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Un nuevo contrato social para la creciente economía digital
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Miguel Otero

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Un nuevo contrato social para la creciente economía digital

Hoy la visión en Europa es que no se puede realizar esta transformación digital, y social, al estilo estadounidense porque eso nos condena a lo que Shoshana Zuboff ha denominado el "capitalismo de vigilancia" de las GAFAM

Foto: Foto: EFE/Rungroj Yongrit.
Foto: EFE/Rungroj Yongrit.

A estas alturas ya hay pocas dudas de que estamos inmersos en la cuarta revolución industrial. La primera se inició en el siglo XVIII y estuvo marcada por el descubrimiento de la máquina de vapor y después el ferrocarril. La segunda se produjo en el siglo XIX y fue impulsada por la electricidad y el motor de combustión. La tercera se dio en el pasado siglo y se caracterizó por la llegada del ordenador e internet, mientras que la cuarta, la actual, está marcada por las plataformas digitales y la inteligencia artificial. En todas ha habido grandes convulsiones sociales, ganadores y perdedores, y en todas el marco político y social se ha tenido que adaptar a estas nuevas realidades.

Hoy la visión en Europa es que no se puede realizar esta transformación digital, y social, al estilo estadounidense, basado en el laissez faire, porque eso nos condena a lo que Shoshana Zuboff ha denominado el "capitalismo de vigilancia" de las GAFAM (Google, Apple, Facebook [ahora Meta], Amazon y Microsoft) ni mucho menos aceptar el modelo chino, muy bien definido por Claudio Feijóo González como "tecnosocialismo" en manos de un estado autoritario. Hay el anhelo de crear una tercera vía, y esa se ha venido definiendo en nuestro continente como una transformación digital más humanista, más centrada en los derechos y necesidades de los ciudadanos, y, sobre todo, más inclusiva y sostenible.

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Suena muy bien, pero la pregunta que muchos nos hacemos es: ¿cómo se aterriza ese concepto tan abstracto (que con el tiempo se ha convertido en retórica política de la Comisión Europea) en políticas concretas? Afortunadamente, este último año, en el seno del Centro para la Gobernanza del Cambio (CGC) de la IE University, he tenido la oportunidad de coordinar un proyecto de investigación que justamente ha abordado esta pregunta desde múltiples aspectos de la economía digital. Para ello, hemos contado con la colaboración de auténticos expertos internacionales en cada una de las áreas que hemos analizado, desde los debates más macro de gobernanza, prospectiva y políticas públicas hasta los micro centrados en las pymes y los trabajadores, pasando por los meso de la criptoeconomía y la inteligencia artificial.

Hemos contado, además, con académicos de centros de investigación de prestigio como la Fletcher School en Boston, el Instituto de Internet de Oxford, el Instituto Humboldt para Internet y Sociedad de Berlín y el Centro para el Estudio de la Política Europea (CEPS) de Bruselas, pero también incorporado las aportaciones de instituciones con una misión mucho más práctica como JEDI (la DARPA europea basada en París) o Los Despertadores Rurales Inteligentes que han surgido de Teruel.

Es difícil resumir en un artículo los resultados y conclusiones de los ocho estudios que hemos incluido (los papers se pueden encontrar en la página web del CGC), pero sí que vale la pena resumir tres grandes ideas y cuatro recomendaciones generales para ayudar a la construcción de un posible nuevo contrato social para la nueva economía digital.

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La primera idea es que hay que deconstruir el mito de que la tecnología va a resolver los problemas sociales y políticos de nuestro tiempo. Esto queda patente en nuestras reflexiones sobre la criptoeconomía. Muchos de los criptoentusiastas creían, o todavía creen, que la tecnología blockchain iba a crear relaciones sociales más descentralizadas, y, por lo tanto, más horizontales y hasta democráticas. Además, pensaban que estas relaciones iban a ser más transparentes, y que muchas de las decisiones iban a ser automatizadas, evitando así la discrecionalidad de cierto poder político, lo cual ayudaría a recupera la confianza en "el sistema". Finalmente, insistían, también, que blockchain ayudaría a una mayor inclusión económica de los marginados. Pues bien, por ahora, y los últimos escándalos como la bancarrota de la plataforma FTX así lo demuestran, no se han generado esos avances. Más bien todo lo contrario. El mundo cripto es muy centralizado, poco transparente, ofrece poca confianza y requiere de una alta alfabetización técnica. Al final, la tecnología se asienta sobre relaciones institucionales, sociales y de poder existentes. La tecnología puede ayudar a cambiar ese sustrato a mejor, pero también puede reforzarlo. Si es así, poner demasiadas expectativas en el poder milagroso de la tecnología puede llevar a una mayor frustración y descontento.

El problema de fondo es el cuestionamiento de las instituciones que tenemos. Y esto nos lleva a la segunda gran temática que hay que resolver. La tecnología ha ayudado a poner mucha más presión sobre nuestras élites, desde los políticos a las instituciones de gobierno y de estado. En la era de Twitter, cualquier decisión errónea es inmediatamente criticada, sobre todo en nuestras sociedades democráticas. Esto tiene un efecto positivo. El escrudiño de nuestras élites es mayor. Pero las redes sociales también generan mayor polarización y enfrentamiento, se convierten en cajas de resonancia que separan más que unen, y que además son usadas por emprendedores políticos de corte populista para llegar al poder. Pero estos populistas no tendrían tanto atractivo si no existiesen los problemas de fondo: que son la brecha entre ganadores y perdedores, la creciente distancia entre las elites y la ciudadanía y la desconexión entre el mundo urbano y el rural. Fenómenos todos acentuados por la revolución digital, y a los que las instituciones actuales todavía no han sabido dar una respuesta satisfactoria.

Es importante que el marco legislativo y regulatorio de la economía digital cuente con altas dosis de legitimidad

Precisamente, la tercera idea que hay que resaltar de nuestro proyecto de investigación tiene que ver con la aparente disyuntiva entre innovación e inclusión. Muchos piensan que, si se apuesta como país por una, hay que sacrificar ciertos niveles de la otra. EEUU, Corea del Sur y Singapur, con poca regulación, cierta política industrial pero poca política social, desarrollan mucha innovación y están a la vanguardia de los procesos de digitalización, pero también es verdad que son sociedades menos inclusivas que las europeas. Francia y España, en cambio, son más igualitarias, pero presentan menores niveles de innovación. Sin embargo, hay sociedades que han sabido encontrar un buen equilibrio. No solo los países nórdicos. De las grandes economías, Alemania destaca por altos niveles de innovación, incluso crecientemente en la economía digital, y bastante inclusión. Al final, la aparente disyuntiva no es tal. Es una decisión política, que desemboca en políticas concretas.

¿Cuáles son entonces esas cuatro recomendaciones generales que nos deberían acercar como sociedad a ese equilibrio entre innovación e inclusión en la era digital? En primer lugar, es importante que el marco legislativo y regulatorio de la economía digital cuente con altas dosis de legitimidad. Eso quiere decir que hay que socializar y, sí, politizar el uso de la tecnología. Las discusiones no pueden ser solo técnicas. Eso lleva a un tecnosolucionismo que puede ser contraproducente. Los marcos regulatorios y las políticas públicas tienen que basarse sobre evidencia empírica, y las nuevas tecnologías pueden ayudar inmensamente en ese proceso, pero también deben ser revisadas y contestadas si los efectos son negativos. No se puede caer en el dogma y la ortodoxia. El proceso de toma de decisiones tiene que ser transparente y presentar diferentes alternativas de gobierno, con sus posibles consecuencias.

Las sociedades que tengan estados ágiles, inteligentes y eficientes serán las que prosperen en la nueva era

La segunda recomendación es que, justamente en ese proceso legislativo y regulatorio y de políticas públicas, participen un gran número de actores, representando a una variedad de intereses. Esto es lo que en inglés se denomina multistakeholder approach. Los actores económicos y sociales relevantes, desde las patronales, hasta los sindicatos, pero también los expertos, académicos y miembros de la sociedad civil con conocimiento de causa, tienen que estar involucrados en el diseño, la elaboración, la implementación e incluso la evaluación de las políticas públicas. La digitalización es un proceso transversal que afecta a toda la sociedad. No contar con las aportaciones e inquietudes de la mayoría de los afectados es un error. Además, es importante romper los silos existentes entre los actores del sector privado y en la propia administración pública a nivel horizontal, entre ministerios, pero también vertical, entre los gobiernos centrales y los regionales y locales.

En tercer lugar, hay que adaptar las administraciones e instituciones públicas a la revolución digital. Las sociedades que tengan estados ágiles, inteligentes y eficientes serán las que prosperen en la nueva era. El debate no debe centrarse en más o menos Estado, sino en un Estado que responda a las necesidades del ciudadano. Pero justamente para ello se precisa una reorganización y renovación del Estado. Hay que actualizar, revisar periódicamente, y si hace falta incluso aumentar las capacidades del Estado. El uso de inteligencia artificial para agilizar los procesos administrativos y regulatorios es un factor muy positivo, pero si se externaliza en su práctica totalidad puede tener consecuencias negativas. Por un lado, puede tener sesgos indeseados y perder la legitimidad inicial, y, por otro, puede debilitar al Estado en demasía hasta tal punto que se entra en un círculo vicioso en que los fallos o errores del sector público (por falta de medios) hacen que se demande cada vez más la privatización de sus funciones. Y en la era digital quien produce, almacena, analiza y usa los datos tiene un enorme poder y, justamente, ese poder tiene que ser escrudiñado.

La cooperación público-privada y también la privada-privada tienen que ser la base del nuevo contrato social

Finalmente, la colaboración entre el sector público y el privado es clave. En la revolución digital que vivimos el Estado debe tener unas competencias y capacidades mínimas, pero nunca tendrá el conocimiento y la tecnología que tiene la empresa privada. Pero, a su vez, la empresa privada tiene que asumir ciertas responsabilidades a la hora de crear el nuevo contrato social. Tiene que ayudar a resolver la crisis de legitimidad que tienen muchas de las instituciones públicas. El compartir sus datos de manera anónima, por ejemplo, para mejorar las políticas públicas, en transporte, energía, sanidad, educación y el mercado de trabajo, por citar solo unos campos, debería ser una prioridad absoluta. Las plataformas de búsqueda de empleo, sin ir más lejos, tienen muchísima información valiosísima sobre las capacidades y habilidades que se necesitan ahora mismo en el mercado laboral. Sobre esa base de datos se podrían diseñar las políticas activas de empleo.

En definitiva, la cooperación público-privada y también la privada-privada. Bien sea entre las grandes empresas y las pymes, pero también entre los actores de la sociedad civil en su conjunto, tienen que ser la base del nuevo contrato social, que no puede ser impuesto centralmente desde el estado, sino que tiene que ser un proceso orgánico y colectivo.

*Miguel Otero es investigador principal en el Real Instituto Elcano.

A estas alturas ya hay pocas dudas de que estamos inmersos en la cuarta revolución industrial. La primera se inició en el siglo XVIII y estuvo marcada por el descubrimiento de la máquina de vapor y después el ferrocarril. La segunda se produjo en el siglo XIX y fue impulsada por la electricidad y el motor de combustión. La tercera se dio en el pasado siglo y se caracterizó por la llegada del ordenador e internet, mientras que la cuarta, la actual, está marcada por las plataformas digitales y la inteligencia artificial. En todas ha habido grandes convulsiones sociales, ganadores y perdedores, y en todas el marco político y social se ha tenido que adaptar a estas nuevas realidades.

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