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¿Quién hundió el Prestige?
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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¿Quién hundió el Prestige?

La catástrofe del Prestige fueron en realidad dos, con responsables diferentes. El barco perdió un costado. Esa fue la primera. Alguien lo hundió, con alevosía y

La catástrofe del Prestige fueron en realidad dos, con responsables diferentes. El barco perdió un costado. Esa fue la primera. Alguien lo hundió, con alevosía y a buena profundidad a causa de los seis días de absurda excursión remolcada, la segunda. Temerario vodevil que ahora se rememora en juicio tardío.

 

Por qué se rompió el barco

Decía un catedrático de los que ya no quedan, fajado en la trinchera de la sabiduría, la experiencia y la vida, que un barco es como un rascacielos en estado de terremoto perpetuo: estructuras dinámicas capaces de aguantar cualquier inclemencia, bastante más complejas que inertes pirulís estáticos, por mucho que rasquen el cielo.

Los profesores de ahora producen vacuas publicaciones en vez de conocimiento. Es parte del drama de las otrora prestigiosas escuelas de ingeniería españolas, las que produjeron los profesionales que Merkel reclama. Apenas queda nada de ellas: Bolonia las ha apuntillado. En ingeniería de calidad lo valioso no se puede contar. La transmisión de experiencias es fundamental.

Los que la producen nunca llegarán a ser profesores con el absurdo sistema de calificación actual que fomenta la publicación vacía o redundante, empobreciendo la calidad de la enseñanza. Los pocos buenos que quedaban, casi todos interinos o asociados, están saliendo a marchas forzadas a causa de los recortes. El resto, jubilándose. Llegaron antes de que la ANECA masacrara a los esforzados aspirantes con su demencial burocracia certificadora de mediocres ingenieros de papel.

El Prestige tenía 243 metros de eslora, la misma longitud que las cuatro torres que recuerdan a Madrid cada mañana las miserias ladrilleras que nos han enviado a la quiebra. Perdió sus metálicas vergüenzas cerca de la cuaderna maestra, la parte central de buque. Se le fueron unas cuantas planchas dejando el costado de estribor al descubierto. La culpa fue de una ola, por no decir del empedrado, proclama alguno. Un buque de ese tamaño debe ser capaz de soportar todo tipo de empellones y temporales. Por ahí no cuela.

Decían que sufría de herrumbre y oxidación. Cualquier barco, desde el día que sale del astillero e incluso antes, la sufre. Es acero. La labor de los profesionales encargados de su inspección y mantenimiento es mantener la oxidación y el deterioro bajo control, ordenar incluso la renovación de zonas enteras del casco cuando sea necesario.

O quitarle la clasificación al barco, por lo tanto el seguro y la capacidad para contratar, si el armador no afloja fondos para repararlo. Son decisiones muy difíciles de tomar. Una cuestión de honestidad, criterio y profesionalidad. A veces el inspector se juega el puesto de trabajo cuando se enfrenta al poder económico, cada día más codicioso y corrupto.

En ingeniería, como en la vida, esto no es economía académica y menos todavía neoclásica, todo es gris. Blanco o negro, sí o no, las respuestas que tanto gusta escuchar a medios sensacionalistas, economistas, jueces y plebeyos, no se prodigan por tales disciplinas a pesar del rigor, aquí sí, con que se utilizan las matemáticas.

El buque en cuestión, monocasco más viejo que la tos, pertenecía a un armador griego. Son los modernos piratas de los mares, bajo la protección de carísimos abogados londinenses con parche negro en un ojo, los que más ganan en este negocio. En buen estado no estaría. La respuesta del desafortunado capitán del Prestige a la inadecuada pregunta de si el buque sufría corrosión, y la de cualquier otro capitán de petrolero, deberá ser siempre que sí.

¿Era esta tan importante como para poner en peligro la integridad del barco? Parece que en este caso lo era o la estructura se había debilitado por otras razones. Pero el capitán no es el responsable de dictaminarlo. No está capacitado ni en condiciones de tomar tal decisión.

Para eso están las sociedades de clasificación de buques. Entidades cuyo origen primigenio fue el Lloyd's de Londres, que creó una empresa anexa que pudiera dictaminar si un buque era razonablemente seguro, de manera que le pudiera otorgar seguro sin excesivos riesgos. El sistema se universalizó y lleva funcionando varios siglos. Es una de las causas de que no abunden las tragedias en el transporte marítimo, a pesar del abrumadoramente bello pero agresivo medio en el que se desenvuelve. Nada que ver con desarboladas plazas duras de diseño vacío o ruines adosados que espantan la belleza y obnubilan la vista anegada de horror estético desverdado.

El Prestige estaba clasificado por el American Bureau of Shipping (ABS), reconocida entidad de clasificación de buques estadounidense. Parece que esta vez se equivocó. ¿Cómo se demuestra? El problema de estas entidades, por lo demás habitualmente serias y con personal muy capacitado, es el mismo que el de las auditoras y las denostadas agencias de clasificación de riesgos: paga el cliente, en este caso el armador. ¿Suena la canción?

Si no hay manera de meter mano a auditores y a las sociedades de clasificación de riesgos financieros que han hundido el sistema con su incompetencia -nunca son responsables de nada-, tampoco hay manera de meter mano a tales corporaciones. Tienen el colmillo todavía más retorcido a causa de su centenaria tradición aunque habitualmente sean mucho más serias y profesionales que las anteriores. Juegan con vidas y desgracias ajenas, algo más que papelitos, teoremas simples o proclamas de gurús. Desgraciadamente, los protege el mismo sistema legal tan injusto para la gente de bien.

Ningún capitán, por muy herrumbroso que esté su barco, osará denunciar a ninguna sociedad de clasificación reputada, ni poner en tela de juicio su decisión al respecto. En todo caso, se despedirá y buscará destino mejor, como parece que lo hizo el anterior capitán.

El capitán del Prestige tenía sesenta y siete años cuando ocurrieron los hechos. Probablemente no tenía tal elección. Por buen marino que fuese, para pilotar tal chatarra de los mares hay que serlo, nadie contrata a una persona tan mayor. Las estructuras metálicas de los barcos crujen, chirrían, se deforman, más cuanto peor sea su estado. Se necesita algo más que bemoles para tripular tales artefactos quejumbrosos. Pero nadie contrata a un anciano. Seguro que se había ganado una jubilación merecida. Seguía trabajando. Sus razones tendría.

El remolque que partió el barco

El barco quedó tocado al perder parte de su estructura, a la espera de remolque y decisión sobre su destino. Acusan al capitán de no querer tomarlo hasta pasadas más de veinte horas del accidente. Ningún capitán en ningún océano, jamás, a no ser que haya perdido la chaveta, tomará remolque sin contrato autorizado por su armador.

Hay leyes del mar crueles y anacrónicas que todavía rigen. Si no hay acuerdo previo, la compañía que remolca el buque se puede quedar con la mayoría de su valor y de la carga. Secuelas del filibusterismo sajón. Por eso, tantos remolcadores buitres acuden y revolotean alrededor de todo accidente marítimo para quedarse con los despojos al primer descuido. Estamos en el siglo XXI, aunque a veces parece que seguimos en el XVI. Los remolcadores holandeses e incluso españoles siguen siendo expertos en esta lucrativa rapiña, herencia de un pasado protestante y bucanero.

El capitán actuó, pues, con la cautela requerida. Sabiendo que, mientras el buque estuviese detenido, su estructura, al menos, no sufriría más de lo necesario. Ese intervalo de tiempo no empeoró significativamente la integridad del buque. Se podrá acusar de falta de diligencia y de dolo al armador, nunca al capitán, por este motivo. ¿Qué hace la Interpol que no lo ha trincado?

Es como si un enfermo de cáncer tiene que negociar previamente los honorarios con el médico, este intenta aprovecharse sangrando el bolsillo del enfermo y, mientras tanto, le entra metástasis y agoniza a causa del tiempo perdido durante el pasteleo.

El Prestige lo hundió otro

Una vez conseguido el remolque, alguien dio orden de enviarlo al infierno, proa al noroeste, a la brava mar enfurecida. Así estuvo varios días, de paseo, sin rumbo fijo ni destino. ¿Quién fue el listo que lo ordenó?

Todo barco en la mar tiene la manía de moverse, vibrar, retorcerse. Hasta cuando está detenido. Recibe continuos empellones de olas y temporales. Su estructura sufre fatiga, el famoso estrés que también afecta a la banca. Al enviar el buque herido contra los elementos en vez de ponerlo a buen recaudo se le sentenció a muerte. Llegó un momento en que el ya agonizante pecio no pudo más. Se partió y se fue al fondo del mar con setenta mil toneladas de fuel. Bastante aguantó. Solo un desalmado tomaría una decisión así a no ser que deseara deshacerse del barco. La mar devolvió a la costa la afrenta en forma de decenas de miles de toneladas de infaustos hilillos de plastilina. Siempre lo hace.

La solución lógica habría sido llevar el barco, lentamente, hasta alguna ría gallega para que no sufriese la estructura y preparar un adecuado recibimiento. Las de Ferrol o Ares no eran mal lugar, mientras se organizaba el dispositivo adecuado para recibir al barco de manera amorosa, para que las costas sufrieran lo menos posible con el inevitable chapapote. Una vez a buen recaudo, se podría haber trasvasado el combustible con mayor seguridad, incluso varando el buque en el fondo.

También se podría haber intentado el trasvase en alta mar, al menos de una parte de la carga para aligerar el buque, dejándolo en la mejor situación estructural posible de acuerdo con los cálculos de esfuerzo, momentos flectores y fuerzas cortantes, para reducir la fatiga de la estructura durante el traslado.

No se solicitó la ayuda de los expertos de verdad, con experiencia real y no ficticia. No se sabe si por arrogancia, por ignorancia o por prepotencia. Había buenos profesionales disponibles, material suficiente en Europa y ganas de ayudar, para haberlo realizado en tiempo récord sin más riesgos de los necesarios. El coste habría sido infinitamente menor que la lluvia de millones posterior. Habría habido inevitables pérdidas de fuel durante el trayecto y el trasvase en la ría, pero habrían sido mínimas comparadas con la que se organizó.

No se planteó ninguna operación sensata. Más que pasear al buque hasta su defunción, aliñada en incompetencia y demagogia a raudales. O a causa del miedo. Las fuerzas vivas bramaban azuzadas por ignorantes comparsas en los medios. Los ecologistas se rasgaban las vestiduras diciendo cada uno tontería diferente sin más base científica que su propia ideología. La prensa, dicen que seria, se llenó de sabios titulados, expertos sobre el papel, deseosos de gloria efímera. Los de verdad suelen tomar el camino contrario en tales casos, escondiendo el hocico, para evitar que los manipulen o los utilicen.

El resultado es bien conocido. Una lluvia de millones cual lotería de Navidad para paliar el desaguisado. Hubo alguno que ganó más dinero que nunca antes con su actividad normal y, por supuesto, después. La mayoría se esforzó con pena, dignidad y esfuerzo. El Nunca Mais se convirtió en Otro Mais para mucho jeta. Es cínico, pero es lo que pasó.

Al director general imputado habría que hacerle la siguiente pregunta, esta sí con respuesta concreta. ¿Quién dio la orden de alejar el Prestige? Para imputarlo. Para juzgar al mentado. Para que justifique su decisión. La púrpura debe estar unida a la responsabilidad. Y, si no se es capaz de digerirla, mejor no aceptar el cargo.

No hubo plan. No hubo estrategia de salvamento. A partir del momento del remolque cesó la responsabilidad del capitán. Otro la tomó bajo sus hombros. El capitán no es más que un chivo expiatorio, el menor de los presuntos culpables. Dicen del director general encausado que no estuvo a la altura del cargo. Que no fue más que correa de transmisión de las órdenes dadas desde la arrogancia. Yo no lo sé, pero deberá aclararlo.

La plebe husmea sangre, quiere culpables. Mientras no se sienten en el banquillo aquellos que permitieron que el buque navegara en tal estado, mientras no se juzgue a quien ordenó hundir el barco, remolcarlo proa al mar sin rumbo y sin destino, cualquier condena al capitán, por nimia que sea, terminará por cubrir de fango la lenta justicia.

El capitán sollozaba en el juicio. Lo dejaron tirado. Tiene esforzado abogado de oficio. Setenta y siete años. ¡Diez años de calvario! Es inhumano. ¿Prevalecerá la justicia?

De la misma manera que el naufragio del Titanic alumbró el convenio SOLAS sobre seguridad de la vida humana en la mar que tanto bien ha hecho los últimos cien años, y el accidente del Amoco Cádiz de 1978 contribuyó a la firma del Convenio Internacional sobre Salvamento Marítimo de 1989, en cuanto los focos del Prestige descansen por fin en paz, sería momento idóneo para que el Gobierno español, con el apoyo y patrocinio de la Unión Europea, propusiera a la Organización Marítima Internacional, IMO, la celebración de una asamblea que actualizara las anacrónicas leyes marítimas que tanto daño siguen produciendo a personas, haciendas y al medioambiente

La catástrofe del Prestige fueron en realidad dos, con responsables diferentes. El barco perdió un costado. Esa fue la primera. Alguien lo hundió, con alevosía y a buena profundidad a causa de los seis días de absurda excursión remolcada, la segunda. Temerario vodevil que ahora se rememora en juicio tardío.