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¿Dónde se esconde la inflación?
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Antonio España

Monetae Mutatione

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¿Dónde se esconde la inflación?

Seguramente conocen ustedes el experimento de la rana y el agua hirviendo. Según esta conocida parábola, popularizada por el gurú del management Peter Senge, si echamos

Seguramente conocen ustedes el experimento de la rana y el agua hirviendo. Según esta conocida parábola, popularizada por el gurú del management Peter Senge, si echamos una rana en una olla con agua muy caliente, esta saltará inmediatamente. En cambio, si la echáramos en la olla con el agua a temperatura ambiente y la fuéramos calentando poco a poco, observaríamos cómo la rana se iría acomodando a la temperatura hasta perder el sentido y, finalmente, morir literalmente escaldada. Si hicieran el experimento de verdad –les recomiendo que no lo intenten en sus casas–, la rana, que es rana pero no tonta, saltaría cuando la temperatura se tornara insoportable. Pues bien, algo parecido sucede con la inflación, por la que, por muy gradual que sea, tarde o temprano abandonaremos la olla si las autoridades monetarias siguen insistiendo en las políticas inflacionistas.

El uso de un dinero determinado, sea sólido o fiduciario, supone unas ventajas frente al trueque tan importantes y, a su vez, los costes de cambiar de un medio de intercambio ya consolidado y aceptado por todos, son tan elevados, que es perfectamente comprensible que aceptemos la degradación del poder adquisitivo de la moneda de curso legal mientras esta sea gradual y no dramática. Y esto lo saben muy bien los bancos centrales, que disponen de un amplio margen de actuación para 'imprimir' dinero e inyectarlo lentamente en la economía, sabiendo que el público lo absorberá, adaptándose a las nuevas condiciones elevando los precios de los bienes y servicios, siempre y cuando no perciba que le están tomando el pelo.

En este contexto, los defensores del intervencionismo monetario apoyan la impresión y critican llamando alarmistas a quienes se oponen a las políticas de falso estímulo practicadas por las autoridades monetarias. Argumentan que las estadísticas oficiales apenas reflejan rastro alguno de inflación. Es más, el propio presidente de la Reserva Federal norteamericana, Ben Helicopter Bernanke, declaró hace unos días que la inflación debería ser incluso aún mayor. Es decir, que hay que seguir calentando el agua.

Ante el argumento de que el IPC no refleje atisbos de inflación caben varias observaciones. En primer lugar, desconfíen ustedes de las estadísticas oficiales. ¿Acaso no les extraña que cada dos por tres se cambie la composición de la cesta de la compra y las ponderaciones con las que se elaboran los índices de precio al consumo? Claro que los hábitos cambian y el mix de productos de consumo que adquirimos evoluciona con los tiempos, pero ¿tan frecuentemente? Además, ¿por qué tras cada cambio metodológico, la inflación siempre suele resultar menor que con el criterio anterior, tal y como refleja el interesante ejercicio realizado por Shadow Government Statistics?

 

Miren, mientras el IPC oficial americano se situaba en mayo en 1,4%, si se aplicara la metodología de 1990, el índice sería de más de un 4%. Es decir, se han eliminado del cálculo productos que han visto su precio incrementado. Y si se aplicara la de 1980, la inflación aún estaría cercana al 8%. ¿No les resulta contradictorio? Díganme, si un producto pierde peso en la cesta de la compra porque se considera que ya no es tan demandado, en principio su precio debería tender reducirse, ¿verdad? Sin embargo, si lo mantenemos en la estadística, el índice refleja un aumento de precio aún mayor ¿Tiene esto sentido? ¿No creen que puede haber otros motivos, quizás más de índole política que técnica para decidir qué se incluye y qué no en el cálculo del IPC?

Llámenme malpensado, pero permítanme llamarles la atención sobre el siguiente cambio metodológico anunciado por el US Bureau of Labor Statistics en su informe de mayo (ver PDF). En la tabla el producto que muestra, con diferencia, un cambio mayor en el índice de precio –no ajustado por estacionalidad– es el gas canalizado –utility (piped) gas service– con un 14,2% de incremento respecto a mayo del 2012. ¿Adivinan cuál es uno de los productos que cambian su ponderación para la publicación del IPC en junio? ¡Exacto! El gas canalizado. Saquen ustedes sus conclusiones. Es como si fueran midiendo la temperatura del agua e informando de ella a la rana, pero cada vez con un termómetro distinto y con diferentes marcas en la escala del mercurio.

En segundo lugar, aun aceptando a efectos dialécticos que la medición del IPC está ausente de problemas de índole técnica, tengan en cuenta que la inflación no es necesariamente equivalente al crecimiento de los precios al consumo. Antes bien, hay otros muchos precios que no están relacionados con el consumo y que se ven afectados por las distorsiones monetarias. Por ejemplo, materias primas, bienes de equipo, activos financieros, etc. De hecho, grandes economistas austriacos como Mises o Hayek, cuando analizaron las causas del boom de los años 20 y la depresión iniciada tras el crack del 29, nos advirtieron de la necesidad de estudiar la diferente evolución de los precios de los bienes de las distintas fases de los procesos productivos.

 

Pueden comprobarlo con los precios de algunas materias primas, por ejemplo, el petróleo, omnipresente en los procesos de fabricación y cuyo precio los economistas mainstream rechazan que tenga algo que ver con las políticas de expansión monetaria. No dejen de leer el clarificador relato que Daniel Lacalle, gran connaisseur del sector, realiza en su libro Nosotros los mercados sobre el funcionamiento de los mercados de materias primas en general y del petróleo en particular. Como él mismo afirma, "no cabe duda alguna de que los movimientos de precios de los últimos años son consecuencia de la política disparatada de impresión de moneda y expansión monetaria".

 

Porque ¿saben cuánto es la diferencia del precio del petróleo hoy respecto al precio de 1950 en dólares corrientes? ¡Más de 65 veces superior! Y si lo miramos en dólares constantes, la diferencia es también de varios múltiplos. Sin embargo, fíjense qué ocurre si en vez de observar el precio en dólares lo hiciéramos en relación al oro. El precio del petróleo hoy está a los mismos niveles de ¡1950! Esto nos da una indicación de la validez de los deflactores basados en índices generales de precios pero, sobre todo, nos ofrece una pista de las distorsiones que introducen las políticas monetarias en los mercados. Y no sólo ocurre con el petróleo; podemos encontrarlo en la mayoría de las commodities.

 

Asumamos, no obstante, que el IPC no está manipulado y mide fielmente el impacto de las decisiones monetarias en el nivel de precios situándose cerca del objetivo del 2%. Díganme, ¿creen que tiene sentido que suban los precios, siquiera uno o dos puntos, en una situación de depresión de la demanda cuando, como dije en alguna ocasión, (i) no compran ni los que nunca pagan, (ii) el exceso de capacidad en las fábricas es patente, (iii) los stocks se cubren de polvo en los almacenes, (iv) el crédito brilla por su ausencia y (v) las empresas y familias dedican sus excedentes a reducir su endeudamiento? En estas condiciones, ¿no creen que deberían estar bajando los precios para ajustarse a la realidad económica?

Finalmente, permítanme insistir sobre los peligros que supone trabajar con magnitudes promedios y agregados y extraer conclusiones generales de los cálculos realizados. Precisamente por obviar esto, a los macroeconomistas mainstream se les escapan los desequilibrios que provoca en la estructura productiva la manipulación del dinero. Distorsión que se refleja en la composición de los precios relativos entre los productos de consumo y aquellos bienes utilizados en la producción de materiales y equipamiento para uso industrial. Como quiera que ellos sólo manejan agregados y promedios como el concepto del 'nivel general de precios', no son capaces de explicar los ciclos económicos ni las negativas consecuencias de las políticas que proponen.

Es como si las ranas del principio fueran el ingrediente principal en la final de Masterchef y un concursante metiera una en una olla con nitrógeno líquido a -180ºC y el otro introdujera su anfibio en una cazuela con aceite hirviendo a 220ºC. Aunque la rana promedio disfrutaría de una agradable temperatura de 20ºC, la realidad sería que tendríamos dos cadáveres de batracio. Así pues, ojo, no les cuenten que en promedio están ustedes fenomenal mientras les están cocinando a fuego lento y aún no lo saben.

Seguramente conocen ustedes el experimento de la rana y el agua hirviendo. Según esta conocida parábola, popularizada por el gurú del management Peter Senge, si echamos una rana en una olla con agua muy caliente, esta saltará inmediatamente. En cambio, si la echáramos en la olla con el agua a temperatura ambiente y la fuéramos calentando poco a poco, observaríamos cómo la rana se iría acomodando a la temperatura hasta perder el sentido y, finalmente, morir literalmente escaldada. Si hicieran el experimento de verdad –les recomiendo que no lo intenten en sus casas–, la rana, que es rana pero no tonta, saltaría cuando la temperatura se tornara insoportable. Pues bien, algo parecido sucede con la inflación, por la que, por muy gradual que sea, tarde o temprano abandonaremos la olla si las autoridades monetarias siguen insistiendo en las políticas inflacionistas.