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Isaiah Berlin, el hombre que descubrió por qué tienes las ideas que tienes
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Isaiah Berlin, el hombre que descubrió por qué tienes las ideas que tienes

La editorial Página Indómita acaba de publicar en español una antología de ensayos del pensador que decidió un buen día investigar el origen y el poder de las ideas

Foto: Isaiah Berlin
Isaiah Berlin

Durante la Segunda Guerra Mundial, Isaiah Berlin, que antes de la contienda era profesor de filosofía en Oxford, fue destinado a la embajada británica en Estados Unidos para informar a Londres de lo que sucedía en la política de Washington. A pesar de la preocupación lógica por el desarrollo de la guerra, Berlin disfrutaba el trabajo -le chiflaba hablar con gente importante y era un gran chismoso-, y como escribía realmente bien, sus informes eran muy apreciados por sus jefes en Londres.

Un día, en 1944, el gobierno le pidió que volara de urgencia a Gran Bretaña para alguna cuestión burocrática. Como no había otros vuelos disponibles, Berlin tuvo que volar en un bombardero del ejército. Debido a que la cabina no estaba presurizada, se vio obligado a llevar durante todo el viaje una mascarilla de oxígeno, y además estaba a oscuras, por lo que no podía hacer dos de las cosas que más le gustaban en el mundo, hablar y leer; el ruido del avión, además, le impidió dormir. “Me vi obligado a hacer la cosa más terrible: tuve que pensar".

Durante esas largas horas en las que se vio obligado a pensar, Berlin, según contaba él mismo, se dio cuenta de que había dejado de interesarle la filosofía tal como la explicaba en Oxford. Tras la experiencia de estar en la capital política mundial en medio de una guerra catastrófica, las sutilezas del positivismo lógico y de la tradición lingüístico-analítica de Oxford ya no le atraían. Así que en esas horas de reflexión obligatoria decidió que, cuando se acabara su trabajo para el gobierno, se dedicaría a una disciplina que ni siquiera existía: la historia de las ideas. Reconstruiría cuáles habían sido las ideas de los grandes pensadores -especialmente, las de aquellos con los que no estaba de acuerdo- a partir de su biografía, sus experiencias vitales y la relación que tuvieron con la política de su momento histórico. Sus colegas se rieron de él: eso no era una disciplina como dios manda, era poco rigurosa, casi más literatura o periodismo que filosofía seria.

La admirable editorial Página Indómita acaba de publicar en español una antología de ensayos que es, en parte, el fruto de esa decisión incomprendida. Se titula 'El poder de las ideas', y aunque contiene algunos ensayos un poco arduos, es una maravillosa muestra de la obra de un filósofo para el que, como dice el título, las ideas eran muy importantes en el devenir de la historia. Lo que pensamos, lo que creemos bueno o malo, y cómo llegamos a pensarlo, es lo que mueve al mundo. Para bien y para mal. Como a Berlin le gustaba decir parafraseando a Heine, un poeta alemán, no hay que subestimar el poder de las ideas: “los conceptos filosóficos alimentados en la quietud del estudio de un académico podían destruir una civilización”.

Las ideas mueven el mundo

Esta idea, aunque parezca de sentido común, no es simplemente eso. La noción de que son las ideas de los seres humanos las que en buena medida deciden cómo avanza y en qué dirección transcurre la historia es algo más o menos compartido, pero ni entonces ni ahora era aceptada por todo el mundo. Para el marxismo, por ejemplo -en este volumen hay un magnífico retrato del pensamiento de Marx-, la historia tenía una dirección preestablecida. Y esta hacía inevitable que el capitalismo colapsara y, con ello, la llegada del comunismo. Cuando los líderes de Podemos afirmaban hace unos años (ya no lo hacen tanto) que su llegada al poder era inevitable, no solo estaban haciendo las típicas declaraciones de un partido que quiere presentarse como ganador, sino que reproducían la idea marxista según la cual era inconcebible que, en un momento dado, “los de abajo” no se hicieran con el poder gracias a los fracasos del capitalismo.

Que las ideas son las que hacen avanzar la historia es algo más o menos compartido, pero para nada aceptado por todo el mundo

Otra noción a la que se enfrentó Berlin fue a la de Thomas Carlyle, un filósofo escocés del siglo XIX, también mencionado en este volumen, que había desarrollado la idea de que quienes hacían la historia eran únicamente los Grandes Hombres, los héroes políticos que con su carisma y férrea voluntad arrastraban a la historia y a las masas hacia sus ideas y sus concepciones políticas. En su libro 'Sobre los héroes, el culto a los héroes y lo heroico en la historia', Carlyle había llegado a decir que esta, la historia, no es más que la biografía de los grandes hombres.

(En una ironía evidente, al final, las revoluciones que Marx consideraba inevitables y fruto de la acción de las masas siempre llegaron por medio de héroes redentores carismáticos y casi sobrehumanos como Lenin, Castro o, con todas las diferencias, Chávez. Esa ironía está también siempre presente, de nuevo con todas las diferencias, que en este caso son muchas, en la acción política de Podemos.)

El origend e las ideas

Para Berlin lo importante eran las ideas, que constituían el motor del mundo. Por supuesto, esta es una concepción con muchas limitaciones: sorprendentemente, Berlin apenas se ocupó de asuntos económicos o tecnológicos que, aunque son fruto de las ideas de los humanos, tienen, como dice la tradición marxista, un componente “impersonal”: a veces nuestras ideas no son capaces de controlar el desarrollo de las máquinas y las finanzas, que escapan con frecuencia de las ideas que las concibieron. Pero en todo caso, para Berlin, lo que la gente piensa, y en especial lo que piensan los líderes políticos y económicos, es, aunque muchas veces no seamos conscientes de ello, el fruto de una larga tradición de pensamiento que se remonta a un puñado de filósofos o escritores, muchas veces olvidados, que pusieron en circulación nociones que hoy son lugares comunes en un bando político u otro.

Un puñado de filósofos o escritores olvidados puso en circulación nociones que hoy son lugares comunes en uno u otro bando político

Las opiniones de cada uno sobre cómo debería funcionar la política, qué es bueno y qué es malo en el plano cultural -Berlin, por ejemplo, era un internacionalista, pero prestó mucha atención a los nacionalistas y los románticos que hace siglos ya se oponían a lo que hoy llamamos globalización- o qué clase de libertad deben permitirnos ejercer los gobiernos, en realidad casi nunca son propias, sino que forman parte de una herencia que adaptamos a nuestros prejuicios. La tarea del filósofo, al menos como la concebía Berlin, es rastrear el origen de esas ideas, ver qué fuerzas sociales le dieron forma, qué contexto permitió que fracasaran o se legaran casi en secreto para resurgir más tarde, por qué hoy pensamos lo que pensamos.

Berlin fue un hombre moderado, un liberal que a veces estaba en el extremo derecho de la izquierda o en el extremo izquierdo de la derecha. Ciudadano británico, casi siempre votó a los laboristas. Y los pensadores que él más admiró eran ese “grupúsculo de hombres dubitativos, autocríticos, no siempre muy valientes, que ocupan un espacio a la izquierda del centro y que sienten repulsión moral tanto por las caras rígidas que hay a su derecha como por la histeria y la violencia ciega y la demagogia que hay a su izquierda”.

Es una definición a la que me gusta aspirar. Tanto si se identifican con ella como si no, lean a Isaiah Berlin. 'El poder de las ideas' (muy bien traducido por Roberto Ramos y Alejandro Limeres, y con prólogo de Avishai Margalit) es un buen lugar para empezar. Y luego pueden continuar con la magnífica biografía que le dedicó Michael Ignatieff (Taurus), “El estudio adecuado de la humanidad' (Turner), 'Las raíces del romanticismo' (Taurus) o “El erizo y el zorro' (Península), al que le debe su nombre esta columna.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Isaiah Berlin, que antes de la contienda era profesor de filosofía en Oxford, fue destinado a la embajada británica en Estados Unidos para informar a Londres de lo que sucedía en la política de Washington. A pesar de la preocupación lógica por el desarrollo de la guerra, Berlin disfrutaba el trabajo -le chiflaba hablar con gente importante y era un gran chismoso-, y como escribía realmente bien, sus informes eran muy apreciados por sus jefes en Londres.

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