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¿La mejor manera de acabar con la desigualdad? Una catástrofe violenta
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Ramón González F

El erizo y el zorro

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Ramón González Férriz

¿La mejor manera de acabar con la desigualdad? Una catástrofe violenta

La desigualdad casi siempre se ha reducido por medio de la violencia. Tal es el argumento del historiador austriaco Walter Scheidel en su último libro 'El gran nivelador'

Foto: 'El triunfo de la muerte' - Pieter Brueghel el Viejo (1562)
'El triunfo de la muerte' - Pieter Brueghel el Viejo (1562)

Sucedió hace dos millones de años. Un cambio anatómico en el hombro permitió a los humanos empezar a tirar con precisión piedras y otros objetos a cierta distancia, cosa que las especies anteriores -o los primates hoy en día- no eran capaces de hacer. Eso mejoró las habilidades de caza de los humanos. Pero también hizo posible que los individuos normales, sin ningún estatus prominente dentro de su grupo social, se enfrentaran a quienes sí lo tenían con alguna posibilidad de vencerles. Así, cuenta Walter Scheidel, historiador austriaco de la universidad de Stanford, empezó la lucha contra la desigualdad.

Porque la desigualdad casi siempre se ha reducido por medio de la violencia, cuenta en su libro 'The Great Leveler' ('El gran nivelador: violencia e historia de la desigualdad desde la Edad de Piedra hasta el siglo XXI'). Es un libro provocativo y tan omniabarcador -como digo, dos millones de años de historia- que a veces puede suscitar recelo, pero es también muy inteligente y está muy documentado. Después de leerlo, empiezas a mirar el mundo de otro modo: seguramente, más pesimista.

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Ramón González Férriz

La desigualdad y la violencia, por supuesto, son dos rasgos intrínsecamente humanos (así como de otras especies muy cercanas, aunque es posible que esto no fuera así en especies predecesoras). Por supuesto, también es inherentemente humana la lucha contra la desigualdad, y han sido muchos los métodos empleados para ello: el robo o la mendicidad fueron viejas herramientas -mucho más tarde, lo fueron las medidas políticas-, y hoy siguen con nosotros otros recursos para hacer daño a la autoridad que genera las desigualdades, de la sátira al chismorreo o la simple desobediencia.

Pero a pesar de ello, los humanos hemos sido muy inefectivos luchando contra la desigualdad. Esta ha sido el estado natural de nuestra vida en común en términos materiales, de estatus y de acceso a las mejores parejas. Y se ha mantenido en toda clase de regímenes políticos, fuera cual fuese su orientación: la política -el Estado como tal- induce casi siempre a la desigualdad. También en las mejores democracias.

Colapsos, pandemias, guerras

Lo peor de todo es que, cuando se ha producido una reducción de la desigualdad, ha sido, como decía, merced a la violencia o a catástrofes de un impacto muy violento. Scheidel afirma que han sido cuatro clases de acontecimientos: el colapso de grandes estados, como en el caso de la caída del Imperio Romano, las devastadoras pandemias como la Peste Negra en la Europa medieval, las grandes revoluciones como la rusa o la china (no tanto la francesa), o las guerras que implican una movilización masiva, como la primera y la segunda mundiales. Con esos acontecimientos, la desigualdad se reduce, pero poco después vuelve a remontar.

Cuatro acontecimientos reducen la desigualdad: el colapso de grandes estados, las pandemias, las revoluciones y las guerras

El libro entra en muchos detalles, a pesar de las dificultades de calcular la riqueza o los ingresos en un período de tiempo tan largo. Pero por lo que nos atañe -a los que vivimos tras una crisis financiera larga, cruel y, sí, profundamente desigual-, Scheidel es claro: el aumento de la desigualdad ha sido, en términos históricos, pequeño. Es indiscutible, como afirma Thomas Piketty, que ha sido muy relevante si miramos los últimos cincuenta años: no se trata de rebajar su importancia o su dureza para muchos, sobre todo los más débiles. Pero mirado en términos históricos, con un foco más amplio, ha sido pura rutina. Como afirma Scheidel, los empobrecidos del mundo desarrollado siguen estando comparativamente mejor que las clases medias de los países en desarrollo, e incluso en el mundo en desarrollo muchos indicadores señalan que las clases bajas están mejor que en el pasado. Lo cual, por supuesto, no debería llevarnos a la complacencia.

En este mismo periódico se ha desarrollado una interesante discusión sobre la desigualdad en nuestros tiempos en este artículo y este (Juan Ramón Rallo recopiló todos los artículos de la polémica aquí). Hay libros extremadamente interesantes sobre el tema, como 'El Capital en el siglo XXI', de Piketty -que afirma que cuando el crecimiento es bajo, como ahora, la riqueza cobra más importancia-, 'Desigualdad global' de Branko Milanovic -que sostiene que vivimos en la era más desigual de la historia y que la desigualdad es mala para el crecimiento, en contra de lo que se creyó durante mucho tiempo- o 'Desigualdad: ¿qué podemos hacer?' de Anthony Atkinson -que reclama contundentes medidas gubernamentales en forma de impuestos y redistribución para reducir la desigualdad-. (Los tres libros están escorados hacia a la izquierda. Diría que es un asunto que preocupa más a la izquierda.)

Yo no entraré en la discusión económica porque no estoy capacitado para ello, pero sí hay un hecho interesante para nuestra generación: en Estados Unidos, por ejemplo, la desigualdad ha crecido durante la crisis, principalmente, porque los ricos se han vuelto mucho más ricos. En España, en cambio, la desigualdad se ha producido porque los pobres se han vuelto mucho más pobres; aquí, hasta los ricos han perdido riqueza con la crisis.

Preguntas pertinentes

Pero, en todo caso, el libro de Scheidel, con toda su crudeza, da pie a algunas preguntas pertinentes para una sociedad en la que, objetivamente, el bienestar material para casi todo el mundo es mayor en casi cualquier otro momento de la historia, pero amplias capas de la sociedad, motivadas por una angustia objetiva, creen que no es así y que las injusticias de nuestro orden social son tan clamorosas como las feudales o las del mundo victoriano. ¿Es así porque no le damos tanta importancia a cómo estamos nosotros en términos absolutos sino a cómo nos sentimos en comparación con los demás?

En ausencia de grandes acontecimientos violentos, por mucho que hagan las políticas fiscales o redistributivas, no será fácil reducir la brecha

Scheidel avisa de que es probable que la desigualdad siga creciendo. En ausencia de grandes acontecimientos violentos como los cuatro mencionados, que probablemente no se repitan en Occidente en un futuro previsible, por mucho que hagan las políticas -fiscales, redistributivas o de otro tipo-, no será fácil reducir la brecha. Lo peor de eso, en cierto sentido, no es que tengamos diferencias de ingresos, sino que con una gran desigualdad se rompe el ascensor social: los hijos de los menos beneficiados tienen siempre menos posibilidades de llegar a la cumbre laboral o de ingresos cuando la desigualdad es mayor, y se perpetúa una injusticia manifiesta: que tu futuro dependa, más que de tu talento, de dónde has nacido o quiénes son tus padres. (En una entrevista reciente, Milanovic afirmaba que, si eres español, un 50 por ciento de tus ingresos se deben, precisamente, a haber nacido en España; un 20 por ciento, a quiénes sean tus padres, “y solo luego viene el esfuerzo, la suerte, la raza y el género”)

Pero también hay otras posibilidades. Una sería asumir que el siglo XX ha sido tan extraño (dos guerras mundiales, dos grandes revoluciones) que es imposible saber qué sucederá de ahora en adelante; quizá la historia deje de ser una guía y se rompa la tendencia. La otra, por supuesto, es que volvamos a recurrir al novedoso sistema de arrojar piedras y lanzas que descubrimos hace dos millones de años y que hagamos otra revolución: en ese caso, seríamos menos desiguales, pero todos más pobres. ¿Valdría la pena?

Ya les he dicho que el libro de Scheidel da que pensar.

Sucedió hace dos millones de años. Un cambio anatómico en el hombro permitió a los humanos empezar a tirar con precisión piedras y otros objetos a cierta distancia, cosa que las especies anteriores -o los primates hoy en día- no eran capaces de hacer. Eso mejoró las habilidades de caza de los humanos. Pero también hizo posible que los individuos normales, sin ningún estatus prominente dentro de su grupo social, se enfrentaran a quienes sí lo tenían con alguna posibilidad de vencerles. Así, cuenta Walter Scheidel, historiador austriaco de la universidad de Stanford, empezó la lucha contra la desigualdad.

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