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El culebrón del Teatro Real

Ni Boris Izaguirre, cuando escribía (bueno, firmaba) los guiones de aquellos seriales hediondos que nuestras cadenas de televisión importaban de Venezuela, lo habría hecho tan

Ni Boris Izaguirre, cuando escribía (bueno, firmaba) los guiones de aquellos seriales hediondos que nuestras cadenas de televisión importaban de Venezuela, lo habría hecho tan mal. Lo del Teatro Real es un asunto podrido que aburre ya a las ovejas.

 

No les descubro nada nuevo si les digo que el “viceministro” de Cultura, Juan Carlos Marset, mano derecha de César Antonio Molina, llevaba ya tanto tiempo ninguneando al director musical del Real, el ilustre Jesús López Cobos, que éste, visto que ya no tenía con quién hablar, decidió abandonar el intento heroico que emprendió hace siete años (levantar el teatro, crear una gran orquesta de lo que era poco más que una orquesta “de bolos”, como la Sinfónica de Madrid; en resumen, poner al Teatro Real en el mapa operístico del mundo) y largarse con viento fresco. Harto y más que harto. Con él anunció su despedida otro cronopio imaginativo, Antonio Moral, que ha hecho por el lugar más que nadie desde que lo reabrieron. Creo que esto no se puede discutir. Moral ha intentado, en la medida de sus fuerzas, de sus enemigos y de su presupuesto, abrir el Real para que vaya la gente que nunca lo había pisado. López Cobos, con pocos medios y con una inmensa voluntad que hay que calificar de patriótica, ha logrado “ascender”, como dice un amigo mío y colega suyo, a una orquesta que estaba en la zona media de la Segunda División a los puestos de descenso de la Primera. No es poco. Pero se van los dos. Repito: hartos.

Desde que eso sucedió, va ya para dos meses, se abrió la veda. Imagínense a los escualos nadando en círculos alrededor del podio de la plaza de Oriente y del sillón del despacho del director artístico. Vamos, es que ni en los documentales del National Geographic. Cualquiera en su página de periódicos, o en internet, clamaba su profecía. Que Pedrito Halffter deja todo y se viene al Real. Que Pedrito Halffter se viene al Real pero no deja nada, ni Sevilla ni Las Palmas, como si fuera Superman. Que no es Pedrito, no, sino Barenboim. Que tampoco, que es André Previn. Hubo quien lanzó el nombre del venerable Georges Prêtre. ¿Y Rattle? ¿Y por qué no Víctor Pablo Pérez? ¿Y el director de moda en medio mundo, el genial venezolano Gustavo Dudamel?

 

Para la dirección artística se ha repetido hasta el cansancio el nombre de Stéphane Lisnner, uno de los más prestigiosos del mundo, que ya estuvo en el Real y que fue despedido por doña Cuaresma Aguirre por dos razones: porque lo habían nombrado los rojos y porque ella, en realidad, no tenía ni puñetera idea de quién pudiera ser aquel señor. También ha habido algún alma negra y empecatada que ha lanzado el nombre de Calixto Bieito para ocupar ese puesto. Era ya lo que nos faltaba: convertir al Real en el Teatro Chino de Manolita Chen.

 

Lo último: una propuesta en firme al batuta Daniel Harding, un brillantísimo muchacho británico de 33 años que asciende como un cohete en el mundo musical de la “Primera División”. Y, desde luego, con Lissner el la dirección artística. La respuesta de Harding ha sido demoledora, se la dio a Jesús Ruiz Mantilla: “Me fascina Madrid pero, la verdad, no conozco ni el teatro ni la orquesta”. Así que, probablemente, va a ser que no. Lissner, mientras tanto, se monda de risa en Milán mientras ve cómo los responsables del teatro, en la mejor tradición española, van de corte en corte, como el general Prim hace casi siglo y medio, ofreciendo la “corona” musical española a unos y a otros. Una “corona” que nadie de verdadero prestigio quiere.

¿Y por qué no la quiere nadie?

Yo creo que por dos razones. La primera es el dinero. Para estar en la Primera División; para que los mejores instrumentistas del mundo quieran venir a Madrid a tocar en esa orquesta que ya empieza a ser buena, y eso gracias a López Cobos; para conseguir que los turistas que vienen a Madrid (que son muchísimos) exijan a sus agencias una inexcusable velada en el Real, como pasa en Viena, en Milán o en Nueva York, y eso pongan lo que pongan en sus teatros de Ópera, donde hay función todos los días; para que los empresarios hoteleros hagan lo mismo, estimular a sus clientes con una noche en el Real; para que la Ópera, la carísima Ópera, atraiga a la gente y sea un venturoso negocio para todos; en suma, para poner al Teatro Real en el mapa de las grandes atracciones culturales del planeta, hace falta una inversión (que no es un simple gasto) muy cuantiosa y la conciencia de que eso es un buen negocio a largo plazo, no un chiringuito playero de temporada. ¿Quién o quiénes se han planteado poner, juntos y acordes, ese dinero para que despegue el que, por sus asombrosos medios técnicos, es uno de los primeros teatros del mundo? Hasta ahora, nadie.

Y la segunda razón es la política. Es una tristísima desgracia esto. El Real es hoy, más que un teatro de Ópera, un arma arrojadiza o un campo de pruebas para las armas de unos contra otros en la controversia electoral. Cada vez que cambia el Gobierno, ¡o cada vez que cambia el ministro del ramo dentro del mismo Gobierno, que ya es el colmo!, o cada vez que muda el máximo responsable de una de las instituciones que más peso tienen en la vida del Teatro, aparece un listoloscojones (con perdón) que va y dice: “Ahora se van a enterar estos de quién soy yo, voy a poner orden”; y, sin más, se carga todo lo que había, sustituye programadores que piensan a cinco o diez años vista, dinamita no ya el presente sino el futuro, y todo a morir por Dios.

La única solución que yo veo para el Teatro Real no es llamar a Harding, o a Lissner, o a María Santísima. Es crear una institución que esté por encima de los partidos, de las elecciones y de los “zaparrajoys”, de los sucesivos marsets y de todos sus filisteos, que tenga claro lo que hay que hacer… y que lo haga. Que les dejen trabajar a largo plazo, como se trabaja en la Ópera; no con la vista puesta en los cuatro años que duran las legislaturas políticas. Que se reforme ese Patronato en el que, por las razones que voy diciendo, casi nadie se habla con nadie, porque muchos han sido “colados” ahí sucesivamente por unos y por otros. Una institución pura y nítidamente cultural, que disponga del muchísimo dinero que le inviertan instituciones públicas y patrocinadores diversos. Una institución respetada por todos y en la que nadie discutiese nada más que una cosa: la calidad incontrastable de los espectáculos. Y eso no todos los días, sino en los plazos que marcan la propia vida de los teatros de Ópera… y el buen sentido.

Ah, ¿y qué institución podría hacer eso en la España cainita y losántica de la que apenas empezamos a salir en estos meses, y en plena hecatombe económica? Pues yo no lo sé. Incluso la Corona me parece poco. Para poner orden en ese serpentario tendría que intervenir, digo yo, la ONU, o la Cruz Roja, o incluso ACNUR.

Harding, chico guapo y brillantísimo que dirige siempre con la boca abierta: ni lo pienses, chaval. Haz caso a Fancelli: no metas la mano en un avispero que nunca dejará de ser un teatro de segunda mientras no deje de ser un avispero cicatero y politizado.

Pregúntate por qué casi todos los batutas del mundo perderíais el culo si os llamaran del Met, de la Garnier, de la Scala o del Covent Garden, y López Cobos, uno de los mejores directores de Ópera de los últimos cincuenta años, se marcha, harto y más que harto, del Teatro Real de Madrid. Culebrones venezolanos, Harding, los justos y ni uno más.

Ni Boris Izaguirre, cuando escribía (bueno, firmaba) los guiones de aquellos seriales hediondos que nuestras cadenas de televisión importaban de Venezuela, lo habría hecho tan mal. Lo del Teatro Real es un asunto podrido que aburre ya a las ovejas.