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Gilles Villeneuve, 'El Príncipe de la Destrucción', el hijo piloto que Ferrari nunca tuvo
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Javier Rubio

Dentro del Paddock

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Gilles Villeneuve, 'El Príncipe de la Destrucción', el hijo piloto que Ferrari nunca tuvo

“Este coche es una mierda, estoy perdiendo el tiempo. Pero… lo pilotaré… durante todo el día, haré trompos, lo estamparé contra las vallas, haré lo que

Foto: Gilles Villeneuve, 'El Príncipe de la Destrucción', el hijo piloto que Ferrari nunca tuvo
Gilles Villeneuve, 'El Príncipe de la Destrucción', el hijo piloto que Ferrari nunca tuvo

“Este coche es una mierda, estoy perdiendo el tiempo. Pero… lo pilotaré… durante todo el día, haré trompos, lo estamparé contra las vallas, haré lo que usted quiera porque es mi trabajo. Simplemente le digo que no somos competitivos” Nadie se atrevía a hablarle así a Enzo Ferrari, pero Il Commendatore le quería como aquel hijo piloto que nunca tuvo.

GP de Gran Bretaña, 1981. Como siempre, Ferrari veía la carrera en la televisión. Su piloto llegó a la chicane de Woodcote con un monoplaza muy complicado de conducir. Casi de lado, se subió a un piano, hizo un trompo, y arrastró por el camino a Alain Jones y Andrea di Cesaris. Tras una breve pausa, Ferrari exclamó: “Demasiado estrecha esa chicane”.

“Probad a este chico, es un genio”

Aquel joven canadiense llegó a la Fórmula 1 en 1977. Debutaba con un McLaren M23 en Silverstone. El mismísimo James Hunt le descubrió en Canadá. “Este chico es un genio” le dijo a McLaren. “Era mi única oportunidad, tenía que conocer el coche y la pista, tenía que impresionar a todos”. Pero hacía un trompo tras otro, “la única manera de llamar aprender todo era ir cada vez más rápido en cada curva, hasta que hacía un trompo. Entonces sabía que había ido demasiado rápido…”. Incomprensiblemente le dejaron escapar en el equipo británico. Enzo Ferrari le cogió al vuelo.

Nacía así una de las leyendas más extraordinarias de la Fórmula 1. Nadie que fuera testigo de su personalidad en la pista -y fuera de ella- quedó indiferente. Solo Ayrton Senna captó semejante potencia en el imaginario colectivo. Pero mientras el brasileño era admirado y respetado, el “mayor diablo que nunca me he encontrado en la Fórmula 1” (Niki Lauda) fue, además, universalmente querido.

Once segundos más rápido que los demás

“Para él, la cuestión era ser el más rápido, cada vuelta, cada carrera. Creo que ha sido el piloto más rápido que el mundo ha visto”, recordaba su compañero de Ferrari, Jody Scheckter, ante quien perdió el título de 1979 por respetar órdenes de equipo. “Para mí, tenía un control de un monoplaza como ningún otro”, recordaba Mario Andretti, campeón del mundo de 1978, “había veces, cuando le seguía, créeme, sé muy bien hasta dónde podía llegar pilotando…”.

En Watkins Glen, 1979, durante los entrenamientos y bajo un impresionante diluvio llegó a rodar hasta once segundos, sí, once, más rápido que sus rivales .“Creo que el instinto de supervivencia es probablemente crucial”, explicaba una vez para expresar su habilidad, “cuando hago un trompo en la carretera, este instinto me hace intentar actuar y adivinar hacia dónde va el coche. Y siempre busco la salida en situaciones así”.

“Nos enseñó a apreciar las fuerzas que las partes mecánicas han de soportar cuando un piloto se encuentra a sí mismo ante lo desconocido”. Enzo Ferrari, creía que lo había visto todo en su larga vida, hasta que llegó aquel pequeño canadiense que trituraba sus coches para exprimir la última gota de rendimiento. Por ello, le bendijo con aquel maravilloso apodo de más admiración que reproche: 'El Príncipe de la Destrucción'. 

“¡Dadme más caballos!”

En la temporada de 1981, por ejemplo, el propio Ferrari ordenó a sus ingenieros que construyeran diferenciales que resistieran el trato de su piloto ante los problemas de las primeras carreras en Sudamérica. En Zolder '79, remontó desde la posición número 23 a la 3, con tal ritmo, que se quedó parado a pocos metros de la meta, sin gasolina. Sus ingenieros nunca calcularon que se pudiera correr tanto. En una entrevista apareció disfrazado de indio con un gran tocado de plumas. ¿El titular?: “¡Dadme más caballos!”. Los propulsores de entonces rondaban los mil en los entrenamientos. Cómo no iba a adorarle Enzo Ferrari…

“La gente dice que estoy loco porque me ven derrapando muchas veces”, se justificaba en una ocasión el canadiense, “déjame que te diga algo, ¡un piloto de Ferrari que no vaya de lado durante estos cinco años no hubiera sido un piloto de carreras!”. Porque en su experiencia con el equipo italiano sufrió chasis infames que, unidos a su control único del volante, depararon imágenes inolvidables.

Un romántico de la competición”

Como la mítica vuelta final de Dijon en 1979 con Rene Arnoux, tocando rueda una y otra vez. Lauda, Watson y otros más veteranos le abroncaron después. Le traía sin cuidado. Para él, ser piloto de Fórmula 1 era cuestión de raza, un status que permanentemente debía justificarse en la acción. “Era un romántico de las competición”, decía de él Jody Scheckter. El famoso y espectacular incidente de Zandvoort y su retorno a boxes en tres ruedas fue duramente criticado por sus colegas, pero cautivó a millones de espectadores por el espíritu que encarnaba.

Y ello, a pesar de que compitió en 67 grandes premios cosechando tan solo seis victorias. Dos de ellas, mitos de la Fórmula 1. En la primera, Mónaco '81, con un motor turboalimentado de brutal entrega de potencia y un chasis que se doblaba en cada curva, Villeneuve mantuvo a su espalda a Alan Jones durante toda la carrera. El circuito del Jarama era la siguiente parada.

Jarama 81: el mejor regalo a un par de chavales

Aquel fin de semana, dos hermanos españoles se colaban cada día bajo las vallas del Jarama para poder verle. Incluso se colaron en el paddock para fotografiarle. Y aquel tórrido domingo de junio, el 'Príncipe de la Destrucción' obsequió a aquellos chavales con un triunfo único en la Fórmula 1.

El viernes estaba enfurecido y desesperado porque su 126CK Turbo era inconducible. “El comportamiento es terrible, increíble. Ni siquiera puedo ir a fondo en las cuatro curvas más rápidas”. El domingo se colocó segundo tras una gran arrancada. De repente, Alan Jones, se salió cuando marchaba en cabeza. Era la vuelta decimoquinta.

Su chasis era terrible en las curvas, pero frenaba antes, clavaba a sus rivales y aprovechaba la potencia del motor turbo en la salida. Laffite, Watson, Reutemann y De Angelis se pegaron a su rueda pero no encontraron el mínimo resquicio. Así, hasta la vuelta ochenta. Ganó por dos décimas. “Intenté romper sus diferenciales”, le escribió a Ferrari tras la aquella impresionante victoria, “no lo conseguí. Gracias”.

Una sonrisa siempre pegada a su cara

Enzo Ferrari le estimaba tanto que incluso cedió un Fiat a su esposa Joanne, la única excepción con cualquier piloto en la historia de la Scuderia. Ferrari admiraba su clan familiar–con su hijo Jacques- que vivía en los circuitos en una caravana. Fuera del monoplaza, se convertía en un niño grande. Era tímido y reservado, pero siempre con la sonrisa puesta. “Cuando pienso en el hoy en día, lo primero que me viene a la mente era su sonrisa” recordaba Mario Andretti. Y su mirada límpia. “Honesto” era la definición más común entre sus colegas de pista.

Pilotaba como vivía y vivía como pilotaba, ya fuera también su helicóptero Augusta o la increíble motora que necesitaba motores secundarios para salir del puerto de Mónaco, porque los potentísimos propulsores principales que había montado eran ensordecedores. Con su 308GTB de calle, literalmente, aterrorizaba a todos y cada uno de sus pasajeros que se atrevían a subir con el en la vida cotidiana.

En una ocasión, en la bifurcación de Génova y Monaco, un grupo de gendarmes esperaban a un Ferrari que rodaba a velocidad de locura. Al darle el alto, el coche se cruzó en una violenta frenada y quedó parado junto a los agentes. Cuando el primer policía se acercó enfurecido, porra en mano, el conductor sacó tranquilamente por la ventanilla unas fotos, sin decir nada. Al verlas, el agente comenzó a gritar su nombre. Al segundo, todos los gendarmes le rodeaban mientras les firmaba las fotografías.

Al final, sobrepasó el límite

En San Marino '80, Imola, un neumático se reventó inesperadamente y sufrió un impresionante accidente. Perdió la visión durante casi medio minuto, pero salió ileso. “En cien carreras, si tengo cien accidentes, por pura estadística tengo que hacerme daño al menos una vez, tal vez dos o tres”, declararía después, “la próxima hay muchas posibilidades de que resulte herido. Si ocurre, qué se le va a hacer, es un riesgo del oficio. Espero que sean heridas o fracturas que se curen. Lo que sentiría es un accidente como el de Regazzoni. Es terrible, no podría continuar corriendo…” Desgraciadamente profético.

Su personalidad sin dobleces no pudo digerir la traición de su compañero Didier Pironi, cuando este le robó inesperadamente la victoria en la última vuelta del Gran Premio de San Marino Imola 1982. Vivió dos semanas atormentado por aquella traición. En la siguiente carrera, el Gran Premio de Bélgica, “aquel acróbata, siempre en el límite de su coche”, (René Arnoux) desgraciadamente lo encontró para volar hacia los cielos.

En aquel fatídico 8 de mayo de 1982, mientras veía las imágenes en el Telediario, el chaval del Jarama se quedó mudo y anonadado. Y se le partió el corazón. Treinta años después, aún no ha conocido a nadie como Gilles Villeneuve.