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Libros asombrosos que explican por qué no te comportas racionalmente
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Libros asombrosos que explican por qué no te comportas racionalmente

A principios del nuevo milenio una nueva generación de ensayistas comandada por Malcolm Gladwell empezó a publicar historias excéntricas y apasionantes sobre nuestro comportamiento

Foto: El cerebro está diseñado para adaptarse a los cambios externos (Fuente: Jesse Orrico| Unsplash.com)
El cerebro está diseñado para adaptarse a los cambios externos (Fuente: Jesse Orrico| Unsplash.com)

Era un grupo de periodistas, economistas y científicos sociales sin relación entre sí. Pero, a principios de los 2000, empezaron a publicar libros con dos rasgos en común. Por un lado, contaban historias raras, excéntricas y al mismo tiempo cotidianas, que a pesar de su extrañeza eran reconocibles para un lector medio. Por el otro, demostraban, recurriendo a estudios de psicología, sociología o economía, que el proceder de los protagonistas de esas historias peculiares respondía a lógicas conocidas, a constantes en el comportamiento humano, que no era del todo libre. Vendieron millones de ejemplares.

Tres de esos libros eran 'El punto clave', de Malcolm Gladwell (2000), 'Freakonomics', de Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner (2005) y 'El economista camuflado', de Tim Harford (2006). Eran libros asombrosos que pretendían explicar las actuaciones de los humanos: por qué en un momento lo que era una tendencia aislada o incluso una extravagancia se convierte en una tendencia mayoritaria (de la misma manera que sucede con las epidemias), las raras conexiones existentes entre conductas aparentemente inconexas (como las de los luchadores de sumo y los vendedores de rosquillas en Washington), cómo funcionan sectores de la economía tan distintos como los de el café y los coches de segunda mano o a quién beneficia en realidad la inmigración.

Esta semana, Taurus reedita dos magníficos libros de Gladwell, 'El punto clave' e “Inteligencia intuitiva'. Ambos tienen muchos puntos en común. Para empezar, como decía, un estilo endiablado que hace que se lean casi como novelas cuya trama consiste en identificar al asesino (aquí, lo que se trata de identificar es por qué las personas hacemos lo que hacemos), la fascinación por la mente humana y la mezcla de recursos periodísticos con estudios psicológicos y sociológicos.

Pero el rasgo más interesante de estos dos libros (no es el caso de otros de Gladwell) es la manera en que ponen en duda la racionalidad del ser humano, la idea comúnmente aceptada de que tomamos las decisiones de una manera consciente y racional para, como dicen los economistas, maximizar nuestros beneficios. Es decir, la idea de que hacemos las cosas que más nos interesan, nos dan más dinero o más placer.

Ventanas rotas

En “El punto clave”, por ejemplo, Gladwell investiga por qué unos determinados zapatos que ya casi nadie se ponía en Estados Unidos -una especie de mocasines- volvieron a ponerse de moda y arrasaron en el mercado: la explicación era que existen personas inusualmente influyentes, y que si estas adoptan cierto estilo de vestir, la gente las imita enseguida, cosa que no conseguiríamos la mayoría de los demás. Y también, en un caso más serio, por qué la la delincuencia bajó radicalmente en Nueva York en los años noventa: no se debió solo a las razones esperadas -como un descenso del consumo del crack o la mejora de la economía-, sino a la teoría de las “ventanas rotas”, según la cual, cuando se permiten delitos menores como las pintadas en el metro o las propias ventanas rotas en los comercios, esto incentiva que los delincuentes crean que los delitos más importantes quedarán impunes. Si eliminas estos delitos casi intrascendentes, los verdaderamente importantes descenderán.

En 'Inteligencia intuitiva', Gladwell explica que nuestro cerebro no funciona como muchas veces creemos. No se detiene a pensar cada acción que emprendemos, sea grande o pequeña, sino que posee una especie de mecanismo inconsciente -pero que no tiene nada que ver con el inconsciente freudiano- que, por así decirlo, toma las decisiones por nosotros. El cerebro sabe cosas que nosotros no sabemos, y hace cosas, también por así decirlo, sin consultarnos. Por ejemplo, un grupo de científicos debía determinar si una estatua era realmente del siglo VI antes de Cristo, como afirmaba el marchante que pretendía vendérsela a un museo por una millonada. Las pruebas científicas decían que sí, que sin duda era de esa época, pero a algunos de esos científicos algo que no sabían identificar les decía que no: percibían que su cerebro -el pensamiento racional- les estaba engañando. Eran expertos, pero al final se dejaron guiar por una intuición. Y acertaron: la estatua era falsa.

El cerebro sabe cosas que nosotros no sabemos, y hace cosas, también por así decirlo, sin consultarnos

Cuando se publicaron estos libros, el mensaje no era nuevo, puesto que circula con muchas pruebas desde los años setenta del siglo XX (les vuelvo a recomendar 'Deshaciendo errores' (Debate), el libro en el que Michael Lewis explica cómo dos científicos lo fueron descubriendo). Pero sí se convirtió en un fenómeno que acababa (estoy simplificando mucho) con el mito, en el que se basan la democracia liberal y la economía capitalista, de que somos más o menos racionales y más o menos egoístas. No: somos animales regidos muchas veces por la razón, sin duda, pero también por impulsos irracionales, deseos de copiar a los demás por estatus, atajos cerebrales, ideas preconcebidas e infinidad de incentivos de los que no somos conscientes.

Lo más inquietante

Lo más inquietante es que muchas veces quienes parecen tener más conciencia de eso son los especialistas de marqueting, branding y relaciones públicas (y, a veces, hasta la policía) y no los intelectuales que les miran por encima del hombro. Hacen mal: es posible que esos profesionales entiendan la realidad humana mejor de lo que lo ha hecho ningún filósofo.

El semanario The Economist recogía hace años un caso que podría haber formado parte de estos libros, y que de hecho dio pie a uno: 'Absolut: Biography of a Bottle', de Carl Hamilton. Se trata de la historia del vodka Absolut, uno de los más vendidos del mundo. Su proceso de comercialización no fue el que podríamos esperar: no existía un vodka para el que se buscó un nombre, se diseñó una botella y se pensó una estrategia de venta. Fue exactamente al revés. Un sueco acudió a los publicistas neoyorquinos de Madison Avenue -los de 'Mad Men'- en 1978 para que pensaran en una imagen que rompiera moldes, empezando por una botella parecida a las bolsas de plasma de los hospitales. Luego dieron con un nombre rimbombante. Le pidieron a Andy Warhol que pintara la botella y le encargaron a la célebre fotógrafa Annie Leibovitz que la fotografiara junto a Salman Rushdie para un anuncio. Solo después se preocuparon de dar con una receta de vodka, que diseñó un científico de bata blanca en un laboratorio.

Los creadores de Absolut sabían que sus clientes creerían que les gustaba el vodka Absolut, pero ellos eran conscientes de que consumimos lo que nos gusta no solo por su sabor, sino porque nuestro cerebro nos dice que es apetecible por razones de estatus, estética o simple capricho.

Todos estos libros, y las decenas de imitadores que desataron, pretenden mirar lo conocido de una manera insólita. También tienen defectos

Esta manera de pensar, todos estos libros, y las decenas de imitadores que desataron, pretenden mirar lo conocido de una manera insólita. Tienen sus defectos: casi siempre parecen dar por hecho que el mercado funciona perfectamente y que las decisiones de las personas apenas encuentran fricciones en la realidad. O establecen semejanzas entre fenómenos dispares primando la espectacularidad frente al rigor. Y muchas veces son simple ciencia pop: una suma de estudios, anécdotas y talento narrativo que te dejan con la boca abierta, fruto de un ingenio descomunal y una selección interesada de anécdotas, pero sin ninguna posibilidad real de falsación o comprobación.

Pero aún reconociendo estas carencias, estos libros, y los de Gladwell casi mejor que ninguno, ponen de manifiesto una verdad amenazadora: que probablemente nuestras teorías sobre cómo conformamos una ideología, una manera de vida, un patrón de consumo o hasta cómo escogemos a una pareja son ya obsoletas, y solo las seguimos manteniendo porque, como diría cualquiera de estos libros, es más fácil y cómodo para nuestros cerebros conservarlas que sustituirlas.

También podría ser que fuera solo el inmenso talento literario de Gladwell y sus colegas lo que nos induce a pensarlo así.

Pero diría que no.

Era un grupo de periodistas, economistas y científicos sociales sin relación entre sí. Pero, a principios de los 2000, empezaron a publicar libros con dos rasgos en común. Por un lado, contaban historias raras, excéntricas y al mismo tiempo cotidianas, que a pesar de su extrañeza eran reconocibles para un lector medio. Por el otro, demostraban, recurriendo a estudios de psicología, sociología o economía, que el proceder de los protagonistas de esas historias peculiares respondía a lógicas conocidas, a constantes en el comportamiento humano, que no era del todo libre. Vendieron millones de ejemplares.

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