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El CO2 alcanzó la fatídica cifra
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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El CO2 alcanzó la fatídica cifra

A principios de este mes de mayo la concentración de anhídrido carbónico en la atmósfera superó las 400 partes por millón, nivel que no había alcanzado

A principios de este mes de mayo la concentración de anhídrido carbónico en la atmósfera superó las 400 partes por millón, nivel que no había alcanzado durante los últimos tres millones de años, dicho con la prudencia que requiere tan mediática afirmación. 

 

La concentración de anhídrido carbónico recorre el sentido inverso que en el plioceno. En aquellos tiempos troglodíticos, el CO2 estaba por encima del nivel 400, y disminuía según pasaba el tiempo. Ahora está volviendo a aumentar y ya ha atravesado un primer mojón marcado por un futuro incierto.

La temperatura media del planeta era entre 2 y 3 grados centígrados superior a la actual. Los camellos y los caballos vivían en las estribaciones terrestres del Ártico. El nivel de los mares y los océanos era nueve metros superior; la mayoría de las grandes capitales costeras del planeta no habrían sido siquiera como Venecia sin su belleza, ya que habrían estado más que inundadas, no sólo hormigonadas, como estarán a no mucho tardar.

Se clausuraba una época de elevadas concentraciones de CO2. Desde entonces, parece que nunca se ha superado tal cifra fatídica ni el planeta se ha aproximado a ella, lo que ha permitido la existencia desde mamuts y glaciaciones hasta épocas más benignas y espléndidas que pugnan por finalizar a causa nuestra.

El último deshielo glacial arribó hace unos diez mil años, cuando todo el norte de Europa, de América y de Siberia permanecían bajo pesadas capas de hielo. Llegó el neolítico, la agricultura, la civilización, las ciudades, las religiones, la escritura, la literatura, las guerras; Internet, Twitter, la involución educativa, la vacuidad artística y las reconfortantes y elevadas tertulias televisadas.

Pronto aparecerían las diferentes especies clase homo. ¿Fue quizás consecuencia lógica de tales cambios? Dejaron de irse por la ramas y evolucionaron a toda velocidad. Todavía no era de la clase sapiens; se volvió tal cosa extraña hace poco más de 100.000 años.

Ahora pugna por renunciar al apellido y volver a las andadas, más bien a las lianas, a causa del empeño en retroceder a la tenue consciencia de antaño, al renunciar a ser dueño de su destino en este planeta, aunque sea temporal y a ratos.

¿Ha traspasado irreversiblemente el mando en plaza a los domeñados elementos o acaso jamás lo tuvo? El aire, el agua, la tierra y el fuego vuelven a marcar el destino una vez hemos comprobado que nunca lo abandonaron. ¿Resucitará la filosofía ahora que la soberbia tecnológica ha demostrado estar cimentada con entrópicos y nada sensatos fundamentos?

El ser humano moderno, que no avanzado, pronto será un estertor de lo que pudo llegar a ser. Está empeñado en atrasar el reloj climático, cultural e intelectual la friolera de tres millones de años.

Le ha bastado un suspiro bicentenario nada cuerdo, escasamente ilustrado a causa de las sucesivas leyes de educación, la supuesta autonomía universitaria atosigada en burocracia, la evaluación continua que constata machaconamente la ignorancia provocada por el sistema, el aniñamiento de la juventud, el derroche energético causado por el uso intensivo y descontrolado de la tecnología del hoyo y la postración inmisericorde ante la acienciada religión laica de múltiples fauces que atiende al inadecuado nombre de economía.

Nos adentramos en cambios en la atmósfera, en los océanos y en la sociedad de desconocidas consecuencias una vez la clase media termine de menguar. Apenas disponemos de herramientas para vislumbrar el futuro más que la historia incompleta del pasado del clima y de este planeta, que los científicos se esfuerzan por dilucidar con sus esforzados experimentos a pesar de recortes, presiones, orejeras, ideologías e intereses creados.

¿Qué nos deparará el futuro? Aunque no lo podamos saber con certeza, no apunta a nada bueno. Como dijo cierta Dama de Hierro, conocida activista medioambiental (siento tener que repetirme):

Durante generaciones hemos asumido que los esfuerzos de la humanidad legarán el mismo equilibrio fundamental al planeta y, la atmósfera, estable. Pero es posible que, con todos estos cambios enormes (población, agricultura, utilización de combustibles fósiles) concentrados en tal corto espacio de tiempo, hayamos comenzado sin darnos cuenta un experimento colosal, con el mismo planeta como protagonista”.

Discurso de Margaret Thatcher ante la Royal Society el 27 de Septiembre de 1988.

El dominio de las ciencias de la naturaleza, incluyendo la meteorología, es insuficiente a pesar de los avances teóricos y los imponentes ordenadores que se esfuerzan en elucubrar mediante rutinas que, a pesar de estar elaboradas con ánimo científico, están programadas por imperfectos humanos.

Humildes sabios e ingenieros que reconocen sus limitaciones, que intentan no sacar conclusiones precipitadas, apelando al principio de prudencia. Humildad ausente de los apóstoles del crecimiento económico insensato y los negacionistas a sueldo que rechazan cualquier cordura racional. Basta que los deseos sean deseos para que se conviertan en realidad. Todo fenómeno que no se puede comprobar fehacientemente o con total precisión no existe para ellos. Ojos que no ven corazón que no siente, dice el oportuno refrán.

El 97,1% de los artículos científicos de verdad sostienen que el calentamiento global es de origen antropogénico, provocado por el hombre y por el consumo desmesurado de energías fósiles que ha modificado brutalmente en muy pocos años el equilibrio de carbono existente en la corteza terrestre y sus aledaños oceánicos y atmosféricos.

Los trabajadores de las ciencias naturales despliegan un rigor que no tiene nada que ver con la determinista y 'nobelada' economía teórica actual, esa para la cual el crecimiento económico eterno es posible a la entrópica manera del presente. Humildad y rigor científico que les hace figurar en desventaja ante la impostura de sus oponentes, ante la prepotencia que proporciona la vacuidad mental, para aquellos que piensan que el papel lo aguanta todo.

Un retroceso de tres millones de años

Tres millones de años después, parece que volvemos a las andadas. Los gases de efecto invernadero liberados por la actividad humana están contribuyendo a que la capa helada del Océano Glacial Ártico esté desapareciendo de nuevo, los glaciares de todo el mundo deshelando, el nivel de los océanos se esté incrementando, los incendios y huracanes sean más habituales, radicalizando la distribución de la humedad en forma de sequías extremas o de lluvias torrenciales, cualquiera que sea el controvertido aumento medio de las temperaturas que es, quizás, el dato menos significativo. Ya que, dependiendo de cómo se pondere el número y ubicación de las instalaciones de medida, los resultados podrán ser diferentes.

Para complicar el escenario, el llamado gas natural, el metano, que es un gas de efecto invernadero 23 veces más potente que el anhídrido carbónico. Muchos científicos temen que cuando el permafrost de Siberia o los lagos árticos dejen de tiritar, el abundante metano que encierran pueda ser liberado convirtiéndose en letal acelerador de la concentración de CO2. ¿Ocurrirá? Ya lo hace en pequeñas cantidades. ¿Debemos correr el riesgo de dejar que se libere el resto?

Otros temen las fugas de metano que la actividad de moda para obtener gas ecológico y barato, el fracking, produce.

Otros se quejan de la cada vez mayor soledad de los océanos, la acidificación a causa del incremento de CO2 absorbido por las profundidades que hace que las cuentas no cuadren, que está haciendo desaparecer corales y con ellos la exuberante vida que pulula a su alrededor y que nos proporciona proteínas de calidad. Las aguas actúan como un gigantesco condensador que, cuando se canse de acaparar agravios, devolverá de golpe la insidia perpetrada por la estupidez humana.

Podemos sumar a ello la urbanización extensiva y deslavazada y la arquitectura de diseño, la contaminación, la basura acumulada, la depredación cometida en tierra: actividad humana que está haciendo desaparecer multitud de especies animales o vegetales, acelerando la pérdida de biodiversidad, cuyas consecuencias los biólogos tampoco tienen claras.

Antes o después pintarán bastos. En apenas dos siglos y medio, tiempo ínfimo medido en la escala de la evolución, el ser humano ha modificado radicalmente los fundamentales de este planeta, esos que los economistas técnicos niegan que existan al obviar la variable tiempo y un futuro que no tenga un límite temporal que finaliza mañana. 

 

Parece que hemos roto el equilibrio ecológico y natural de este planeta o que podríamos estar en vías de provocar su quiebra. No hay manera de comprobarlo, de la misma manera que las burbujas financieras se identifican cuando revientan.

La soberbia humana no reconoce que flirtea con el abismo existencial, no quiere asumir que su ignorancia le impide conocer con total certeza las consecuencias futuras de la actividad económica presente, aunque siga colectando indicios inquietantes y potencialmente tenebrosos. Ausencia de raciocinio que, de momento, permite disfrutar de una vida pretendidamente racional, sin tomar medidas para resolver aquello que sabemos que llegará, aunque no sepamos cuándo, ni sus consecuencias, ni qué acontecerá.

El pasado 3 de mayo la atmósfera del planeta traspasó unos límites que, aunque simbólicos, deberían hacernos recapacitar. Corremos riesgos desconocidos a causa de la liviana ciencia disponible. Disfrutamos los supuestos beneficios producidos para esta civilización aliñada en desequilibrios de todo tipo, inigualdad y cada vez peor sanidad, pero nos negamos a valorar sus consecuencias.

¿Ser inteligente o una criatura más a manos de la evolución que tendrá dramático ocaso si no es capaz de evolucionar con sabiduría, recuperar el raciocinio o de encontrar nuevo nicho sensato en el árbol de la evolución?

Como murmuramos hace la friolera de casi cuatro años, ya falta menos para que cierta burbuja llamada Tierra toque a rebato o reviente, cuando ya no pueda haber marcha atrás.

¿Compensan los riesgos en que estamos incurriendo? ¿Habrá merecido la pena la demente y consciente ignorancia autoinfligida?

A principios de este mes de mayo la concentración de anhídrido carbónico en la atmósfera superó las 400 partes por millón, nivel que no había alcanzado durante los últimos tres millones de años, dicho con la prudencia que requiere tan mediática afirmación.