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De Mourinho a Guardiola, el error de entregar al entrenador las llaves de club
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David Espinar

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De Mourinho a Guardiola, el error de entregar al entrenador las llaves de club

Son el caso opuesto al de Rafa Benítez, que a su llegada al Real Madrid prefirió dejarse controlar a dirigir el cotarro. Técnicos que gestionan no sólo lo deportivo, sino hasta la comunicación del club

Foto: Pep Guardiola y José Mourinho se saludan fríamente antes de un Real Madrid-Barcelona. (EFE)
Pep Guardiola y José Mourinho se saludan fríamente antes de un Real Madrid-Barcelona. (EFE)

Los grandes clubes de fútbol equivocan el tiro cuando se entregan a un entrenador y en el trueque entre talento e historia, esta última sale por el desagüe. Son pocos quienes han pensado antes en el estilo o en la tradición que en los resultados y por ello se hipotecan estos valores frente a las presuntas garantías de triunfo.

Los casos de José Mourinho o Louis van Gaal en la Premier League y de Pep Guardiola en la Bundesliga o Luis Enrique en La Liga son los últimos pero en absoluto los únicos. De hecho todos los anteriores pasaron por el campeonato español. El personalismo del gestor de recursos humanos se impone al plan estratégico y mientras los trabajadores estén a gusto con la situación es posible que la ecuación se cumpla. Cuando el jefe pierde su autoridad moral, los naipes del castillo comienzan a fallar y a provocar que la estructura se desmorone. Otra cosa es lo que sucede con Rafa Benítez, que ha preferido dejarse controlar a dirigir el cotarro pese a las facilidades con que se encontró.

Cuestiones deportivas al margen, uno de los puntos en los que se ha producido una mayor cesión es en la comunicación. Es amplia en tanto que la repercusión y visibilidad de los clubes en todo el mundo depende en gran medida de este aspecto. El control que estos entrenadores ejercen sobre el contenido de los mensajes, su número, los destinatarios de las entrevistas y la plantilla es férreo. Las consecuencias derivan en lo inevitable: cuando personas que carecen de formación en un área se encargan de ella, llega el desastre.

No comprenden las entidades que si bien su estrellato depende de los triunfos, su estabilidad y promoción dependen de su imagen. Lo primero puede ser proporcionado por esos entrenadores, lo segundo suele recaer en que el club sea reconocible y transmita cuestiones con las que los aficionados se identifiquen para compartirlas. Mal negocio es limitar el contacto con estos a través de los medios de comunicación. La universalidad de la información actual exige a las organizaciones un papel protagonista que debe ir más allá de veinte textos en las redes sociales y una rudimentaria conferencia de prensa.

Aficionados y periodistas dejaron de presenciar los entrenamientos, el contacto con los jugadores se fue haciendo cada vez más complicado, compartir los viajes y hoteles, insospechado. A través de estos detalles los clubes han derivado en agencias de propaganda, más encargadas de alejar a estos supuestos enemigos de su entorno que de generar grandeza y proximidad. El protagonismo de los entrenadores ha abducido los principios de algunas entidades en otros tiempos modélicas para el periodismo y la gestión de la imagen como el Real Madrid o el FC Barcelona. Lo peor es que técnicos menores y clubes menores asumen como propios estos procedimientos que no hacen sino aumentar aún más sus diferencias con los imitados.

Mourinho, Luis Enrique, Guardiola o Van Gaal comparten su escrupulosidad en lo deportivo y su obsesión con lo accesorio. Sus buenos resultados tienden a ocultar las consecuencias a corto plazo de su gestión corporativa y de eso viven. No se les puede pedir que dirijan los temas de comunicación de un club pero tampoco se les debe permitir hacerlo, contrariamente a lo que sucede.

El capital humano de un equipo de fútbol recae en sus jugadores, pero estos se han convertido en joyas inalcanzables incluso para las portadas de los diarios. Parte de responsabilidad es de los propios futbolistas, que no comprenden que aparecer en la prensa es bueno para ellos porque les sitúa ante la opinión pública y les acerca a personas que pueden seguir sus tendencias comerciales. Entienden que les favorece el mutismo generado por el club al conceder esta gestión a su entrenador porque piensan que así trabajan menos.

Por encima de todos, la institución es la principal perjudicada porque se convierte en un discurso plano, rígido y vacío. Sus principios se desvanecen a ojos de los seguidores y transmiten la sensación de que sus valores dependen del preparador de turno, convertido a causa de las urgencias en un ineficaz jefe de prensa.

Los grandes clubes de fútbol equivocan el tiro cuando se entregan a un entrenador y en el trueque entre talento e historia, esta última sale por el desagüe. Son pocos quienes han pensado antes en el estilo o en la tradición que en los resultados y por ello se hipotecan estos valores frente a las presuntas garantías de triunfo.

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