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Stranger Things o el arte de maquillar un guion de primaria
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Alfredo Pascual

Chanquete ha muerto

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Stranger Things o el arte de maquillar un guion de primaria

El éxito de la serie de los hermanos Duffer solo puede explicarse a través de una generación que se hace mayor y empieza a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor

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Un momento. Antes de descargar su ira contra mí, o contra el irresponsable que ha permitido esta columna, déjeme que haga una sola precisión: a mí me gusta Stranger Things. Tengo treintaitantos y también me he criado con el repertorio ochentero de Amblin. Quise tener una mascota exótica como Elliott en E.T., me agarraba a los autobuses como Marty McFly y salía en bici con mis amigos creyéndonos los Goonies (yo era el chino).

Con esto quiero aclarar que no soy refractario a la nostalgia sino -como diría nuestro presidente en funciones- todo lo contrario. Usted venda algo interesante que lleve las palabras "píxel", "VHS", "Ceaucescu" o "fútbol vintage" y yo me convertiré inmediatamente en su cliente. En serio, solo tiene que ser interesante, ni siquiera bueno, con una idea original mal ejecutada me conformo. Stranger Things no es ninguna de estas cosas.

Escucho en los cientos, miles de conversaciones de este verano sobre el tema que Stranger Things es puro entretenimiento, como si fuese un concepto universal y objetivo. Mira, mis abuelos se entretienen yendo al médico y a mí me da pánico hasta el pediatra. En cualquier caso, se utiliza el entretenimiento como un escudo contra la crítica, como si buscarle las vueltas a un producto de consumo fuese de mal gusto, más aún cuando nos ha tocado la fibra sensible. ¿Saben a lo que me refiero? Es el mismo fenómeno que blinda a bodrios como Pretty Woman o Forrest Gump: son películas bonitas por aclamación y si a ti no te gustan es porque eres un insensible o un loco.

Solo por lo que me habían contado de Stranger Things, antes de ver un solo capítulo los Duffer ya me tenían comiendo de la mano. Durante la primera hora de la serie creí estar ante el nuevo Breaking Bad: atracón de nostalgia gourmet, repleto de referencias a Amblin Entertainment, que plantea un misterio con desapariciones y experimentos secretos. Además, y es un logro en series con niños, el elenco hace lo suyo y técnicamente es sobresaliente. Solo por este primer capítulo ya valió la pena.

Breaking Bad enganchó a la audiencia con las drogas y terminó por crear un universo narrativo en Albuquerque, Nuevo México, con Walter White erigido en seimidiós. Stranger Things empieza y acaba en la iconografía, es una fachada bonita. Después del primer capítulo, el guion de los Duffer se convierte en el parque temático de la nostalgia, soltando guiños aquí y allá que nada aportan a la historia principal, vista un millón de veces. Están los niños nerdos, el policía alcóholico y bonachón, la madre coraje, el gordito simpático y una base ultrasecreta de la NSA a dos kilómetros de la población civil, porque todos sabemos que a los hombres de negro les va la marcha. Un grandes éxitos de la literatura de Stephen King, en palabras del propio escritor, que se permite la autoparodia ("Eres un auténtico cliché, ¿lo sabes?", le dice Nancy a su novio malote en el capítulo 3). Sí, lo sabemos, Duffers.

Después y hasta el capítulo final, seis horas de ideas gastadas que se sostienen, como pueden, en las interpretaciones de Millie Bobby Brown (Once) y la regresada Winona Ryder (Joyce), cuyo estridentísimo papel conduce siempre a la cuestión de si está Winona haciendo de Winona y su consecuente respuesta: sí. Por el camino hay un misterio extraterrestre, por momentos bochornoso, que se articula a través de dos patas: un monstruo plagiado del Resident Evil y la errática gestión del gobierno de Estados Unidos, que igual se carga a todos los clientes de un bar encontrarse con la niña que permiten al sheriff del pueblo llegar hasta un portal interdimensional que tienen ocultísimo bajo tierra. Al sheriff le sedan y le dejan ir para que se ponga las pilas e investigue, que suficientemente lenta es ya la serie. ¿Por qué ocho capítulos con un valle argumental cuando puedes hacer tres vibrantes? Pues en ese valle me maté yo.

Me sentí traicionado al terminar Stranger Things. La mayor parte del tiempo no me mantuvo entretenido, sino expectante, diciéndole como un tonto a la pantalla: "¡Eso es de Alien!, ¡Y eso de Cuenta conmigo!". El año que viene no recordaré un diálogo o una escena de Stranger Things, porque todo lo que usa es prestado, apenas recordaré que la vi. Siento que los Duffer y Netflix se han aprovechado de mi vulnerabilidad generacional para colarme un trucho que, de no ser por el rollo ochentero, iría de cabeza a las madrugadas de Antena 3. Una aséptica pildorita de nostalgia que no deja poso. Y lo que me preocupa es que nos ha gustado a todos.

Un momento. Antes de descargar su ira contra mí, o contra el irresponsable que ha permitido esta columna, déjeme que haga una sola precisión: a mí me gusta Stranger Things. Tengo treintaitantos y también me he criado con el repertorio ochentero de Amblin. Quise tener una mascota exótica como Elliott en E.T., me agarraba a los autobuses como Marty McFly y salía en bici con mis amigos creyéndonos los Goonies (yo era el chino).