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Que el viejo nos contagie

Murió el domingo, lo supimos el martes. Quizá guardaba en su memoria las imágenes de esas pompas fúnebres municipales, ese dolor institucional que ensombreció la

Murió el domingo, lo supimos el martes. Quizá guardaba en su memoria las imágenes de esas pompas fúnebres municipales, ese dolor institucional que ensombreció la vejez de Alberti, y de otros. Quiso evitar con una argucia de camuflaje que ningún desconocido ilustre fuera a llorarle en ningún tanatorio. Como a tantas otras cosas, también a eso se negó.

Utilizaba con frecuencia la palabra “sistema”, tan anticuada, para nombrar al enemigo mayor. Los enemigos mitológicos y los dioses acumulan atributos y eufemismos; al sol no se le mira a la cara salvo en los himnos belicosos.

“Sistema” quería decir infamia, trampa, tiranía. En los noventa, durante la fiebre altermundista, nos reíamos de la grandilocuencia de esa palabra que se pronuncia siempre esdrújula y apretando los dientes como si uno hiciera un descubrimiento agudísimo que nadie más vio.

Como a las suelas de los zapatos, a las palabras se le pegan inmundicias que luego tienes que limpiar al llegar a casa, y te da tanto asco y tanta pereza que preferirías tirarlos a la basura antes que rascar el excremento o el caramelo. Con las palabras, lo mismo: mejor arrojar “sistema” muy lejos. Aceptábamos ser cursis y quizá románticos, pero nunca ingenuos, cuando finalmente fue la ingenuidad el dalle que acabó con el altermundismo, primer capítulo de la indignación. El comercio justo y la antiglobalización fueron reducidos al subterfugio de un huerto urbano en una terraza hipotecada. Demasiado Rousseau, poca dinamita.

Sampedro, que no escribía para nosotros, sí decía “sistema” muchas veces, una en cada frase, como si de veras eso significara alguna cosa. Sonaba demasiado viejo, sonaba a cinta de casete. Pero Sampedro era viejo, siempre fue un escritor viejo. A mi madre le gustaba, lo entendía. La sonrisa etrusca, sobre todo. Era inadmisible eso. Demasiado humano, demasiado humanista. ¿Y el cinismo? ¿Y la indolencia, el desencanto, la distancia de la inteligencia? ¿No eran ésos los valores del verdadero intelectual?

Muñoz Molina se fustiga en Todo lo que era sólido por la indiferencia con la que los intelectuales dejaron que el monstruo creciera y mutara sin advertir nadie el peligro. Javier Marías se lo recrimina, “eh, si yo lo hacía todos los domingos.” Ya, Javier, pero tú siempre estás enfadado con todo, y así no vale. No sólo fue el negocio. Fueron también las pamplinas que rodearon el negocio: las fundaciones, los observatorios de, los centro de interpretación sobre, los institutos cervantinos, ejem. Los intelectuales estaban demasiado entretenidos con sus juguetes. Y aun peor: no asumieron la pobreza, el voto de pobreza que al intelectual se le exige. 

Escribir es trasnochar y devolver los recibos. Los escritores son burgueses que renuncian al club de campo y se empobrecen por voluntad propia. Pero durante un tiempo no fue así. Aunque suene a fantasía, hubo un tiempo en el que los periódicos pagaban, las universidades contrataban, los ayuntamientos manumitían concejalías de cultura. Ahora la pobreza se impuso; no se venden libros ni se van a vender; no se pagarán derechos de autor y serás engañado por editoriales menores a las que tendrás que agradecer, vasallo tú, que publiquen tu gran novela social. Ahora, por fin, los intelectuales serán miserables. Y tal vez así recuperen la dignidad perdida.     

A José Luis Sampedro no le hizo falta pelear consigo para salvar su dignidad. No escamoteaba. Escribía sobre el llano, en terreno abierto, y hablaba igual de llano, sin trucos. Ahí está el enemigo, llamémosle “sistema” para entendernos. Pero cuidado, decía, el sistema también cuenta con nuestra indignación, también se nutre de la rebeldía que tolera. Terrible paradoja: nuestra bronca fortalece sus posiciones. Nos permiten gritar y berrear golpeándonos apenas, y así el sistema se nos ofrece benevolente, democrático, necesario. ¿No te gusta esto? Ahí tienes la democracia, úsala. Puedes protestar, puedes insultarme si quieres, puedes fundar un partido y presentarte a las mismas elecciones que yo. La democracia es la tiranía del papá que pone las galletas en el último estante y sonriendo le dice al niño “cógelas, ¿no llegas?”.

Murió el domingo, lo supimos el martes. Quizá guardaba en su memoria las imágenes de esas pompas fúnebres municipales, ese dolor institucional que ensombreció la vejez de Alberti, y de otros. Quiso evitar con una argucia de camuflaje que ningún desconocido ilustre fuera a llorarle en ningún tanatorio. Como a tantas otras cosas, también a eso se negó.