literatura de Christian Vera. El foco del relato no son los alumnos, sino un profesor descreído que vende pastillas a sus pupilos a fin de desarrollar su inteligencia. El profesor confía en que su inanidad funcione como una bacteria que, años más tarde, abra los ojos a sus alumnos. Que les muestre la basura. El comportamiento del profesor es más consecuente y misericordioso que el de esos otros maestros que obligan a los niños a beber su propia orina o les arrancan las orejas clavándoles las uñas con la corrupta connivencia de sus padres: los niños son criaturas torturadas por un sistema a lo The Wall de Pink Floyd.

Aun así, Vera, a través de la voz de este libro, manifiesta una confianza demoniaca en un modelo educativo situado en las antípodas de lo que él califica como “humanismo de derecha”: “El profesor de literatura carece de hábitos constructivos tal como sus alumnos, pese a que lee durante todo el día (¿leer es un hábito positivo, constructivo? Nada, nada. Toda esa basura humanista)”. Sin embargo, el retrato externo y mecanizado de un profesor que escribe poemas –hay lucubraciones brillantes sobre el asunto- y, en su inmensa sabiduría es un ignorante o en su ignorancia un hombre sapientísimo, nos ayuda a plantearnos la lectura como bien común, como instrumento contra el daño. Así se indica en el aviso de lectura de la contraportada.

Sospecho que el profesor de literatura es un individuo que no habla de sí mismo en primera persona; una fusión alienígena entre Kafka y Vonnegut: potentes imágenes y parábolas políticas en un universo de ciencia-ficción donde ni la ciencia ni las ficciones lo son tanto. Al final lo que importa es el fondo, la realidad, lo tangible: importa más La Faz -¿les suena el nombre a alguna capital latinoamericana?- que los sueños que el profesor de literatura le cuenta a su psicoanalista. El bagaje onírico del profesor se produce a partir de la masa de realidad de la que forma parte. El profesor de literatura es el relato de un hastío y de una revolución dentro de la Historia. No en sus márgenes.

En el centro mismo de una Historia que borgianamente se solapa con sus ficciones pero que, en lugar de perder trascendencia en el difuminado de los límites –todo vale, nada importa-, se trascendentaliza: al profesor, cuando es un niño, le cuentan que a su prima asesinada se la comió el lobo y él compara el mundo con relatos de zombis que también constituyen la realidad en sí. Tal vez los relatos que en apariencia nos apartan de lo real son los que más nos apegan a las cosas que ocurren. Con libros como éste, más pronto que tarde, la literatura latinoamericana superará su etapa posmoderna. Dura demasiado. Fueron pioneros.

Ese es el título de la novela escrita por Ethel Richardson bajo el pseudónimo de Henry Handel Richardson, que acaba de salir en la colección Rara Avis de Alba. Esta school story cuenta cómo, a poco que nos descuidemos, podemos acabar convertidos en monstruos. Sobre todo si somos una niña. Da lo mismo que vayamos a un colegio presbiteriano de Melbourne  -como es el caso de Laura, la protagonista-, a una escuela católica o a un instituto laico. El proceso de socialización de las niñas es casi siempre una historia de depravación y destrucción moral.

El comienzo del libro genera en los lectores una expectativa de poppy card: estampas casi felices –siempre hay un resquicio que anula la posibilidad de la cursilería- de una niña con imaginación, aficionada a la lectura y con poco talento matemático. La madre le cose un vestido que deberá llevarse a un internado. Ahí, bajo la apariencia del poppy card, el lector encuentra el reverso gótico del almíbar y de la enseñanza: pérdida de la inocencia, luchas de poder, jerarquías, pequeñas corrupciones, falta de naturalidad, mentira, fingimiento, desprecio por los débiles, crueldad… Tributos que el personaje irá pagando para pertenecer a una comunidad donde la integración implica el borrado de toda diferencia: Laura “hubiera rezado por tener los mismos pensamientos que las demás”.

Ethel Richardson, con mucha amabilidad, nos recuerda el lado oscuro de esa civilización que Nietzsche reveló con su propuesta alternativa a la moral de Occidente; por eso, jalona sus capítulos con citas del filósofo. El texto se va ennegreciendo, ensuciando, sobre todo cuando se produce el descubrimiento de una sexualidad que, en el caso de las mujeres, es el único modo de estar en el mundo. Richardson practica un sufragismo precozmente autocrítico cuando reflexiona sobre la tendencia a la dispersión del cerebro femenino o cuando recoge una recomendación de la madre de Laura: “Prefiero que seas buena y útil, antes que inteligente.”

Más allá de la crítica a la uniformización de las individualidades, El principio de la sabiduría –la prudencia- destaca como aproximación al proceso en el que se forja una mirada literaria: el ojo literario es aquel que desde la infancia está capacitado para ver la fealdad

El hecho de que Laura sobreviva a su proceso de socialización aleja el texto de Richardson de cualquier planteamiento demagógico o simplista en materia educativa: no se trata de hacer una exaltación naif del buen salvaje, sino de constatar que a veces se radicaliza demasiado la violencia intrínseca al ejercicio de la educación. Existen ciertas cosas que merece la pena aprender y conductas animalescamente espontáneas que conviene reconducir. Laura aprenderá –posiblemente- a ser escritora sintetizando sus aptitudes naturales con lo que ha aprendido en el doloroso camino de su integración. La justicia o injustica de los límites. La conveniencia de ciertas hipocresías. La necesidad de atenuar la soberbia y el egoísmo primigenios. Es espléndido el final: la inseguridad y la inadaptación que han caracterizado al personaje terminan siendo requisitos básicos para una vida que se pretenda libre.

Más allá de la crítica a la uniformización de las individualidades, El principio de la sabiduría –la prudencia- destaca como aproximación al proceso en el que se forja una mirada literaria: el ojo literario es aquel que desde la infancia está capacitado para ver la fealdad y aprende que mentira, hipocresía y fingimiento no son lo mismo que invención. Por mucho que a veces las emociones verdaderas nazcan del artificio y a la misma Laura “a fuerza de fingir que estaba enamorada, le sobrevino gradualmente un ataque de amor”.

El ojo literario aprende que la verdad a veces está sobrevalorada y se fanatiza adquiriendo la rectitud de un filo. Para escribir buenas historias no hace falta que todo lo que se cuente haya sucedido de verdad; que todas las palabras de una narración sean ciertas. Lo importante es que “todas podrían haberlo sido”. Esta es una novela llena de lecciones que se aprenden sin énfasis pomposo: la mirada de su autora activa el verdadero principio de la sabiduría de una forma saludablemente imprudente. 

Tal vez sea deformación profesional, pero me encantan las películas de alumnos y profesores. De gente que enseñando aprende o que se redime en su proceso de aprendizaje. Cada vez que ponen en televisión Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967) o El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), lloro como una magdalena: los alumnos se suben en sus pupitres y recitan “Oh, capitán, mi capitán” en un acto de esa solidaridad humanista –o humanoide- capaz de arañar las zonas sensibles de mi cuerpo.

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