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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Símil bursátil de la economía

Mi hija de nueve años me preguntó el otro día: papá, ¿dónde se fabrica el dinero? Y yo, ¿qué contesto? Cuando usted, digno y crédulo ciudadano

Mi hija de nueve años me preguntó el otro día: papá, ¿dónde se fabrica el dinero? Y yo, ¿qué contesto? Cuando usted, digno y crédulo ciudadano de a pie, se tope con un economista en la tertulia o el bar, ruego le pregunte si es economista técnico o economista fundamental. Si fabrica dinero para producir gozo instantáneo o si genera deuda para pagar fugaz placer virtual. O, quizás suene la flauta, si vislumbra futuro y conocimiento que se materializará el día en que una sociedad de 'postconsumo' sereno sea feliz realidad.

El primero es aquel incapaz de predecir cómo tropezará la economía mañana. El segundo no existe, de momento. Cuando regurgite, o al menos palpite, será capaz de describir con su pequeño saber por dónde se despeñará el futuro o, al menos, mostrar indicios de ello. Suponiendo que por entonces quedara algún resquicio de planeta impoluto, libre de depredación humana, contaminación, basura y políticos nefandos. ¿El cambio climático? Comparsa y telonero de lujo de este entrópico folletín.

El analista técnico…

En bolsa hay dos tipos de analistas: el llamado técnico y el analista fundamental. El primero es aquel que, escrutando las pautas y tendencias de las cotizaciones en el pasado inmediato, es capaz de prever el comportamiento que tendrán mañana, se supone. Para ello, se apoyan en diferentes recetas, pautas o guiaburros, desde los ciclos de Dow, las ondas de Elliott, pasado por las series de Fibonacci, hasta llegar a los osciladores estocásticos. Para ellos es papel mojado el aserto de bancos y cajas zombies, susurrando en letra canija al margen para que nadie lo lea, que rentabilidades pasadas no presuponen rendimientos futuros.

Al ser métodos perfectamente conocidos por todos los analistas, unos cuantos piensan que, como todos los colegas acatan la tendencia, ellos, hábiles y espabilados, seguirán la contraria. Estiman que porque la plebe sigue a la masa de expertos, ellos deberán tomar la decisión contraria. Harán lo opuesto de lo que se supone que la mayoría va a decidir, ya que no todos pueden ganar a la vez: el que compra y el que vende, solo el que intermedia.

La otra mitad de los analistas aconsejará lo contrario, haciendo del método acto de fe. Es decir, tomen la decisión que tomen los expertos, hay un 50% de probabilidades de que se equivoquen al tomar una determinada decisión, unos cuantos y, la contraria, el resto. Al creer que una parte seguirá a la teoría y la otra mitad decidirá lo opuesto (se denomina paradoja del galimatías).

Otras veces se precipitarán todos en tropel, obcecados en expectativas triunfales o pesimismo furibundo, como ahora. De esta manera, el sistema se realimenta a sí mismo, auto cumpliéndose la profecía. Todos se ponen medallas, con permiso de alfa, horror de beta y desgracia de crédulos ahorradores sofisticados en sus errores: se denomina burbuja, tal cosa tiende a reventar, una vez los astrólogos han hecho caja con sus comisiones, cuando la potra se acaba y colisionan por fin las constelaciones bursátiles con el éter y la terca realidad.

Se la juegan a blanco o negro, cobrando por ello. Su probabilidad de acertar es la misma que la suya o la mía que no tenemos ni idea del asunto, ni vendemos aire. Pero no les quitemos el pan, pobre gente. En todo caso, su límite temporal es inmediato, como el de los igualmente limitados economistas ortodoxos, neoclásicos, nobelados o cómo se llamen, también denominados mediáticos, que, con sus análisis econométricos alimentados con datos de antes de ayer, solo son capaces de prever el futuro inmediato, siempre y cuando finalice en un rato.

…el analista fundamental…

El analista fundamental se lo curra más, al menos intenta espabilar el cerebelo, aunque se encasquille tal imperfecto artefacto en locura ante tanta complejidad. Atiende a los fundamentales de la empresa a investigar, valga la redundancia, intentando predecir la tendencia de una acción a largo plazo o, al menos, a medio. Estudia la cuenta de resultados, la calidad de la gestión, su balance, estrategia, ratios, los mercados en los que opera, en crecimiento o declive; sea de los llamados commodities, de productos marquistas diferenciados o sin serlo, que ofrecen un producto excelso u otro de tantos; sus fortalezas, debilidades, amenazas y oportunidades, según la conocida receta del decadente Mr. DAFO.

O que, disfrutando de una posición de mercado privilegiada, donada graciosamente por los gobiernos a costa de los incautos ciudadanos, son incapaces de sacarle partido, ya que sus directivos siguieron un MBA. O se forran indecentemente, a pesar de sus inexistentes méritos y fabulosos salarios, como los que deciden férreamente los precios de las gasolinas y el resto de los oligopolios amigos (de los políticos).

El analista fundamental piensa que si la empresa genera crecimiento sano y está bien gestionada, los mercados acabarán reconociendo su valor. Y, si es un desastre, estos sentenciarán la cotización con los injustamente maldecidos cortos o el ostracismo analítico más que decoroso.

Sirva de ejemplo el lustroso registro de los que a principios de los años noventa del siglo pasado previeron un futuro brillante a Kodak o Polaroid, en paz descansen, o casi. O los que pensaron que los beneficios de IBM, cuando inventó el PC, iban a ser estratosféricos; fueron los de Intel y Microsoft, a los cuales los primeros regalaron el negocio y a los segundos se les apareció la Virgen. Al menos IBM se ha resarcido en otros sectores, aunque ya nadie recuerda quién parió el ordenador personal, tal como lo conocemos hoy, y cómo fueron los compatibles, el resto, los que aplastaron al padre putativo.

Los registros de Nokia tampoco están nada mal, qué decir de Motorola, que hasta no hace mucho se comían ambos el mundo y eran alabados por toda clase de gurús fundamentales del sector. Yéndonos más atrás en el tiempo, se lucieron aquellos que apostaron por los ferrocarriles a finales del siglo XIX, inversión considerada como la más segura en la época, mejor que la deuda pública de entonces y la actual por el camino que va. Entre tales gentes está el ya mítico Warren Buffet que, aunque también tuvo alguna dosis de equivocación, nadie es perfecto, predica con sus resultados. Como él ha habido muy pocos más. Por algo será.

…y un símil delirante

De la misma manera, el economista técnico de toda la vida, protagonista de la deslumbrante ciencia actual apañada mediante petardos que se dicen científicos, es aquel cuyo saber tiene un límite temporal de aplicación que finaliza mañana. Fecha en que se diluyen sus embutidos teoremas aliviados en externalidades urólogas, urinarias o incontinentes, expulsadas de su universo gástrico, idílico y onírico, con más de un 50% de probabilidades de meter la pata con sus prédicas e inconexos algoritmos.

El economista fundamental, por el contrario, cuando emerja y zarpe su saber, aunque solo sea el periscopio, deberá ser capaz de prever, o al menos explicar, el comportamiento de la economía a largo plazo, con cambio o sin cambio climático, siempre y cuando un gigantesco volcán o meteorito indigesto, o puñeteros rayos gamma, no atraganten el devenir único y trascendental de cierta plaga maquiavélica acrescente. No sería la primera vez que una de tales incomodidades envía a criar malvas a más de una especie o dinosaurio, sin buscarle segundas derivadas al término, agudo lector.

Tal ser pendiente de alumbrar deberá domesticar los fundamentales que regirán el planeta y su economía los próximos siglos y hasta milenios, de ahí su nombre. Cuantificar y domeñar sus efluvios, la disposición sensata de los recursos finitos, el agua y la energía, valorar el deterioro de la capa superficial terrestre. Al menos deberá intentarlo si el hombre pretende dejar de ser una predecible plaga más al cobijo de la sacrosanta teoría de la evolución y el vaivén de los indómitos elementos.

Para ello, el pensamiento económico deberá profundizar con tenacidad y rigor, ahondando saberes y cimientos, incrementando los tres desgraciados parámetros habitualmente utilizados por la economía técnica u ortodoxa, hasta las al menos siete gloriosas variables que necesitará la economía fundamental, convirtiéndose en una generalización del delirante pastiche “técnico” en vigor.

Futuro que comenzará cuando la humanidad evolucione desde su actual fanatismo consumista depredador, el implorado crecimiento infinito auspiciado por una fe insensata en la tecnología, hasta una realidad razonable que persiga la quimera de la felicidad pausada, el respeto a la naturaleza, el gusto por la belleza y la jubilación de los fundamentalismos, sean nacionalistas, económicos, científicos o de cualquier otra índole.

Cuando reinstaure la ciencia de la escasez y la economía consista en algo más que fabricar dinero por intercesión de la gracia celestial, perdón, la FED y el BCE. El día en que, por fin, pueda responder a mi hija.

Mi hija de nueve años me preguntó el otro día: papá, ¿dónde se fabrica el dinero? Y yo, ¿qué contesto? Cuando usted, digno y crédulo ciudadano de a pie, se tope con un economista en la tertulia o el bar, ruego le pregunte si es economista técnico o economista fundamental. Si fabrica dinero para producir gozo instantáneo o si genera deuda para pagar fugaz placer virtual. O, quizás suene la flauta, si vislumbra futuro y conocimiento que se materializará el día en que una sociedad de 'postconsumo' sereno sea feliz realidad.