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Fernando Suárez

El Teatro del Dinero

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No hay arte que un gobierno aprenda más aprisa que el de sacar dinero de los bolsillos de la gente. Recordarán la cita original que inauguraba,

No hay arte que un gobierno aprenda más aprisa que el de sacar dinero de los bolsillos de la gente. Recordarán la cita original que inauguraba, hace ahora un año, las cuitas sobre la barra libre tributaria en ciernes, según la franca deriva hacia una generalizada colusión fiscal. Embozado en ilimitada coacción normativa, el imprescindible blindaje del ya insaciable apetito recaudatorio ha venido desarrollándose en paralelo a la creciente percepción de iniquidad e indefensión, con una ciudadanía cada vez más alerta y menos solícita a seguir sufragando el inacabable bufé de malversaciones y pesebres. Una lógica y legítima rebeldía, ajena a fariseísmos electoralistas de objeción de conciencia institucional, frente a la propia insumisión dimensional de la cosa pública, ese cómodo subterfugio para la perpetuación de la casta política y sus privilegios.

 

Quizá por ello resulte interesante abordar las recientes consideraciones sobre la posibilidad de que ingresos fiscales extraordinarios puedan empeorar el funcionamiento de las instituciones, reduciendo el grado de responsabilidad política, aumentando la corrupción, y deteriorando la cualificación de los cargos públicos. Un estudio aplicado empíricamente a Brasil, pero cuyos fundamentos teóricos, ustedes me corregirán, parecen extrapolables a nuestra piel de toro, tal y como argumentamos en su momento respecto a la condena de ignorancia racional e ilusión fiscal, despachada mediante la tradicional tómbola de bienes públicos y réditos electorales. Vuelven por sus fueros problemas de agencia y competencia entre un cargo electo y los aspirantes al mismo, con sus diversas habilidades y costes de oportunidad para acceder a tan jugosos tejemanejes. De esta guisa, el titular se enfrentaría a una relación de sustitución a la hora de usar recursos públicos en beneficio propio y/o maximizar la probabilidad de su reelección, a través de tres canales específicos.

 

El primero, un incremento en los recursos a su disposición conlleva un aumento de la corrupción, efecto riesgo moral, pues a mayor presupuesto, más margen de maniobra para obtener réditos políticos sin decepcionar a sus votantes, abonados a racionalidad acotada e información imperfecta. En segundo, ese mayor presupuesto induce una disminución de la cualificación media de los aspirantes a entrar en política, efecto selección, fruto de la asunción de que sus rendimientos derivados tienden a ser tanto más valiosos cuanto menor sea la capacitación de los candidatos, quienes tendrían reducidas opciones de ganarse el pan sin vivir de la mamandurria. Y tercero, la interacción entre los dos primeros efectos potencia la obtención de mayores beneficios frente a rivales de inferior cualificación, sin llegar a lesionar sus perspectivas de reelección, precisamente, gracias a la información imperfecta de los votantes acerca de su verdadera competencia, dada una provisión de bienes públicos de manera independiente de criterios de calidad y eficiencia en la prestación de los mismos.

 

De nuevo, la conclusión inmediata aparenta ser que los incentivos para dilapidar recursos obtenidos mediante poder tributario; sea directo o transferido, corriente o fiado a futuro con aval de generaciones venideras; subyugan cualquier combinación racional de responsabilidad y equidad, mientras la losa impositiva deviene excesiva y amenaza con hacerse añicos. Habida cuenta que más del 40% del PIB mundial está concentrado en jurisdicciones, en su mayoría economías avanzadas, con déficits fiscales que alcanzan o superan el 10% de sus respectivos PIB nacionales, la necesaria consolidación de impuestos crecientes y gastos menguantes requiere, además de voluntad y capacidad política, un contexto internacional cooperativo, pues de no materializarse oportunamente los ajustes, se abocaría un saneamiento financiero vía inflación y, en casos extremos, default & confiscación. De ahí que la trinidad expoliadora de Impuestos, Deuda, e Inflación, deba seguir su camino entre las habituales milongas de recuperación, crecimiento, y empleo, al tiempo que se perfecciona el proceso de cartelización.

 

Si la deuda pública total suponía el 53’6% del PIB mundial en 2009, para este año se calculan, a nivel global, emisiones adicionales por importe de 4’5 billones de dólares. Rendirle cumplido servicio y atender los compromisos sociales exigirá, al menos en la Eurozona, incrementar la ya de por sí elevada presión fiscal, tendencialmente indirecta y transaccional, con sus diferentes grados de visibilidad electoral, a tenor de las estimaciones de déficit y deuda sobre PIB para este año, 6’9% y 84% respectivamente, esperándose que esta última alcance 88’2% en 2011. En EE.UU, cuyo PIB es poco más de un tercio mayor en términos de paridad del poder adquisitivo, este año se prevé un déficit del 10’6% y un ratio de deuda que irá creciendo, desde el actual 87%, hasta alcanzar 100% en 2012. Puntos de inflexión que, tomados en histórica perspectiva, devienen críticos, apreciándose que ratios por encima del 90% reducen el crecimiento dos puntos porcentuales en economías desarrolladas. La bomba de sobreendeudamiento & déficits estructurales, cebada y lista para detonar, aunque hay quien piensa que la alarma se está exagerando, dado que, al fin y al cabo, estos esfuerzos han servido para salvar los muebles de la Gran Depresión 2.0.

 

Aún cabría añadir un ingrediente adicional al cóctel, el canal del crédito bancario. La visión tradicional de su relación con la política monetaria descansa en los depósitos como oferta de fondos susceptibles de ser prestados por los bancos y determinantes del crédito. De esta forma, al modificar el banco central la rentabilidad relativa entre el dinero y otros activos, influyendo, por tanto, en las preferencias de los agentes, se alteraría la composición de los recursos de las entidades financieras que, en el caso de endurecimiento de la política monetaria, implicaría una restricción crediticia, pues habrían de sustituirse depósitos baratos y garantizados por otras formas de financiación más caras y engorrosas. A contrario sensu, se argumenta que son los cambios en la salud de los intermediarios financieros, en términos de apalancamiento y calidad de sus activos, así como en las percepciones de riesgo, los mecanismos más relevantes a este respecto. En particular, que el concepto del multiplicador monetario es defectuoso y que, bajo un sistema monetario fiduciario y un sistema financiero liberalizado, no existe restricción exógena sobre la oferta de crédito, excepto a través de los requerimientos regulatorios de capital.

 

En el caso eurolandés, un reciente estudio reitera, sin embargo, el mecanismo original, avalando sus positivos y significativos efectos en la actividad económica real, según el especial estatus de los depósitos, sustitutivos imperfectos dentro de los pasivos bancarios, y la adicción crediticia de empresas y familias, huérfanas de otras alternativas de financiación. Simbiosis perfecta hasta que las entidades, con desequilibrios en sus balances y necesitadas de reducir apalancamiento, cierran el grifo del maná fiduciario. Y es aquí donde (re)aparece la seductora Miss Inflation, envuelta en idóneo bálsamo de Fierabrás. Un ejercicio de sinceridad y coherencia, oficializando lo evidente, y cuyo acontecer estaba cantado. Opiniones variadas en fondo y forma, desde atalayas del BCE hasta antiguos insiders, incluyendo al autor de la regla que, curiosamente, justifica la arenga inflacionista. Mensaje recibido, alto y claro. Quizá por ello sorprende que se siga confiando en la cocina estadística de vanguardia y entelequias cuantitativas para defender, con premisas erróneas, conclusiones que debieran ser estimadas tan sólo en lo que valen. Y mientras la ficción va cediendo el paso a una realidad que se intuye sin demasiado esfuerzo, la imposición sigilosa evoca el natural instinto predatorio de los apóstoles del bienestar ilusorio, investidos aún de absoluta impunidad.

No hay arte que un gobierno aprenda más aprisa que el de sacar dinero de los bolsillos de la gente. Recordarán la cita original que inauguraba, hace ahora un año, las cuitas sobre la barra libre tributaria en ciernes, según la franca deriva hacia una generalizada colusión fiscal. Embozado en ilimitada coacción normativa, el imprescindible blindaje del ya insaciable apetito recaudatorio ha venido desarrollándose en paralelo a la creciente percepción de iniquidad e indefensión, con una ciudadanía cada vez más alerta y menos solícita a seguir sufragando el inacabable bufé de malversaciones y pesebres. Una lógica y legítima rebeldía, ajena a fariseísmos electoralistas de objeción de conciencia institucional, frente a la propia insumisión dimensional de la cosa pública, ese cómodo subterfugio para la perpetuación de la casta política y sus privilegios.