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O actuamos sobre el gasto o España se va al carajo
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Alberto Artero

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O actuamos sobre el gasto o España se va al carajo

Mucho ha dado que hablar el dato de endeudamiento público dado a conocer el pasado viernes. De acuerdo con las cifras suministradas por el Banco de

Mucho ha dado que hablar el dato de endeudamiento público dado a conocer el pasado viernes. De acuerdo con las cifras suministradas por el Banco de España, la Administración en sus distintos niveles debe el 68,5% del PIB, 735.000 millones de euros, casi el doble que al inicio de la crisis y 92.000 más que a cierre de 2011.

A los optimistas no les ha faltado tiempo para poner esta cifra en contraste con el resto de nuestros socios europeos y alabar, de este modo, lo lejos que aún estamos de ellos en esta parcela concreta. Los pesimistas, por el contrario, no dudan en tirar de catastrofismo para advertir que, uno, el importe no incluye los avales prestados por el Estado, contingencia cada vez de más probable materialización en la medida en que el entorno se deteriora, y dos, que añadido a la deuda privada y exterior estamos en el furgón de cola de las economías desarrolladas mundiales.

Ambos tienen parte de razón. Y ambos se equivocan. El volumen de deuda, como tal, importa un comino. Literalmente. Por tanto centra el debate en él es absurdo. Los factores determinantes que condicionan su idoneidad o imposibilidad son la generación de ingresos suficientes para pagarlo, el coste asociado al mismo y el plazo de vencimiento. El primero de ellos es común a cualquier partida de gasto. Los otros dos son específicos del endeudamiento.

Y España está mal en relación con esos tres elementos.

Yendo de atrás adelante. El BCE ha puesto una fecha límite a las posibilidades de financiación de nuestra economía. Dentro de tres años, si no hay un programa similar al actual, la banca europea en general y española en particular tendrán que devolver al banco central un billón de euros, de los que una buena parte han ido a parar a nuestro país. Un dinero que, indirectamente, ha permitido salvar las sucesivas subastas de letras y bonos y mejorar la situación de su mercado secundario a través del llamado carry trade. Cuando toque la hora de devolver el pasivo bancario, a ver qué pasa con ese activo.

Vayamos ahora con el coste. Es evidente que economías como la japonesa, la estadounidense o la británica se encuentran en una situación objetivamente igual de mala o incluso peor que la española en términos de deterioro de las finanzas públicas y niveles de endeudamiento.

Sin embargo disfrutan de una doble ventaja: una política de tipo de cambio propia que les permite actuar sobre su moneda de manera arbitraria y, sobre todo, una condición refugio que les lleva a financiarse en el mercado a tipos irrisorios, cuando no nominalmente negativos. Es verdad que eso no resta ni un ápice de peligro a su situación (incluso Japón genera fiscalmente al año menos que los intereses que paga) pero a día de hoy, no se ven afectados por la ‘tragedia’ que aflige a la periferia europea, esa que provoca que, aunque la deuda no creciera, que no es el caso, el impacto sobre las arcas públicas sea superior.

Queda, por último, la obtención del dinero necesario para acometer en tiempo y forma intereses y vencimientos. Aquí cobra un papel esencial el superávit primario, que los ingresos sean superiores a los gastos corrientes. El desplome de la recaudación fiscal y la estructuralidad de los desembolsos de la administración convierten tal objetivo en un reto titánico a día de hoy que, además, solo se puede resolver con certeza  por una vía: la de los pagos.

¿Por qué? Porque es el único factor directamente controlable por los gestores. Al igual que ocurre en la iniciativa privada, la ‘facturación’ es siempre una estimación mientras que los costes son perfectamente estimables. Se puede subir el número de tributos o sus tipos de aplicación pero no es garantía de mayor ayuda presupuestaria. Puede incluso alimentar ese fraude que es el verdadero pecado capital de las finanzas de la administración, donde ésta debería centrar sus esfuerzos. Mucho más eficaz sería la elminación de buena parte de las deducciones y bonificaciones de determinadas figuras tributarias pero, en el entorno actual. su impacto sería limitado.

Sin embargo, el gasto es fácilmente identificable y mesurable, no solo en términos de rentabilidad sino de sostenibilidad. Su gestión exige quitar lo superfluo y poner las bases para que no vuelva a acumularse en el futuro; evitar los abusos o las gratuidades innecesarias, a través de establecimiento de tasas en función de la renta o la recurrencia injustificada y la lucha contra el parasitismo social de quienes pudiendo contribuir al bien común han decidido no hacerlo.

Pero, sobre todo, requiere el establecimiento de prioridades, donde lo mayor puede ser enemigo de lo mejor y lo inmediato obstáculo para el futuro. Obviamente, ajustar en momentos de recesión es la pescadilla que se muerde la cola, el cuento de nunca acabar. Suicida. De ahí que el calor de este gobierno, de cualquier gobierno, se deba medir en términos de capacidad de cumplir con los objetivos sin condenar a varias generaciones, de conciliar inversión-crecimiento con recorte-moderación.

Esos son los frágiles tres pilares sobre los que se sujeta nuestra deuda. Como ven, no hay cifra alguna. No importa. Lo esencial es que, siendo mucha, poca o regular, podamos pagarla a un coste razonable y en el plazo previsto. O rezar porque llegue una inflación galopante que, empobreciéndonos a todos, reduzca su valor real. Pero hasta eso parece un imposible a día de hoy…

Buena semana a todos.

Mucho ha dado que hablar el dato de endeudamiento público dado a conocer el pasado viernes. De acuerdo con las cifras suministradas por el Banco de España, la Administración en sus distintos niveles debe el 68,5% del PIB, 735.000 millones de euros, casi el doble que al inicio de la crisis y 92.000 más que a cierre de 2011.