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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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Puertas al campo

No hay globalización más perniciosa que aquella que pone puertas al campo. Ni economía más pervertida que aquella que globaliza mercancías manchadas de sangre, que son

No hay globalización más perniciosa que aquella que pone puertas al campo. Ni economía más pervertida que aquella que globaliza mercancías manchadas de sangre, que son la mayoría, dejando fuera del reducto defensivo lo más valioso: la dignidad humana.

Europa se ha convertido en un búnker inviolable en el que no tienen cabida aquellos a los que tanto daño hizo con sus razzias civilizadoras de antaño en forma de colonias: los negros.

El epíteto es lo de menos. Dejémonos de eufemismos. No resuelven nada. Apenas sirven para acallar malas conciencias. Rásguense las vestiduras los apóstoles de la corrección política vacía de contenido, depredadores de maneras exquisitas carentes de toda moral. Devuélvanles mejor su dignidad.

Día tras día contempla el vulgo atolondrado, mientras engulle Coca-Cola aliñada de despidos o contaminante comida basura desde el mullido sofá, un espectáculo estremecedor y triste –de vez en cuando mortal– a ambos lados de las verjas de Ceuta y Melilla.

Frontera natural de la Unión Europea, como lo es la isla de Lampedusa y otros lugares de ensombrecido recuerdo por acontecimientos que han tenido como colofón tanto muerto desesperado por alcanzar un supuesto edén que les es negado.

No hay globalización más perniciosa que aquella que pone puertas al campo. Ni economía más pervertida que aquella que globaliza mercancías manchadas de sangre.

Antiguamente se erigían murallas para evitar invasiones de huestes bárbaras o tribus que pretendían destruir los imperios de entonces, fuese la Gran Muralla china o el muro de Adriano. Separaban los romanos protoingleses de los belicosos escoceses de entonces, los cuales pretenden levantarlo de nuevo. No sirvieron para nada más que para llenarlos de turistas nuevos ricos, con móviles de última generación, que volverán a ser pobres y desesperanzados.

Su utilidad, sus connotaciones y motivaciones las dejamos para los historiadores. Esperemos que sean más lúcidos y honrados con su ciencia que aquellos otros que siguen amparando al criminal por antonomasia del siglo XX: el nacionalismo. ¡Qué mentes tan desgraciadas! ¡Qué poco han aprendido!

Los nacionalismos de ahora levantan puertas virtuales en forma de educación reduccionista, eliminando toda diversidad intelectual, taladrando ignorancia en los jóvenes mediante la inoculación de ideas aborrecibles e insensatez basada en geografía uniformadora arropada en un aura de inexistente legitimidad.

Esperemos que los rescoldos menguantes de la Europa de la Ilustración les den con la puerta en las narices, por una vez con razón, si no quieren saber nada de su propia historia, sus valores pasados, sus parientes y sus vecinos, que son ellos mismos.

Las vallas actuales son más patéticas y envilecedoras. Sirven para ensimismar a los que están dentro. Ni siquiera se convertirán en joya arquitectónica futura como las murallas medievales o la china. Serán considerados por los siglos de los siglos monumentos egregios a la estupidez del sistema económico en vigor, cascotes inmisericordes de esta desnortada civilización.

Bien sea el muro aterrador que separa palestinos de israelíes o las vallas de Ceuta y Melilla. O el envilecedor, para los que lo han erigido, murete colocado en el desierto que separa México de Estados Unidos, impidiendo a sus originarios moradores circular a sus anchas, como debería ser, como siempre fue.

Antes las murallas encerraban a las propias ciudades de peligros externos. Hoy son inhumanos alambres de espinos vigilados por la electrónica más vil que el hombre pudo desarrollar, que defiende esos lugares de hordas de negros desesperados.

¿Por qué se erigen tales monstruosidades en lugares gobernados por la globalidad? ¿Por qué no hay libre circulación de personas si la hay de mercancías? Algo no cuadra.¿Es culpable en parte el dumping humano y medioambiental fomentado?

En el asunto de Ceuta y Melilla, la Unión Europea está teniendo la desfachatez de criticar al Gobierno español por la actuación de la policía. Habrá habido equivocaciones, errores trágicos, malas actuaciones… seguramente. Pero tal valla no existiría si los Gobiernos occidentales, todos, hubiesen realizado una labor decente durante los últimos doscientos años.

Es parte integrante de un proceso degenerativo de la decencia occidental en África, que comenzó con el colonialismo salvaje, infinitamente más cruento y cruel que el español al que, encima, se permiten criticar.

Que continuó cuando, una vez civilizados los negros destrozando sus propias culturas ancestrales, pretendieron que acogieran con entusiasmo las estructuras occidentales, su absurda y contaminante forma de vida sacada de quicio.

Antiguamente se erigían murallas para evitar invasiones de huestes bárbaras o tribus que pretendían destruir los imperios de entonces; ahora los nacionalismos levantan puertas virtuales en forma de educación reduccionista

Crearon multitud de estados fallidos, convertidos después de una independencia trazada con tiralíneas en clientes corruptos de las antiguas metrópolis. En víctimas de la globalización económica de las mercancías, negando el acomodo de las personas desplazadas a causa de la pobreza generada por el dumping humano y medioambiental. Negándoles una segunda oportunidad en lugares más clementes y convenientes para su supervivencia, como siempre fue posible a lo largo de la historia.

Se continúa despojando de dignidad a aquellos que no participan en el festín globalizador –fuera–, pero cada vez más a los despojados que habitan en el interior de las murallas. Está siendo aniquilada por un sistema económico engendrado mediante soberbia académica, mediante vagancia mental que permite recurrentes tropelías, que se niega a innovar, a desarrollar ninguna idea nueva o paradigma, más que erigiendo vallas físicas o fronteras virtuales a toda innovación.

Vagancia intelectual causante de infinitos dramas que aseguran indigno dispendio a tanto inconsciente, beneficios obscenos a unos pocos privilegiados carentes de escrúpulos y gloria académica a un puñado de pervertidos intelectuales.

La Unión Europea, como sucesora y representante de las antiguas naciones depredadoras, garante de esta globalización parcial y empobrecedora, debería poner los cimientos que permitieran derribar vallas de ladrillo y púas intelectuales en vez de erigirlas, cada vez más altas.

Trabajando por el bien común, en vez de criticar desgraciadas actuaciones que no deberían haber ocurrido si tales vallas no existieran, si pusiese coto a tanta imprecación económica, si abjurase de su fe religiosa en una economía desnortada y fallida.

¿Las causas? El exceso de aberraciones económicas provocadas por una educación reduccionista y sesgada, carente de una teoría económica digna, de paradigmas acordes con la nueva coyuntura global y natural.

Que persevera en alcanzar un crecimiento económico exponencial imposible mediante productividad mal definida y creación de un valor añadido supuesto que nuestros nietos pagarán con creces.

Es necesario que cambie la mentalidad de las huestes académicas bárbaras y cerradas a todo cambio. Comenzando a construir un sistema económico que dignifique a todo el mundo en vez de seguir promoviendo conflictos que lo serán cada vez más a menudo por motivos climáticos y medioambientales.

La Unión Europea está obligada a buscar una solución global que derrumbe muros y allane mentes si pretende ser considerada descendiente digna de la Europa de la Ilustración, que se ha ido pervirtiendo hasta alcanzar el escenario actual.

Cuando las imágenes apabullan, las palabras sobran. Cuando la retórica hueca prevalece, el futuro se ensombrece. Cuando se ponen puertas al campo la cultura deja de existir, la inteligencia de manar, el hombre deja de ser considerado tal y la civilización yace derrotada.

No hay globalización más perniciosa que aquella que pone puertas al campo. Ni economía más pervertida que aquella que globaliza mercancías manchadas de sangre, que son la mayoría, dejando fuera del reducto defensivo lo más valioso: la dignidad humana.

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