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El periodismo, la cultura y la vida

El último Premio Nacional de Periodismo Cultural 2013 analiza su carrera y reflexiona sobre el estado actual del mundo en el que ha trabajado toda su vida

Foto: Antón Castro, Premio Nacional de Periodismo Cultural 2013
Antón Castro, Premio Nacional de Periodismo Cultural 2013

A Gerardo Diego le debo el fervor inicial por el periodismo cultural probablemente. Se murió en el verano de 1987 y de repente el director de El día de Aragón de Zaragoza, Plácido Díez Bella, a los pocos días de haber iniciado mis primeras prácticas de verano en el diario, me preguntó si me atrevería a escribir el artículo de fondo de la página tres. Dije que sí: adoraba la Generación del 27, a pesar de que Diego no era mi poeta favorito. Tenía títulos envidiables: Alondra de verdad, Manuel de espumas y Ángeles de Compostela, y siempre me había fascinado la facilidad de ese poeta a quien llamé en el texto “el último virtuoso”. Un periodista no nace de la nada, ni siquiera cuando no ha pasado por facultad alguna, y yo me había alimentado, con entusiasmo y codicia, en los periódicos, en la revistas, en las salas de cine y de teatro, en los conciertos, en las librerías, en las bibliotecas, en los libros. La curiosidad de entrada, más que la voracidad, fue casi una poética. Un afán. Un modo de estar alerta. Me atraía todo y a todo quería llegar. Las adherencias del tema central conforman un paisaje, una arquitectura, los elementos que llenan las maletas del viajero.

Entre los referentes estaban las series de Manuel Vicent, Inventario de otoño y Las ciudades de la memoria; la primera proponía un viaje en torno a la memoria y a la cultura española mediante una fórmula fascinante: la entrevista-reportaje muy elaborada, donde hablaban tanto el protagonista –Gabriel Celaya, Juan Gil Albert, Juana Mordó, Maruja Mallo, Rafael Alberti, Luis Calvo..., entre otros muchos– como el periodista, que ensayaba unos maravillosos retratos y una descripción de atmósferas. Vicent escribía unas piezas que se me antojaban magistrales, trabajadas con un lenguaje riquísimo y variado, tan preciso como suntuoso, que también nos ponía tras otra estela: el periodismo se hace con palabras y sensibilidad, nace de la observación, de la reflexión, del rigor, de la investigación, de la imaginación y casi de la fantasía, del deseo de apresar una vida y sus circunstancias. Casi todo ello lo veía en la segunda serie: Vicent recorría las ciudades del mundo y llenaba las páginas de sabores y olores, de estados de ánimo, de imágenes y de visiones. Todo un derroche de sensualidad y de evocación. Era, de nuevo, un periodismo amasado de literatura y de impresionismo. O de esa subjetividad que no es infiel a los hechos. Es la realidad y la interpretación de la realidad y el dardo de la poesía.

El periodismo se hace con palabras y sensibilidad, nace de la observación, de la reflexión, del rigor, de la investigación, de la imaginación y casi de la fantasía, del deseo de apresar una vida y sus circunstancias

Había muchas más cosas. Seguía a Ricardo Cid Cañaveral en La calle; los reportajes de Martín Prieto sobre Uruguay o Argentina; leía con fruición los rescates de Pre-Textos de autores como Max Aub o Corpus Barga, me zambullía en las entrevistas de Rosa Montero y en aquellas Conversaciones españolas de Camilo José Cela (que se sumaban a otros libros capitales del género para mí de González Ruano, Salvador Pániker, Ana María Moix o Víctor F. Freixanes, entre otros), en las columnas de Umbral, en las cautivadoras notas de Haro Tecglen, Fernández-Santos, José Miguel Ullán, Rafael Conte, en los maestros de América (desde García Márquez a Capote, Gay Talese o Tom Wolfe) y en tantos compañeros que tenía al lado: en mi periódico o en los de mis ciudades, Zaragoza y A Coruña...

La lista es mucho más amplia, y se ramifica hacia Barcelona, La Coruña, Valladolid, Andalucía, y se multiplica con otras propuestas y publicaciones. Sin decírmelo así, sentía una imperiosa necesidad de saber. De conocer las claves, los entresijos. El periodismo cultural se convirtió en una obsesión, en una pasión, en una vocación y quizá en un destino.

Han pasado muchas cosas en la prensa, en la radio, en la televisión en todos estos años. Más de un cuarto de siglo. En una travesía realmente variada y fascinante, hemos perdido aquel entusiasmo sin límites, casi reverencial, por una canción, una obra teatral, un autor, un poema; los hemos asimilado de otro modo en un tiempo en que la cultura se ha democratizado y se ha amplificado, y quizá se haya banalizado. Las cosas han sucedido como en una película vertiginosa: deprisa, deprisa, con toda la ansiedad de la tierra. La revolución de Internet nos ha cambiado la vida a todos. Ha traído otra concepción del consumo y de sus costes. Nos ha despertado a múltiples y nuevas batallas y a un estado próximo a la incertidumbre. La cultura debe pagarse. Como se paga el fútbol o una cerveza, y a la vez nos ofrece tanto, de modo tan fácil e inmediato, que parece que siempre haya estado todo ahí, así, de modo asequible y gratuito. El periodismo siempre debe atender a la vanguardia, sin olvidar qué somos, quién nos precede, la huella de los maestros: su misión es contar y analizar la contemporaneidad, dar pistas, revelar fenómenos, suministrar claves para comprender qué está pasado, qué nos pasa, qué nos conmueve, qué piensan, qué sienten y qué fabrican los creadores. Y, con ellos, los ciudadanos.

La cultura no es más necesaria, ni menos, que antes. Es imprescindible siempre. Está en el núcleo indeleble de la sociedad. Forma parte de lo que somos

Los fundamentos del periodismo no han cambiado. El periodismo cultural es específico y exigente. Vivimos el mejor momento para ser rigurosos e imaginativos, aunque no estemos en las mejores condiciones salariales y sociológicas posibles. El periodismo cultural es una aventura apasionante y plural. Aborda la materia sensible del esfuerzo, de la creación y el sueño. Informa, invita al debate, descubre volcanes, enciende faros y, fruto de la investigación y del compromiso, denuncia, hunde los dedos aquí y allá en la llaga. No son buenos tiempos para la cultura, quizá porque, en esa deriva que ha tomado la sociedad española hacia la intrascendencia y la frivolidad y el vale todo que lleva a menudo hasta la infamia, se ha quedado ahí, como en tierra de nadie. Como algo necesario y a la vez descuidado, como si afectase únicamente a un extenso colectivo al que se le ha echado encima el sambenito de quejicoso y victimista. Nada más lejos.

La cultura no es más necesaria, ni menos, que antes. Es imprescindible siempre. Está en el núcleo indeleble de la sociedad. Forma parte de lo que somos. Se hace visible e invisible en las pequeñas cosas. Y nuestro oficio enseña a mirar y a percibir, a ser más lúcido, descubre trayectorias, industrias, criaturas, revela día a día los caminos del corazón. Esa tarea de aproximación, de recuento y de crítica hay que hacerla con el máximo respeto, con la mayor intensidad, con bagaje, con todo el amor posible, con paciencia y delectación, sin narcisismo y sin contemplaciones cuando es preciso, con la tenacidad de quien emprende una carrera de fondo que quizá sea inacabable pero que tiene continuos puntos de llegada.

A Gerardo Diego le debo el fervor inicial por el periodismo cultural probablemente. Se murió en el verano de 1987 y de repente el director de El día de Aragón de Zaragoza, Plácido Díez Bella, a los pocos días de haber iniciado mis primeras prácticas de verano en el diario, me preguntó si me atrevería a escribir el artículo de fondo de la página tres. Dije que sí: adoraba la Generación del 27, a pesar de que Diego no era mi poeta favorito. Tenía títulos envidiables: Alondra de verdad, Manuel de espumas y Ángeles de Compostela, y siempre me había fascinado la facilidad de ese poeta a quien llamé en el texto “el último virtuoso”. Un periodista no nace de la nada, ni siquiera cuando no ha pasado por facultad alguna, y yo me había alimentado, con entusiasmo y codicia, en los periódicos, en la revistas, en las salas de cine y de teatro, en los conciertos, en las librerías, en las bibliotecas, en los libros. La curiosidad de entrada, más que la voracidad, fue casi una poética. Un afán. Un modo de estar alerta. Me atraía todo y a todo quería llegar. Las adherencias del tema central conforman un paisaje, una arquitectura, los elementos que llenan las maletas del viajero.

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