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María Teresa sí se lee los libros

Es algo que nadie dice pero que todos sabemos, casi una tradición. Se cuentan con los dedos de una oreja los presentadores de libros que

Es algo que nadie dice pero que todos sabemos, casi una tradición. Se cuentan con los dedos de una oreja los presentadores de libros que de verdad se han leído el texto que tienen que presentar. Casi todos hacen lo mismo: sonríen ampliamente, prueban el micrófono con un dedo, ponen cara de suficiencia, por lo común sacan un papel (cuando el presentador es alguien importante ese papel lo han escrito otros) y dice muy sentidas vaguedades que resumen con variable elegancia lo que viene escrito en la solapa o, todo lo más, en la contraportada del libro. Hasta ahí llega la cosa nueve veces de cada diez. Estoy convencido de que, en la inmensa mayoría de las presentaciones, el único de los asistentes que se ha leído de verdad el libro es el autor. Y no siempre: ahí está el caso de Aznar con las memorias que “escribió” sobre sus años en Moncloa o el celebérrimo libro de cuentos infantiles, casi mil páginas, que tanto se vendió gracias a los quince folios que le añadió Ana Botella. Que esos sí los había escrito ella, ¿eh? No había más que leerlos.

Pero eso no ocurre siempre, gracias sean dadas al Cielo. El jueves pasado se llenó el Palomar del Círculo de Bellas Artes (lo llaman “Sala Gómez de la Serna”) para la presentación del último libro del periodista mallorquín Antonio Papell, un hombre tímido y encantador que tiene una irremediable cara del siglo XIX: si van ustedes al Ateneo de Madrid, por ejemplo, y se detienen ante la imponente galería de retratos de ateneístas ilustres, de Galdós a Olózaga, Mesonero Romanos, Alcalá Galiano, Pidal, Argüelles, el duque de Rivas y por ahí, se encontrarán, cincuenta veces repetidos, los bigotes de Papell, idénticos a los de Narváez, O’Donnell y Espartero.

El libro de Papell, que publica Foca y que tiene una portada sin la menor duda diseñada por alguien que odia acerbamente al autor y a la editorial, se titula Zapatero 2004-2008. La legislatura de la crispación, y reunió a una asombrosa cantidad de personalidades de la política, de la cultura y, por supuesto, del “alto” periodismo. Lo presentaban Aina Calvo, alcaldesa de Palma de Mallorca (allí nació el autor); Félix Madero, periodista radiofónico en Punto Radio; Iñaki Gabilondo y, como más rutilante estrella, la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega. Entre el público, de todo: Julián Barriga, Rosa Villacastín, Víctor Márquez Reviriego; el presidente de Baleares, Francesc Antich; Félix Grande, Fernando Jáuregui, mi querido Alberto Moncada, Agustín Valladolid (qué poco nos vemos ya, oh creador mío); Alfonso de Salas, Alejandro Echevarría y hasta Florentino Pérez, que estaba allí no en calidad de ex presidente del Madrid o de empresario todopoderoso, sino como compañero de clase de Papell en la Escuela de Ingenieros de Caminos. Vamos, que no se cabía.

El libro es muy interesante. Papell escribe muy bien; algo abstruso y marmolesco, quizá porque es de Ciencias y, esto sobre todo, porque lleva toda su vida sometido a la terrible esclavitud, amarrado al duro banco de la galera turquesca que es la columna de opinión diaria, el más espantoso de los martirios que se han inventado en periodismo. Eso le destroza el estilo hasta a Garcilaso. Pero este mallorquín honesto y animoso es, además, un estajanovista de la información, y en muy pocas semanas se ha echado al cuerpo 370 páginas en las que se resume, meticulosa y rigurosísimamente, qué andaba haciendo en realidad el primer Gobierno de Zapatero mientras los medios de comunicación empeñados en derribarle a cualquier precio nos volvían locos a todos voceando, día sí y día también, que España se rompíaaa, que iban a vender Navarraaa, que se perseguía a la familiaaa; y, por supuesto, aquella mentira indecente y miserable de que las bombas terribles del 11-M las había puesto ETA, sin duda de acuerdo con ZP, para echar al PP del poder. Casi tres años, día por día, hemos estado todos desayunando con esa patraña encanallada que proferían una sabandija radiofónica y un director de periódico que, de pronto, se sintió el salvador de la Patria y el nuevo Moisés bajando del Sinaí para crear o derribar gobiernos, para convertir en maná el pedregal de las mentiras de Acebes durante aquellos tres tremendos días y, desde luego, para provocarnos a todos unas migrañas espantosas con aquellas portadas demenciales sobre la teoría y práctica del dinitrotolueno, el Chino, Trashorras, la jodía mochila, la Kangoo y la Orquesta Mondragón. Nada de todo aquello era verdad y ellos lo sabían. Pero qué más daba. El señor Codina jamás ha permitido que la realidad le arruine la “primera” del periódico.

Pero Papell no cuenta eso. Qué curioso. Rigoletto Jiménez Losantos aparece nada más que en tres páginas del libro. Ramírez, en una. Acebes ni siquiera viene en el índice onomástico que hay al final, pero es un error de edición porque en el texto sí que se le menciona. El libro se titula, con todo cuidado, La legislatura de la crispación, no La crispación de la legislatura. Y dedica más de la mitad del total de las páginas a relatar por lo menudo, analizándolas con impecable rigor, las numerosas iniciativas que el Gobierno del presidente Zapatero iba tomando mientras todos estábamos pendientes de las infamias de la Cope: desde la ley de matrimonios gays (en realidad es una modificación del Código Civil) hasta la trascendental Ley de Dependencia. Y son muchas más. Siempre pensé que esta legislatura pasada ha sido la más densa y trascendental desde aquella que, hace ahora treinta años, elaboró la Constitución. Ahora, Antonio Papell viene a cimentar con datos precisos y exactos esa percepción que uno, a duras penas, tenía.

La alcaldesa de Palma quiere mucho a Papell y se le nota. Iñaki Gabilondo, que habló durante diez minutos sin leer una sola línea (sólo dijo en voz baja, antes de empezar: “Vamos a ver”, como para coger impulso), expresó con impecable claridad qué pasó durante aquellos cuatro años, y qué no pasó, y desde luego qué pudo haber pasado si la cuadrilla de “conspiradores” (la verdad es que no sé por qué pongo esas comillas) se hubiese salido con la suya.

Pero lo mejor fue lo de Félix Madero. Tan entusiasmado estaba con el libro, tantas y tan enjundiosas cosas dijo sobre el falso (o al menos escaso) cainismo de los españoles; tan brillantemente hizo suyas las ideas de Mario Onaindía (sin citarlo) sobre el famoso “patriotismo constitucional”, que, arrastrado por sus propias palabras, dijo, mirándola a la cara: “¡La vicepresidenta debería leer el libro de Papell, que es magnífico!”

María Teresa sonrió, pero se le quedó mirando con unos ojos de los que salían llamaradas. Cuando le tocó hablar, dijo muchas cosas y muy variadas. Normal. Una vicejefa del Gobierno hace declaraciones hasta cuando tose, eso lo sabemos todos. La ilusión de un país por construir. La seguridad que tiene el Gobierno en sus propias fuerzas y en las de España. La crisis a la que en realidad no hay que llamar crisis, que suena tan malísimamente, sino desaceleración, o aceleración desacelerante, o mejor todavía desaceleración acelerada (“¡Eso se llama frenazo!”, dijo Iñaki Gabilondo). El follón espantoso de los camioneros. Mil cosas. Lo normal. Ahí leía papeles o consultaba notas. Pero cuando se puso a hablar estrictamente del libro, la vice clavó los ojos en Félix Madero, estableció en la cara una amable sonrisa de garduña y, a renglón seguido, sin alzar la voz, diseccionó el texto de arriba abajo, del derecho y del revés; citó frases exactas y corrigió matices, añadió información, elogió unos capítulos más que otros, explicó cuáles eran las críticas de Papell y en qué y por qué no estaba de acuerdo con ellas y, para terminar, lanzó al periodista una frase que era como la dentadura de un tiburón: “Es que, Félix, sí me he leído el libro”.

Carcajada general.

Bajando despacio por la escalera de mármol blanco del Círculo de Bellas Artes (la escalera más bonita que este caballo ha visto en toda su vida), pensaba que uno podrá estar de acuerdo con el Gobierno o no; podrá ponerse de parte de Pepiño, de María San Gil, de Rajoy el de Antes o de Rajoy el de Ahora, de Espe o de Gallardón, de Herodes o de Pilatos, de Ramón o de Cajal. Todo esto está muy bien y es lo lógico, lo habitual, lo cotidiano.

Pero eso de que un presentador demuestre inapelablemente que se ha leído el libro que presenta es una novedad sorprendente. Desde luego, yo no me lo esperaba. Y encima la vice, que curra más que nadie en el Gobierno y que, encima, tiene que mantener sujetos y sosegados a personajes como la ministra Aído, tan monísima de la muerte ella, empeñada en entrar en el diccionario a machetazos de tebeo.

Maritere, hija, tú ¿cuándo duermes?

Ilustraciones de Julio Cebrián

Es algo que nadie dice pero que todos sabemos, casi una tradición. Se cuentan con los dedos de una oreja los presentadores de libros que de verdad se han leído el texto que tienen que presentar. Casi todos hacen lo mismo: sonríen ampliamente, prueban el micrófono con un dedo, ponen cara de suficiencia, por lo común sacan un papel (cuando el presentador es alguien importante ese papel lo han escrito otros) y dice muy sentidas vaguedades que resumen con variable elegancia lo que viene escrito en la solapa o, todo lo más, en la contraportada del libro. Hasta ahí llega la cosa nueve veces de cada diez. Estoy convencido de que, en la inmensa mayoría de las presentaciones, el único de los asistentes que se ha leído de verdad el libro es el autor. Y no siempre: ahí está el caso de Aznar con las memorias que “escribió” sobre sus años en Moncloa o el celebérrimo libro de cuentos infantiles, casi mil páginas, que tanto se vendió gracias a los quince folios que le añadió Ana Botella. Que esos sí los había escrito ella, ¿eh? No había más que leerlos.