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Día 15- Somos gilipollas
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Javier Caraballo

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Día 15- Somos gilipollas

Claro que el pueblo se equivoca, se equivoca muchas veces cuando vota, y a la vista están desastres conocidos de las urnas durante la historia de los países democráticos

Foto: La candidata del PSOE a la Presidencia de la Junta de Andalucía, Susana Díaz. (Efe)
La candidata del PSOE a la Presidencia de la Junta de Andalucía, Susana Díaz. (Efe)

Hubo unas elecciones en Italia, en abril de 2006, en las que se extendió como grito de guerra de los electores una expresión que se hizo pegatinas, camisetas y chapitas y se multiplicó por cientos de miles: “Lo sono un coglione”, que en italiano se utiliza como aquí la palabra “gilipollas”. “Soy un gilipollas”. Eran las elecciones que Romano Prodi le ganó a Berlusconi y el grito del electorado respondía, precisamente, a los insultos constantes del extravagante magnate italiano contra quienes no lo votaban. El caso es que, trascendiendo del contexto político concreto al que se refiere, ya entonces el grito de guerra de lo italianos parecía como el lema electoral perfecto para representar las relaciones de la ciudadanía con la clase política antes, durante y después de unas elecciones.

A ver, es esta sensación desagradable de que, por un lado, la clase política se desentiende del ciudadano en cuanto se cierran las urnas pero, por otro lado, convengamos que tampoco es que el personal se gane demasiado el respeto del político con su actitud tan permisiva, escasamente crítica. Muchas protestas, mucho cabreo de barra de bar, pero luego se ven gobiernos nefastos que siguen cosechando mayorías como si nada. Y de los corruptos, ni hablamos; bastará con señalar que aquí, por mucho que se repita que la corrupción está entre las principales preocupaciones de los españoles, la verdad es podríamos hacer una larguísima lista de políticos que hasta que no han tenido una condena en firme, no han dejado el sillón porque la gente los seguía votando. Nada peor para la soberbia de un dirigente político que la certeza de que, haga lo que haga, cuenta con un pueblo fiel que le seguirá votando. Y eso, ha ocurrido demasiado a menudo.

placeholder Fotografía de archivo. (Efe)

Es el viejo mantra, que se repite detrás de todas las elecciones, de que el pueblo nunca se equivoca. Pues claro que el pueblo se equivoca, se equivoca muchas veces cuando vota, y a la vista están desastres conocidos de las urnas durante la historia de los países democráticos. Pueblos que, en algún momento de su historia, parecen abducidos por los mayores delirios o las propuestas más absurdas o irrealizables. El pueblo se equivoca, sí, de la misma forma que otras muchas veces acierta, y entre una y otra cosa lo que nunca debe cambiar, porque esa es la democracia, es la soberanía plena para tomar decisiones. Eso no tiene contestación, por mucho que haya algunos ilustrados planeando siempre sobre el debate de la calidad del voto. El pueblo es soberano para elegir libremente a sus dirigentes y lo contrario es un régimen dictatorial. No hay medias tintas.

Pero bueno, sentado eso, que es la parte de coglioni que nos corresponde, cada vez que se acaba una campaña electoral, como esta andaluza de ahora, siempre se queda la cara de bobo cuando se mira atrás y se analiza las banalidades que se han repartido a manojitos durante los últimos quince días. Costosas campañas electorales en las que, con una enorme artificialidad impostada, los dirigentes políticos empiezan a visitar barrios y mercados, fábricas y asociaciones vecinales, para abandonarlo todo en cuanto se cierran las urnas. Sólo en el caso de Andalucía, las subvenciones repartidas a los partidos políticos para esta campaña electoral es de diez millones de euros. ¡Diez millones en quince días! Si lo multiplicamos por el resto de elecciones que quedan, municipales, autonómicas, catalanas y generales, ya nos podemos hacer una idea del coste que va a tener para la España de los recortes este año electoral.

¿Hay que acabar entonces con las campañas electorales? Tampoco es eso, pero sorprende que ningún partido –igual, alguno minoritario sí- haya planteado jamás una reforma electoral en ese sentido. Es más, este es uno de esos temas que parece que ni siquiera se pueden plantear, porque siempre habrá alguien que lo considere un ataque mismo a la libertad. Tabú democrático. Así que hay que asumir, sin rechistar, este modelo tan gastado. Llegan las campañas electorales, con todo su estruendo de mítines y cartelería, y se marchan a los quince días, para volver pasados cuatro años. Y el ciudadano, que los ha visto pasar como una veloz comitiva de coches oficiales por un camino polvoriento, se quedará pensando eso, lo de los italianos. Lo sono un coglione.

Hubo unas elecciones en Italia, en abril de 2006, en las que se extendió como grito de guerra de los electores una expresión que se hizo pegatinas, camisetas y chapitas y se multiplicó por cientos de miles: “Lo sono un coglione”, que en italiano se utiliza como aquí la palabra “gilipollas”. “Soy un gilipollas”. Eran las elecciones que Romano Prodi le ganó a Berlusconi y el grito del electorado respondía, precisamente, a los insultos constantes del extravagante magnate italiano contra quienes no lo votaban. El caso es que, trascendiendo del contexto político concreto al que se refiere, ya entonces el grito de guerra de lo italianos parecía como el lema electoral perfecto para representar las relaciones de la ciudadanía con la clase política antes, durante y después de unas elecciones.

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