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¡Que vienen los rusos! Vuelven las trincheras culturales de la Guerra Fría
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

¡Que vienen los rusos! Vuelven las trincheras culturales de la Guerra Fría

No será una batalla tan violenta, no dejará tantas bajas y ojalá no sea más que una pequeña parodia, pero será un enfrentamiento que tendrá en la cultura un escenario importante

Foto: El 'beso' de Trump y Putin en un mural en Vilnius (Lituania). (Foto: Ints Kalnins/Reuters)
El 'beso' de Trump y Putin en un mural en Vilnius (Lituania). (Foto: Ints Kalnins/Reuters)

Este año se celebrarán los 100 años de la Revolución rusa y el mes pasado se cumplieron los 25 de la desaparición de la URSS (para conocer ambos acontecimientos, recomiendo dos novedades editoriales: el mastodóntico y clásico ‘La Revolución rusa’, de Richard Pipes, en Debate, y ‘Seis años que cambiaron el mundo: la caída del imperio soviético’, de Hélène Carrère d’Encausse, en Ariel). El relato sobre lo sucedido en los 75 años que mediaron entre ambas cosas está más que establecido y es hoy asumido por la mayor parte de la izquierda (sí, hay excepciones, como Izquierda Unida): durante la mayor parte del tiempo, sus dirigentes fueron crueles e ineptos, la escasez fue habitual en casi todos los rincones del imperio y cualesquiera que fueran los beneficios del comunismo en materia de igualdad, no valieron la pena debido a la censura, la privación de derechos fundamentales y la muy extendida miseria.

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La batalla entre el bloque atlántico y el soviético en esos años no solo fue política y militar, sino también cultural, de ideas. Muchos occidentales, aun cuando no fueran propiamente comunistas, o aun cuando supieran lo que en realidad estaba pasando allí, vieron en el mundo soviético una respuesta valiosa al capitalismo, como explica maravillosamente la obra de teatro de Tom Stoppard ‘Rock and Roll’, inédita en castellano y cuya última representación en España la dirigió de manera brillante Àlex Rigola en 2010.

Desde ‘Archipiélago Gulag’ (1973), ha sido muy fácil conocer las atrocidades soviéticas para quien se tomara la molestia de leer

Por lo menos desde 1973, cuando se publicó en Francia ‘Archipiélago Gulag’ (hay edición española en Tusquets), ha sido muy fácil conocer las atrocidades soviéticas para quien se tomara la molestia de leer, pero para muchos izquierdistas —de Sartre a Hobsbawm, pasando por el extraordinario historiador del arte Anthony Blunt, un británico que espió para los soviéticos y llegó a ser responsable de la colección de la reina de Inglaterra: lean el magnífico ‘El espía de Cambridge’, de Miranda Carter (Tusquets)— era una opción ciertamente imperfecta pero válida, como lo eran la China maoísta y el Irán de Jomeini, por el simple hecho de que era una alternativa al liberalismo. Para ellos, cualquier opción era mejor que el liberalismo.

Fascinación por Rusia

Rusia es hoy también noticia por su exitoso intento de ganar una mayor influencia geopolítica y sus posibles conexiones con Donald Trump. Y de nuevo muchos occidentales sienten simpatías por las maneras políticas de ese país: muchos son autoritarios de extrema derecha, pero otros simplemente creen que es bueno que exista un contrapeso al liberalismo de la UE y de Estados Unidos (al menos, hasta el viernes, cuando Trump sea nombrado su presidente).

La fascinación por Rusia procede del hecho de que reivindica algo confuso: no es democrático pero tampoco del todo dictatorial

¿Por qué? Rusia es un país peculiar: tiene un PIB parecido al de España con más del triple de población (y una situación socioeconómica que hace que la nuestra parezca deseable), pero dispone de armas nucleares y siempre acaba estando en el centro de los debates a pesar de que, objetivamente, pueda parecer poco relevante. La fascinación por Rusia solo puede proceder del hecho de que reivindica algo que es confuso para nosotros y culturalmente muy singular, que no es democrático pero tampoco del todo dictatorial, que no es fascista pero tampoco liberal, que identifica la religión y los valores tradicionales con la grandeza del Estado: simplemente, algo más autoritario, nacionalista y orgulloso, que contrapone a lo que considera la debilidad cultural y la falta de osadía congénitas de Europa. En una línea ideológica parecida están el UKIP, el Frente Nacional francés, el gobernante Ley y Justicia en Polonia (a pesar de que es muy antirruso, copia sus métodos) o el Fidesz húngaro.

placeholder El presidente ruso, Vladimir Putin, durante una celebración de la Iglesia ortodoxa. (Foto: Mikhael Klimentyev)
El presidente ruso, Vladimir Putin, durante una celebración de la Iglesia ortodoxa. (Foto: Mikhael Klimentyev)

Y ahí entra la nueva guerra fría que nos espera, tal vez con el raro alineamiento entre Estados Unidos y Rusia, y con ella las trincheras culturales. No será una batalla tan violenta, no dejará tantas bajas y ojalá no sea más que una pequeña parodia del choque que llevaron a cabo durante décadas la KGB y la CIA y sus 'proxies', pero será un enfrentamiento que tendrá en la cultura un escenario importante. Naturalmente, las novelas y las películas son hoy menos importantes que en 1950, 1960 o 1970, y ya ningún servicio secreto confiará en ponerse de su lado a una parte importante de la población de un determinado país subsidiando a sus poetas o seduciendo a su pintores. Europa no pondrá emisoras de música pop para atraer a los jóvenes rusos, ni Rusia pagará ediciones de filósofos subversivos para que circulen por nuestros países (así lo hacían: lean ‘La CIA y la guerra fría cultural’, de Frances Stonor Saunders, en Debate).

Táctica: enmarañar la red

El escenario central es hoy internet, especialmente los medios no tradicionales y las redes sociales. Y ahí Rusia es una maestra de la propaganda gubernamental exterior como quizá no haya ninguna, y ya ha empezado a actuar con la peculiar táctica que tan bien le ha funcionado desde antes de la Revolución, basada no tanto en contar su versión de los hechos, como en enmarañarlos hasta tal punto con rumores, conjuras y noticias falsas que resulta imposible debatir con una mínima certidumbre. Y en afirmar siempre que, si en algún caso viola los derechos humanos, bueno, Occidente es peor. El ‘kompromat’ (la acumulación de material comprometido, sea cierto o no, sobre determinados individuos para chantajearles o algo peor) está a la orden del día (sea cierta o no la existencia del 'kompromat' en el caso de Trump: ¿lo ven? Esa es la táctica, nadie sabe nada, todo es un lío, simplemente no hay verdad).

Siempre que (si en algún caso) se denuncia que Rusia viola los derechos humanos, responden: bueno, Occidente es peor

Siempre he pensado que la política occidental reciente, tanto entre los liberales como entre los no liberales, echaba un poco de menos la Guerra Fría. Esta, al menos, creaba bandos distinguibles, obligaba a ordenar las propias ideas y a poner la cultura al servicio de una causa mayor, unificadora. Para mí era un error, pero sea como sea ahí volvemos: a esa vieja categorización entre prorruso o antirruso, entre luchador por el 'mundo libre' o por 'la liberación de los pueblos', entre 'esclavo del imperio' o 'librepensador', en todas las posiciones políticas y opciones estéticas. Será una lata tremenda, pero habrá que acostumbrarse a ello y, me temo, tomar posición.

Seguramente, en cuatro días tendremos novelas (ya tenemos películas) sobre Snowden o Assange —y si pertenecen a esa vieja categoría llamada 'tontos útiles' o son verdaderos héroes de la libertad—, la toma de Crimea —si es viejo imperialismo o ejecución de un derecho cultural centenario— o el apoyo y/o la financiación de movimientos políticos occidentales por parte de Rusia —¿una renovación de la vieja tradición de sostener partidos comunistas allende sus fronteras o solidaria ayuda a nuevos héroes anticapitalistas?—. Mientras tanto, crucen los dedos por que la guerra fría que tenemos por delante sea menos sangrienta que la anterior y vuelvan a las novelas de Frederick Forsyth y John Le Carré.

Este año se celebrarán los 100 años de la Revolución rusa y el mes pasado se cumplieron los 25 de la desaparición de la URSS (para conocer ambos acontecimientos, recomiendo dos novedades editoriales: el mastodóntico y clásico ‘La Revolución rusa’, de Richard Pipes, en Debate, y ‘Seis años que cambiaron el mundo: la caída del imperio soviético’, de Hélène Carrère d’Encausse, en Ariel). El relato sobre lo sucedido en los 75 años que mediaron entre ambas cosas está más que establecido y es hoy asumido por la mayor parte de la izquierda (sí, hay excepciones, como Izquierda Unida): durante la mayor parte del tiempo, sus dirigentes fueron crueles e ineptos, la escasez fue habitual en casi todos los rincones del imperio y cualesquiera que fueran los beneficios del comunismo en materia de igualdad, no valieron la pena debido a la censura, la privación de derechos fundamentales y la muy extendida miseria.

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