Es noticia
El último partido en el Calderón fue un funeral
  1. Deportes
  2. Tribuna
Álvaro Rigal

Tribuna

Por
Álvaro Rigal

El último partido en el Calderón fue un funeral

Para lo bueno y para lo malo

Foto: Recuerdos, reencuentros y viejos amigos (Efe)
Recuerdos, reencuentros y viejos amigos (Efe)

A los funerales nunca vamos porque nos apetezca. A los funerales vamos porque tenemos que ir.

Y así fuimos todos ayer al Manzanares, al estadio Vicente Calderón: hablando poco, con la mirada algo perdida, saludando a los conocidos con discreción antes de un partido en el que el equipo no se jugaba ya nada.

Un funeral es por definición un día triste, pero siempre deja muchas más sensaciones que la tristeza, sobre todo si (como era el caso) la muerte se veía venir desde hacía tiempo y estábamos ya preparados para recibir el golpe. Los funerales también son los abrazos, los reencuentros, los afectos, los recuerdos, y toda una sensación de comunidad que nos reconforta cuando nos vamos a un bar después de la misa.

Reencuentros con viejos amigos hubo muchos: Adelardo, Ayala, Leivinha, Futre, Molina, Pantic... y don José Eulogio Gárate (pónganse en pie), el único delantero que ha sido comparado en las gradas con los artistas del Siglo de Oro, y eso que era ingeniero industrial.

Pero en los funerales alcanzamos también una cierta sensación de trascendencia, de habernos asomado por un rato a las cosas importantes, esas que no son fáciles de explicar y que algunos "no pueden entender"

Cosas importantes como que, al echar la vista atrás, el Calderón corease el nombre de Perea, no el del Kun Agüero. Luis Amaranto Perea pudo enseñar a sus hijos cómo volvía a un estadio años después de haberse retirado y recibía una ovación atronadora de miles de personas. Cada uno elige lo que quiere ser.

El Calderón coreó los nombres de Raúl García, de Ujfalusi o de Falcao, pero nadie se acordó de Agüero, De Gea o Arda Turan. Los niños que estaban en el estadio se dieron cuenta y notaron que eso era importante, igual que vieron como al anunciarse el cambio de Tiago todos sus compañeros fueron a rodearle.

Porque las cosas importantes están siempre ahí, en el fondo las sabemos, pero en el día a día se nos olvidan y solo caemos en ellas en las ocasiones especiales. Ayer, en el funeral del Calderón, nos acordamos de que en realidad no queremos ser el tipo que marca el gol de la victoria en una final. Lo que queremos ser en la vida es el tipo que, cuando sale del campo por última vez, ve como el portero de su equipo corre cincuenta metros para darle un abrazo.


Estamos hablando de días en los que miras la vida con otros ojos por un rato y te das cuenta de que lo que siempre das por hecho no es tan normal. Como que tu madre siempre te cocine durante horas ese plato que te gusta cuando vas a comer a su casa, o que siempre haya un ramo de claveles rojiblancos en el córner. Y entonces decides por una vez dar las gracias por lo rutinario y de repente un estadio de Primera División se convierte en una familia que corea el nombre de Margarita.

De todas formas, por mucho que nos quedemos con lo bueno, tampoco nos engañemos: los funerales son muy tristes y preferiríamos no tener que ir nunca a ninguno. Especialmente cuando se da la grotesca situación de que quien organiza el homenaje al muerto son los asesinos.

Apenas se atrevieron a dar la cara, eso sí. El presidente del club por obra y gracia de la apropiación indebida eligió salir de tapadillo y agarrado al brazo del socio número 1. Acaso la forma más segura de ahorrarse la pitada que sí sonó cada vez que desde la megafonía se nombraba al "Wanda Metropolitano", en cuyo palco pronto podremos ver a Rafa, el ministro de Justicia, al testaferro del ático de Ignacio González o a cualquier otro personaje que aparezca en las escuchas de la operación Lezo en las que se hable de pegarle tiros a jueces. Casi se alegra uno de que nunca hayan nombrado a Gárate presidente honorífico para que no tenga que ver el fútbol con semejantes compañías.

Y es que hay que reconocerlo: si lo de las semifinales de Champions fue una derrota con sabor a victoria, lo de ayer fue un día bonito con un profundo regusto a derrota. Fue, de hecho, - atención, duras palabras -, el único día para envidiar al Real Madrid. Porque lo de los títulos nos da igual, no estamos aquí por eso, pero la realidad es que el Madrid tiene un campo más antiguo que el nuestro y está nuevo. En algo se tiene que notar que el club es de los socios: ningún presidente se atrevería a demoler el Bernabéu. Mientras tanto nosotros hemos visto como lo descuidaban, lo abandonaban, lo menospreciaban y lo sometían a oscuras operaciones urbanísticas hasta borrarlo del mapa.

Porque es verdad que hay cosas que nuestros rivales no pueden entender, pero hay otras que desde luego no entienden los individuos que ostentan la mayoría accionarial del club.

¿Cómo van a entender lo que significa ir al mismo sitio durante treinta, cuarenta o cincuenta años de tu vida? Yo tengo 32 años. Voy al Calderón desde que tengo memoria, siempre con mi padre. No tengo ninguna referencia parecida: ni mi casa, ni mi colegio, ni mi universidad, ni mi trabajo... no hay un solo lugar al que haya ido regularmente desde niño. ¿Cómo van a entender la sensación de mirar hacia la tribuna de enfrente, con el sol entre las nubes sobre el río, ver a todo el mundo cantando el himno con las bufandas extendidas y darte cuenta de que lo que ha estado ahí toda-mi-vida no lo volveré a ver más? ¿Cómo van a entender la extrañeza que me está provocando ahora mismo pensar que ya nunca voy a ir al Calderón, que para mí es tan antiguo e inmutable como mi propio nombre?

¿Cómo van a entender el nudo en el estómago cuando ayer se empezó a cantar "Arriba Tomás ese balón" y el cántico se convirtió en una magdalena de Proust? Y de repente soy un niño de siete años sentado en los bancos corridos de hormigón del estadio, aprendiendo a pelar pipas y mirando fijamente al rubio Schuster, porque es el único jugador que diferencio de los demás. ¿Quién puede separar eso de su infancia, de su vida, del camino de vuelta a casa llevando en la mano una banderita con la tela rojiblanca grapada, hasta el piso familiar donde compartía habitación con mi hermana de tres años?

¿Cómo van a entender la emoción cuando Torres marcó ayer dos goles y vino lentamente a celebrarlos a nuestra esquina, justo delante de nosotros? Y de repente tengo 17 años, llevo el pelo largo aunque me queda fatal, estoy perdidísimo en la vida, no tengo ni idea de qué carrera estudiar y ahí está ese chaval que tiene mi edad, que le va anchísima la camiseta del Atleti y que está metiendo goles a pares alegrándonos las tardes en partidos de mierda. Han pasado quince años y somos los mismos. ¡Quince años! El mismo Torres, la misma portería, los mismos goles, la sonrisa, el puño cerrado, la felicidad, el orgullo. Ha pasado de todo, he viajado, he vivido en varias casas, mis padres se han separado, he cambiado de amigos, me he casado, tengo trabajo... pero sigo en el mismo asiento, en la misma grada, celebrando los mismos goles de Torres. ¿Cómo se puede explicar lo que significa eso?

¿Cómo van a entender a Merche, que no fue ayer al campo porque le cedió el abono a su padre de 88 años para que pudiera ver la despedida? ¿Cómo van a entender al señor mayor que se iba tirándole besos al estadio con lágrimas en los ojos? ¿Cómo se pueden explicar tantas tardes, tantas noches, el frío del río en invierno, el calor del hormigón en verano, la lluvia con un chubasquero de plástico, las pipas, las litronas de Mahou, el olor de los caballos de la Policía, los anuncios de Feymaco, Samayco y Mayfeco, los paseos desde La Latina con las calles brillando en rojiblanco, el golpe de sol al final de las escaleras del vomitorio, las vueltas en metro los domingos por la noche después de un empate a cero?

Nos dicen que ahora han construido un estadio mejor. Se creen que con eso ya está todo arreglado porque no lo entienden: un estadio no es lo mismo que una casa.

El estadio ya está hecho, pero la casa la tendremos que hacer nosotros.

A los funerales nunca vamos porque nos apetezca. A los funerales vamos porque tenemos que ir.

Vicente Calderón