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'Inside job': esta película ya la hemos visto
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José Ignacio Bescós

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José Ignacio Bescós

'Inside job': esta película ya la hemos visto

Más allá de mi papel de regular escribiente, soy sobre todo lector regular y antiguo de El Confidencial. A estas páginas se han asomado alguna de las

Más allá de mi papel de regular escribiente, soy sobre todo lector regular y antiguo de El Confidencial. A estas páginas se han asomado alguna de las mejores plumas del país. Aunque dado mi generoso contorno casi la llenaría, no voy a meterme en camisa de once varas. Déjenme sólo decir que echo mucho de menos a las plumas que ya no se asoman, pero que encuentro consuelo en las que se siguen asomando, que no son cualquier cosa. Sin dramas, sin a quién quieres más, a papá o a mamá, que ya tenemos suficiente con lo que tenemos.

Una de los columnistas a los que sigo con interés es José Antonio Zarzalejos, a veces compartiendo sus argumentos, otras no, pero siempre admirando estilo y talante. En su última columna, Zarzalejos se hace cruces sobre la poca difusión en España de “Inside Job”, documental en el que se rastrean los orígenes de la crisis en la desregulación financiera de los años anteriores. Se pregunta a qué se debe la sordina y no tiene respuestas. Permítanme aventurar una: el personal está hasta las narices.

En un mundo ideal, una crisis semejante habría tenido un efecto catártico en el ciudadano de a pie que no participó en los burbujeos, un efecto de purificación de sus bajas pasiones financieras tras presenciar el castigo a las de los que sí se beneficiaron.  Para que tal catarsis se hubiera producido, el ciudadano no tendría que haber reclamado el castigo, sino condolerse de los castigados, en un necesario ejercicio de caridad.   Pero, quizá, quien pudo imponer castigos no estaba por la labor. Son décadas de depreciación del capital intelectual y moral de las estructuras políticas y administrativas. Quienes debieron enfrentar a los culpables a su culpa ni quisieron (a menudo beneficiarios de los peligrosos inventos de los financieros creativos) ni pudieron (amedrentados por la oscura liturgia de la nueva iglesia de la economía matemática). 

Por su parte, los responsables del desaguisado son incapaces de percibir su propia culpa.  Hay golpecitos de pecho estratégicos, pero nada más.  La Fukushima financiera se trata como un problema estrictamente técnico, de mala calibración de los modelos. Y no es una cuestión de mala fe.  Banqueros, economistas y reguladores están convencidos de la necesidad de pasar por encima de cualquier consideración de riesgo moral y de libertad de mercado, igual que antaño lo estuvieron de la insensata hipótesis de las expectativas racionales y de la concepción del mercado como mecanismo económico de relojería (si no, ¿cómo es que los mismos bancos que titulizaban hipotecas subprime fueron víctimas de su caída al mantener grandes posiciones de esos instrumentos en sus balances?)

Hace unos días tenía la oportunidad de escuchar al responsable en el Banco de Inglaterra del programa de compra de activos (equivalente al quantitative easing de la Fed). Enfrente tenía a una de las grandes autoridades en modelización de las fricciones financieras. Cuando el regulador se jactaba de haber forzado a los inversores a abrazar activos de riesgo al reducir los tipos de interés reales, en una manipulación de precios destinada a penalizar precisamente a quien demostró mayor virtud durante los años previos a la crisis (quien ahorró) para beneficiar al pecador (quien se pasó pidiendo prestado), el insigne profesor asentía. Y ninguno de los estudiantes de economía de universidad de relumbrón que los escuchaba puso un pero. Habría resultado ridículo o, aún peor, blasfemo.  No hay ética en la microeconomía, sólo maximización de funciones de utilidad, engendros matemáticos convenientes pero aterradoramente simplistas sobre los que se construye el sistema, en lo que es un problema de base antropológica de primera magnitud.

Impermeables los economistas y oportunistas los políticos, el ciudadano, con mayor sentido común que aquéllos, intuye que sólo una reparación moral evitará un nuevo “accidente” en el futuro. Entretiene la espera escuchando con estupor los planes de quienes fueron, en teoría, elegidos para defender sus intereses, y leyendo cada vez con más desgana las jeremiadas de agitadores apocalípticos que excitan las bajas pasiones (¡venganza, venganza!) del lector. Sí, también hay alguno de estos en El Confidencial.

Y llega un momento en que el ciudadano se cansa. Deja de escuchar, de leer y de ver documentales que le cuentan lo que ya sabe, y se debate entre dejarse llevar, subirse al carro de los pecadores o liarse a patadas con el mobiliario.

¿Algún filósofo de la economía en la sala? ¿Algún filósofo moral? ¿Algún antropólogo? Hablen más alto, que hay demasiado ruido y no se les oye.  Y no queda mucho tiempo.

Buena semana a todos, y tengan cuidado ahí fuera.

Más allá de mi papel de regular escribiente, soy sobre todo lector regular y antiguo de El Confidencial. A estas páginas se han asomado alguna de las mejores plumas del país. Aunque dado mi generoso contorno casi la llenaría, no voy a meterme en camisa de once varas. Déjenme sólo decir que echo mucho de menos a las plumas que ya no se asoman, pero que encuentro consuelo en las que se siguen asomando, que no son cualquier cosa. Sin dramas, sin a quién quieres más, a papá o a mamá, que ya tenemos suficiente con lo que tenemos.