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Juan Manuel López-Zafra

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“La Nación no necesita más que de unión, de constancia, de tenacidad, para asegurar a este Decreto los más benéficos efectos, para que aporte al tesoro

“La Nación no necesita más que de unión, de constancia, de tenacidad, para asegurar a este Decreto los más benéficos efectos, para que aporte al tesoro público, al comercio y a todos los ramos de una industria agotada, la fuerza, la abundancia y la prosperidad”. Declaración institucional de la Asamblea Nacional Francesa. 1 de abril de 1790.

A pesar del esfuerzo de algunos al señalar que ni es necesario ni, sobre todo, es el camino (hace ya casi tres años Antonio España, también Juan Ramón Rallo, o hace pocos días Daniel Lacalle), la mayor parte de los economistas llevan tiempo pidiendo a Draghi que actúe para emular los éxitos de la política monetaria (que enumeré aquí en febrero pasado) que Bernanke llevó a cabo durante sus años al frente de la Reserva Federal. Los medios (fundamentalmente las televisiones) repiten sin cesar el mensaje y la idea cala en la opinión: es imprescindible que el Banco Central Europeo actúe, que lo haga ya, y que lo hasta ahora adoptado no ha sido suficiente. Dinero para el pueblo, reclamaba Kike Vázquez desde estas mismas páginas…

Dinero para el pueblo exigía Riquetti desde su alta tribuna parlamentaria. El orador del pueblo, como era conocido (como también por su condado, el de Mirabeau, título que no le impidió representar al Tercer Estado y presidir con su apoyo la Asamblea Nacional Constituyente surgida de la Revolución de 1789), reclamaba una nueva moneda que permitiese construir la nueva Francia. Su eco mediático se lo proporcionaba el médico y científico Marat desde “El amigo del pueblo”. El Ministro de Finanzas, Necker, debía hacer frente al acoso que tanto Mirabeau como Marat le sometían cada día. Su pena: oponerse a la emisión de los asignados-moneda, la solución que traería de nuevo a Francia el crecimiento y la prosperidad. Todo fue en vano.

Tal y como señalo en Retorno al patrón oro (Deusto), el 1 de abril de 1790 se aprobó el curso legal de la primera emisión de 400 millones de libras (la moneda francesa de entonces). La solemne declaración de la Asamblea sobre los asignados-moneda, de apenas quince páginas, defiende el “gran paso hacia la regeneración de las finanzas”; su voluntad de efectuar “enormes sacrificios” en pro de la salud del Estado. Su objetivo era claro: con unos gastos extraordinarios y una deuda asfixiante, la Asamblea “ha sometido a una liquidación rigurosa de todo lo que se debía a uno de enero pasado [evaluado en 170 millones de libras], y a un pago riguroso de todos los gastos desde ese día.”

La salvaguarda de los asignados residía en la propiedad embargada a la Iglesia en los primeros días de la Revolución; ofrecían un interés del 5% y eran convertibles en oro. De este modo, la operación desde un punto de vista financiero parecía bastante sana, pues la emisión de esos 400 millones de libras estaba respaldada por unas propiedades que diversos autores evalúan entre 2.000 y 3.000 millones de libras. Por supuesto, se alertaba de los enemigos de la Revolución y de la libertad, que “sólo pueden debilitar esta esperanza”; se recuerda asimismo que la emisión no es sino por la “imperiosa necesidad”, radicando en “principios sanos, sin inconvenientes”, y siendo en definitiva una ley “sabia y saludable”. Podemos comprobar lo poco que ha variado el discurso político en 225 años.

No cabe duda de que las primeras consecuencias de la emisión de los asignados-moneda fueron, como suele ocurrir en toda inundación de liquidez, un gran éxito; se enjugó una parte de la deuda pública que acogotaba al Estado y lo debilitaba frente al exterior, el déficit de las cuentas se alivió al ingresarse el dinero, se pudo hacer frente al gasto ordinario, el crédito volvió a fluir, y en general el comercio renació, gracias a la presencia de esa inmensa masa monetaria en circulación. La Asamblea Nacional había encontrado la piedra filosofal que permitía convertir en oro unos papeles de banco, poniendo en evidencia las maledicencias de los ortodoxos.

En sólo seis meses el Estado se había gastado hasta la última libra de los 400 millones de la emisión. El propio Mirabeau hizo gala de sus mejores artes defendiendo una nueva emisión. “Debe finalizar lo que hemos comenzado”, añadió, el equivalente histórico al “no ha sido suficiente” que tantos colegas emplean hoy en día…

A esta segunda emisión siguió una tercera, y una cuarta, y una quinta… Todas, por supuesto, insuficientes.

Obsérvese que ya en 1791 el valor de los asignados-moneda equivalía al del subyacente, las tierras requisadas a la Iglesia, luego la única evolución posible era su depreciación frente a la moneda metálica. Por supuesto, la significativa depreciación del papel-moneda respondía a las leyes habituales de la oferta y la demanda, pero los defensores de la emisión y el estímulo artificial ofrecían muchas otras, que nos resultan de sobra conocidas: las naciones extranjeras, en particular Reino Unido (la Alemania de entonces), los ricos, los evasores, los especuladores… Todo menos reconocer el hecho de que a más masa monetaria, con misma velocidad de circulación, más inflación; que puede darse en los precios de los bienes de consumo (como así fue) o en activos de inversión (como vivienda, alimentos, valores…)

Esta fue la evolución del valor de los asignados-moneda.

El último intento del Gobierno, ya durante la etapa del Directorio, fue quemar en público las planchas de asignados en la plaza Vendôme de París e interrumpir su emisión el 30 de pluvioso del año IV (19 de febrero de 1796). Fueron sustituidos por los mandats o mandatos territoriales. Todo en vano. Antes incluso de ser impresos, su valor había perdido un 65% de su facial; en agosto, sólo seis meses después de su estreno, habían perdido un 97%. Como suele ocurrir en estos casos, la miseria recaló especialmente en los más desfavorecidos. Se estima que, al final de su vida, los asignados y mandatos estaban en poder exclusivamente de las clases populares, que fueron víctimas de esta estafa masiva. Jamás pudieron acceder a los bienes que los distintos Gobiernos revolucionarios, sin mala fe sin duda, les prometieron.

El 18 de brumario del año VIII, o 9 de noviembre de 1799, el general Napoleón Bonaparte ponía fin a las aspiraciones revolucionarias mediante un golpe de Estado, apoyado por el ejército y una buena parte del pueblo. En la primera reunión del Consejo, las dudas sobre la deuda francesa consumían a sus ministros. El corso, consciente del error que había sumido en la pobreza a su país, señaló: “Pagaré en metálico o no pagaré nada”. Una de sus primeras medidas fue restablecer el oro como único curso legal. Se mantendría hasta 1941.

“La Nación no necesita más que de unión, de constancia, de tenacidad, para asegurar a este Decreto los más benéficos efectos, para que aporte al tesoro público, al comercio y a todos los ramos de una industria agotada, la fuerza, la abundancia y la prosperidad”. Declaración institucional de la Asamblea Nacional Francesa. 1 de abril de 1790.

Mario Draghi Banco Central Europeo (BCE) Tesoro Público