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Si crees que el turismo es un problema en tu ciudad es porque eres rico
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Si crees que el turismo es un problema en tu ciudad es porque eres rico

¿Por qué iba una sociedad a despreciar a quienes contribuyen a su prosperidad?

Foto: Turistas en el barrio de la Barceloneta, Barcelona. (EFE)
Turistas en el barrio de la Barceloneta, Barcelona. (EFE)

Hace un par de siglos, se consideraba que los jóvenes caballeros estadounidenses, británicos y del norte de Europa no disponían de una educación digna de tal nombre -aunque hubieran acudido a una universidad de élite- si no habían estado un tiempo en la Europa del sur, familiarizándose con el arte, la cultura y la historia del que, a fin de cuentas, era el origen de la civilización occidental. A sus ojos, eran lugares un poco atrasados y vulgares, pero interesantes e incurablemente pintorescos. España, Italia, Grecia, ¡cuánta historia y qué atraso!, pensaban muchos de esos aristócratas que pasaban por aquí y que en ocasiones, además de aprender y disfrutar, escribían libros sobre el bello sur. Para los indígenas, los visitantes eran una rara excentricidad, pero también una fuente de dinero a la que era fácil engañar para que se dejara los cuartos. Los meses pasados en el sur de Europa -eso incluía Francia- se llamaban “Grand Tour”. De ahí la palabra “turismo”.

No sé si, desde entonces, las cosas han cambiado mucho o poco. Me lo pregunté la semana pasada, cuando el barómetro semestral del ayuntamiento de Barcelona señaló que, para los barceloneses, no había mayor problema en la vida que el turismo. Es curioso, porque en el informe del mismo ayuntamiento “El producte interior brut de Barcelona”, cuya última edición es de 2016, el sector servicios constituía el 89,6 por ciento de la economía de la ciudad. Llamativamente, en dicho informe no aparecía ni una sola vez la palabra “turisme”; aunque es evidente que no todo el sector servicios se nutre del turismo, parece que este es una molestia horrible, pero que paga una parte importante de las facturas y las nóminas. Es cierto que ahora los turistas no mantienen la etiqueta indumentaria de entonces, ni esa cortesía pública, ni recurren a sumisos sirvientes para que se encarguen de molestos detalles como reservar hoteles y portar maletas: por suerte, aunque a veces nos irrite, nuestros turistas no son los aristocráticos visitantes de las novelas de Henry James o E. M. Forster o esa vieja y respetable clase media que llevaba las guías Baedeker como biblias laicas.

Es una percepción un poco desconcertante. ¿Por qué iba una sociedad a despreciar a quienes contribuyen a su prosperidad? Al mismo tiempo, es comprensible, al menos para quien, como yo, vio cómo el proceso de cesión de la ciudad a los turistas tenía lugar en la Barcelona de los noventa y los dos mil y ahora ve cómo algo parecido está sucediendo en Madrid. No niego que haya argumentos económicos razonables para considerar que muchas ciudades y regiones españolas no tienen más remedio que confiar en el turismo para contrarrestar el impacto económico de la desindustrialización o la menor actividad de la construcción, aunque ahora esta se recupere. Quizá, en verdad, no haya otra opción. Pero es casi inevitable tener la sensación de que gente un poco descuidada, un poco ruidosa y un poco desconsiderada utiliza nuestras ciudades como un espacio en el que rigen reglas distintas -siempre más laxas- que en el país de origen. Si uno tiene cierta edad, no es raro que eso le parezca menos ocio que barbarie.

Una sociedad rica y acomodada

Por supuesto, la cuestión para quienes vivimos en el centro de las ciudades es simple: irnos de ahí. Es un problema menor para quienes vivimos de alquiler o uno un poco más grande, pero no dramático, para quienes tienen un piso en propiedad: estos últimos, hasta pueden huir del turismo mudándose a las afueras pero lucrarse con él alquilando el piso a turistas, ¡negocio redondo! Ojalá todos los problemas fueran tan fáciles de solucionar -que los barceloneses consideren el turismo un problema mayor que el paro es elocuente de lo rica y acomodada que es una parte importante de nuestra sociedad.

El turismo no solo da de comer a mucha gente, sino que casi todos nosotros, en un momento u otro, somos turistas

Pero, al mismo tiempo, las molestias provocadas por el turismo tienen el elemento incómodo que presentan todos los conflictos morales merecedores de tal nombre: el turismo no solo da de comer a mucha gente, sino que casi todos nosotros, en un momento u otro, somos turistas. A mí me molesta que un piso del edificio en el que vivo se alquile por días a turistas, pero al mismo tiempo, escribo esto desde un piso alquilado por medio de una agencia para turistas -tengo la certidumbre de que yo soy más silencioso que quienes suelen ocupar el piso de abajo, pero eso no quita la incomodidad de esta paradoja.

El rechazo al turismo es una forma de narcisismo: yo quiero poder hacer aquello a lo que pondría trabas para que los demás hicieran. Es quizá la paradoja política más bonita de nuestro tiempo: queremos un mundo más abierto, cosmopolita y nómada para nosotros, pero nos resultan casi intolerables las molestias que nos provoca que los demás ejerzan también esa opción.

Hoy, viajar es una vulgaridad cubierta de sudor, colas y lugares comunes que ya no se distingue del puro turismo de masas. Mejor así

El viaje fue durante mucho tiempo una incomodidad, pero que pasada por el cedazo cultural y elitista del libro de viajes, la novela de ambientación exótica o los cuadros de tema mediterráneo u oriental parecía no solo parte de la formación de cualquier persona sofisticada, sino también una especie de emblema de distinción o de osadía. Hoy, viajar es una vulgaridad cubierta de sudor, colas y lugares comunes que ya ni los más pretenciosos tratan de distinguir del puro turismo de masas. Es mejor que sea así: prefiero no ver la Mona Lisa porque hay demasiada gente haciendo cola para verla que restringir el derecho de ver a la Mona Lisa a los pocos aristócratas que puedan pagarse un viaje o la educación que te empuja a querer ver un museo una obra de arte de hace quinientos años.

Nuestros tiempos y nuestro país albergan paradojas, como todos. Diría que, como país que tiene 46 millones de habitantes y recibió en el último año 70 millones de turistas -les escribo desde la isla de Mallorca: 870.000 habitantes y 13 millones de turistas el último año-, mucha gente cree que hay algo humillante en ser un lugar cuyo sector económico más importante es el turismo -ya saben, servir mesas, hacer camas, barrer calles-, pero al mismo tiempo es irrenunciable y nos crea la incómoda y narcisista tentación de querer vetar en los demás lo que disfrutamos nosotros. No tengo solución para eso, pero sí un recordatorio: es un problema de ricos.

Hace un par de siglos, se consideraba que los jóvenes caballeros estadounidenses, británicos y del norte de Europa no disponían de una educación digna de tal nombre -aunque hubieran acudido a una universidad de élite- si no habían estado un tiempo en la Europa del sur, familiarizándose con el arte, la cultura y la historia del que, a fin de cuentas, era el origen de la civilización occidental. A sus ojos, eran lugares un poco atrasados y vulgares, pero interesantes e incurablemente pintorescos. España, Italia, Grecia, ¡cuánta historia y qué atraso!, pensaban muchos de esos aristócratas que pasaban por aquí y que en ocasiones, además de aprender y disfrutar, escribían libros sobre el bello sur. Para los indígenas, los visitantes eran una rara excentricidad, pero también una fuente de dinero a la que era fácil engañar para que se dejara los cuartos. Los meses pasados en el sur de Europa -eso incluía Francia- se llamaban “Grand Tour”. De ahí la palabra “turismo”.

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