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El Barcelona de Leo Messi es un traje demasiado grande para Luis Enrique
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José Manuel García

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El Barcelona de Leo Messi es un traje demasiado grande para Luis Enrique

El mejor jugador del mundo, el mejor de la historia del Barça, se topó con un grave problema: su entrenador no lo sabe. Peor aún: Luis Enrique no quiere saberlo...

Foto: Luis Enrique y Messi, durante un entrenamiento del Barcelona (EFE)
Luis Enrique y Messi, durante un entrenamiento del Barcelona (EFE)

Si vas hoy por los helados campos de Sant Joan Despí, la ciudad deportiva del Barça, detectarás un cierto tufo a quemado y no, no están quemando rastrojos en los alrededores, que por allí verás vías de tren, mucho ladrillo y alguna fábrica: son las entrañas del Barça que humean de dudas y energía quemada. Porque Messi anda enfadado. Enfadado con Luis Enrique, su entrenador, que ha dado el enésimo golpe de “aquí mando yo”, el jefe por encima de todas las cosas, por encima de Messi, llegó a pensar en medio del incendio.

Con sus gafas 'ironman'en los entrenamientos, Luis Enrique parece que aspira a ser un remedo de Viggo Mortensen, el instructor de la teniente O´Neil, aquella corajuda mujer dispuesta a mear más lejos que los 'seals' de la película de Ridley Scott; solo que Leo Messi no aspira a ser el mejor nadador sobre el barro ni a tener músculos de hierro. El mejor jugador del mundo, el mejor futbolista de la historia del Barcelona, se topó con un grave problema: su entrenador no lo sabe. Peor aún: Luis Enrique no quiere saberlo.

Luis Enrique, el futbolista que lloró a moco tendido cuando el duro Tassotti le fracturó la nariz, ya se las tuvo tiesas con Francesco Totti cuando sentó más de tres veces al dios de los romanistas. Lucho, ex futbolista, parece desconocer los códigos no escritos que andan clavados en el alma de cualquier vestuario, y que se refieren al respeto reverencial a una pelota, al hechicero que la domina, al mago que inventa cada día una jugada y hace que todos, el aficionado el primero, duerman cada noche contentos. Le falta empatía al asturiano, le sobra mano derecha y también temple en su látigo.

Le faltó barniz en su mano izquierda, la torera, cuando le dio coba a Gerard Deulofeuen las primeras semanas de julio y lo pasaportó sin más a Sevilla en la primera quincena de agosto. Se abrazó a los mejores jarrones de la planta noble barcelonista para que ficharan a Ivan Rakitic, “el sustituto ideal de Xavi Hernández”, el mago que a finales de junio olía a rancio y que ahora, varios meses más tarde, sigue siendo un futbolista determinante mientras que el croata languidece a bostezos en el banquillo.

El mismo tipo, Lucho, un crack en el asunto de las planificaciones cuando se reunió con su tropa de ayudantes (casi una docena) y concedió licencia a Messi y Neymar para que aterrizasen en Barcelona cuarenta y ocho horas antes del choque de San Sebastián, como si Anoeta y la Real fueran escenario y equipo de la segunda división chipriota. En su megalomanía, Luis Enrique sentó a Messi y Neymar para que vieran en la barrera cómo el aguerrido equipo donostiarra se merendaba a sus compañeros y luego, cuando la cuerda más ardía, les dio pie para que entraran en el baile.

Decía Bertrand Russell que el problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros (creen estarlo) de todo, mientras que los inteligentes tienen la cabeza llena de dudas. Tantos años en el Barcelona, tantos golpes de pecho de amor azulgrana y Luis Enrique sigue sin conocer a los suyos, sin saber de qué pie cojea Messi, dónde le duele más al mejor futbolista. No sabe el (todavía) entrenador del Barcelona que es una falta de respeto dejar al mejor en el banquillo y no tiene ninguna excusa: si consideraba que Messi no reunía la condición física suficiente para un choque tan exigente, mejor que lo hubiera dejado trabajando en Barcelona. Pero no era ese el pensamiento de Lucho. Quería demostrar quién mandaba por encima de todas las cosas, Luis Enrique quería ser Viggo Mortensen por encima de Messi. El asturiano vio cómo se le escapó la tortuga. Después de unos cuantos meses, el técnico (al que los optimistas creían ver un nuevo Guardiola) se puso el traje del Barça, se miró al espejo y quedó compungido. No se reconoció. Le vino demasiado grande el traje para su fútbol tan estrecho.

Si vas hoy por los helados campos de Sant Joan Despí, la ciudad deportiva del Barça, detectarás un cierto tufo a quemado y no, no están quemando rastrojos en los alrededores, que por allí verás vías de tren, mucho ladrillo y alguna fábrica: son las entrañas del Barça que humean de dudas y energía quemada. Porque Messi anda enfadado. Enfadado con Luis Enrique, su entrenador, que ha dado el enésimo golpe de “aquí mando yo”, el jefe por encima de todas las cosas, por encima de Messi, llegó a pensar en medio del incendio.

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