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Desahucios, la muerte como exageración
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Alberto Artero

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Desahucios, la muerte como exageración

Se ha escrito mucho en los últimos días sobre la ‘oleada’ de muertes que ha supuesto el ejercicio por parte de los bancos de su derecho

Se ha escrito mucho en los últimos días sobre la ‘oleada’ de muertes que ha supuesto el ejercicio por parte de los bancos de su derecho al desahucio, en que por cierto se basa buena parte de la seguridad jurídica que acompaña a la financiación hipotecaria en España. Sin duda alguna, cualquier óbito conmueve, pero no hay que olvidar que siempre han existido suicidios de deudores, por una parte, y que estadísticamente la cifra es absolutamente residual en comparación con los préstamos con garantía de inmuebles que hay concedidos en el país, por otra. Algunos, por tanto, están tomando la excepción como norma con objeto de manipular a la opinión pública. Y sería muy peligroso para nuestra credibilidad como nación tomar la parte por el todo para cargarnos un sistema que nadie cuestionaba cuando a todos nos iba bien. Memoria histórica selectiva, se llama esto.

Igual que la ley establece una serie de mecanismos a favor del arrendador cuando el arrendatario no paga el alquiler, la norma fija que en caso de que un adquirente no pueda abonar las cuotas de la casa que ha comprado, esta vuelva a manos del que le ha dado el dinero para comprarla. El derecho constitucional a una vivienda digna tiene sus límites. Y no está dentro de los mismos que alguien pueda habitar un hogar cuyo servicio financiero se encuentra por encima de sus posibilidades. No lo olvidemos. Por tanto, el desahucio no debería ser demonizado porque no es sino una manifestación más de la necesidad del cumplimiento de las obligaciones recíprocas que mana de todo contrato. Incluso la ‘dación en pago’, que muchos presentan como alternativa, es una suerte de desahucio, solo que en este caso la deuda queda zanjada de manera excepcional. Estamos hablando de lo mismo.

Lo que nos lleva de cabeza a las raíces del problema, que no están en la salida forzosa de sus habitantes de una residencia habitual, sino en la responsabilidad universal por las deudas que consagra nuestro derecho civil, los agujeros de un sistema extraordinariamente garantista pero notablemente ineficiente en la salvaguarda de los intereses del débil, clausulados que permiten a la banca mantener la usura aún en pleno siglo XXI, costes de ejecución al alza que ahondan el problema o tasaciones y subastas notariales a la baja que terminar por hundir a los deudores. Centrarse en las consecuencias, en general, y en sus aristas más dramáticas, en particular, es pretender reparar la casa por el tejado cuando su deterioro se encuentra en los cimientos.

En efecto, ese ‘del cumplimiento de sus obligaciones responderá el deudor con todos sus bienes presentes o futuros’ del 1.911 del Código Civil, que figura en la gran mayoría de los créditos como norma, debería situarse como excepción de tal manera que la responsabilidad quede restringida al bien objeto de la financiación, salvo pacto en contrario. La contratación de medidas edulcorantes, como seguros para el supuesto de impago sobrevenido, sigue beneficiando a la entidad financiera y supone un coste añadido al del hipotecario. No importa que con este radical cambio se desincentive esta actividad. Si no hubieran existido los barros de las facilidades pasadas, muchos de los lodos actuales no habrían aflorado. 'Subirán los tipos, bajarán los fondos concedidos', nos dicen (Valor AñadidoQuerida Espe, así no: devolver las llaves sin más no vale, sorry, 11-05-2011). Hágase. Debería quebrarse, mejor antes que después, la locura de que sea una referencia a 12 meses como el euríbor la usada para compromisos de pago mensual a 25 años. Su uso generalizado contribuyó a que la burbuja se retroalimentase. Eliminar esta condición de universalidad permitiría además que aflorara el dinero negro de aquellos endeudados que no desean tener nada a su nombre ante el temor a ser ejecutados.

Sorprende igualmente la apelación por parte de muchos de los damnificados a la existencia de cláusulas abusivas o desconocidas en las hipotecas que en su día firmaron. Alguien no ha hecho bien su trabajo: el demandante de fondos, el oferente, el intermediario o el doble fedatario público, notario y registrador. Porque si de algo peca nuestro sistema es de garantista, al existir la obligación legal de que el contenido de estos créditos sea leído en presencia de las partes con especial identificación de las condiciones. Aun así, se han firmado intereses de demora cercanos al 30% (echen las cuentas en las cifras manejadas en el extraño suicidio de Eibar) o costes de reclamación y ejecución disparatados que ahora provoca que los afectados se lleven las manos a la cabeza (Valor Añadido, Así se ejerce la usura en la España del siglo XXI, 28-06-2011). El establecer un cuestionario en el que el prestatario ha de reconocer y firmar ante quien corresponda su explícita aceptación de cada uno de los puntos del contrato que puede condicionar su futuro, se hace más perentorio que nunca.

En esa misma línea se engloba el sistema de avales que lleva de manera subsidiaria a que alguien pierda su vivienda como consecuencia de haberla aportado como aval para alguna operación de financiación empresarial o personal. En ese caso, además, muchas veces la subasta notarial permite al banco o a la caja adjudicarse el inmueble a precio de derribo y sobre tasaciones actualizadas a la baja, lo que hace que se una, a la tragedia de una iniciativa que por hache o por be no ha funcionado, la pérdida adicional de la mayor reserva de riqueza privada de los ciudadanos, como es la propia casa. Es de entender en estos supuestos la desesperación ya que, a la hora de cerrar la operación, puede más la esperanza de que las cosas van a salir bien sobre la posible experiencia que luego se materializa. Domicilios cuyo pago se había completado ya tiempo atrás, salen del patrimonio ante la impotencia de sus titulares. Es necesario algún tipo de mecanismo disuasorio o limitador.

Dicen los que saben que el derecho va siempre por detrás de la realidad social que persigue ordenar. De ahí que en el caso que nos ocupa resulte ciertamente perentorio legislar para solventar los efectos más perniciosos de la legislación financiera e hipotecaria actual. Sin embargo, eso no puede suponer pasar por encima del principio de seguridad jurídica que es el que da credibilidad a un país como Estado de derecho. Sobre la base de la prioritaria negociación individual entre morosos y bancos como forma de resolver los conflictos, se han de regular aquellos factores que han conducido a esta situación: no financiar al que no puede pagar, no exigir más que el valor del bien más unos intereses razonables de demora con un cap temporal, no permitir que nada se firme sin un conocimiento exhaustivo e individualizado de las condiciones, no hacer del desahucio un negocio y establecer a sensu contrario, por ejemplo, que la venta del inmueble adjudicado se destine en primera instancia a cancelar la deuda de quien no pudo pagar, y así sucesivamente.

La tentación de la retroactividad es enorme, pero créanme, de hacerse, sustituiremos la desgraciada muerte de algunos desesperados, que ojalá se hubiera evitado, por la colectiva como nación digna de cualquier consideración jurídica y digna de inversión. Y es lo último que conviene a día de hoy.

Buena semana a todos.  

Se ha escrito mucho en los últimos días sobre la ‘oleada’ de muertes que ha supuesto el ejercicio por parte de los bancos de su derecho al desahucio, en que por cierto se basa buena parte de la seguridad jurídica que acompaña a la financiación hipotecaria en España. Sin duda alguna, cualquier óbito conmueve, pero no hay que olvidar que siempre han existido suicidios de deudores, por una parte, y que estadísticamente la cifra es absolutamente residual en comparación con los préstamos con garantía de inmuebles que hay concedidos en el país, por otra. Algunos, por tanto, están tomando la excepción como norma con objeto de manipular a la opinión pública. Y sería muy peligroso para nuestra credibilidad como nación tomar la parte por el todo para cargarnos un sistema que nadie cuestionaba cuando a todos nos iba bien. Memoria histórica selectiva, se llama esto.