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El papanatismo de las comparaciones, como efecto colateral
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Antonio Casado

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El papanatismo de las comparaciones, como efecto colateral

El papanatismo de las comparaciones funciona en España como efecto colateral de la gran fiesta democrática celebrada en EEUU y saludada en el resto del mundo.

El papanatismo de las comparaciones funciona en España como efecto colateral de la gran fiesta democrática celebrada en EEUU y saludada en el resto del mundo. No hay charla, tertulia o ingeniosa columna que se resista a entrar en ese juego. Una forma de flagelarse como otra cualquiera. Más allá de la vigente coyuntura, no se corresponde en absoluto con los razonables niveles de autoestima alcanzados después de treinta años de progreso en libertad. Pero muchos disfrutan inventado motivos para hacer cola en los aeropuertos.

 

Que si la clase política española debería aprender de la americana, que hay años luz entre aquellos dirigentes y éstos, que más nos luciría el pelo si los partidos de aquí funcionaran como los partidos de allí, que cualquier profesional americano de la política le da mil vueltas a cualquiera de los aficionadillos españoles, y para qué contar las mofas y cuchufletas que se despachan contra quienes establecen algún tipo de paralelismo entre Rodríguez Zapatero y Barack Obama.

Las comparaciones siempre son odiosas. Sobre todo para los que salen perdiendo con la comparación. Y ahí me quedo, por no incurrir en la simpleza de poner siempre a los mismos en el lado de los perdedores. Hombre, depende. En unas cosas sí, en otras no. Salvo que la propia utilización del método, la comparación de magnitudes heterogéneas, las falsas analogías, los mal traídos paralelismos, sea una excusa más para denigrar al adversario, al discrepante, que es nuestro caso aquí y ahora.

El sueño americano, la grandeza de los Estados Unidos como sociedad abierta, con oportunidades para todos, como faro de la Democracia, patria de las libertades, etc., son lugares comunes que no tengo la menor intención de remover con desmentidos ocasionales. Pero solo se enciende la luz donde antes había oscuridad. Y no hay disputa en que el gran triunfo de Obama responde a la voluntad de la ciudadanía americana de superar una de las etapas más oscuras, más sombrías de su historia, con el fin de recuperar su prestigio como nación.

Cuando el flamante vencedor de las elecciones del martes promete cambio –se supone que hacia mejor-, cuando habla de revisar a fondo los sistemas de protección social –como la sanidad-, o cuando sitúa la fuerza norteamericana en “el poder duradero de nuestros ideales” y no en su riqueza ni en su formidable poderío militar, en realidad está diciendo que no se siente orgulloso de ciertos episodios inevitablemente asociados a la imagen de EEUU en el mundo.

Declararse más favorable a los sistemas europeos (el llamado Estado del Bienestar) o atreverse a criticar con fundamento los recientes abusos del poder americano (Guantánamo, Abu Grahib, los famosos vuelos de la Cia, las masacres de civiles en Afganistán...) es hacerse acreedor a esa sandez del antiamericanismo obsesivo. A los firmantes de semejante sandez se les han roto todos los esquemas cuando esos 'antiamericanos' han aplaudido con las orejas el triunfo de Obama porque esperan razonablemente que ponga fin a dichos abusos.

Tan clamorosa prueba de que la cosa va contra un gobernante concreto (Bush y su equipo) y no contra un país ha descolocado a los añorantes de las Azores. Será porque el que ha ganado no era el suyo, aunque nadie se atrevería a calificar a Obama de antiyanqui. Sin embargo, su hoja de ruta, sus promesas, han despertado el entusiasmo de nuestros antiyanquis obsesivos y progres trasnochados. Por encima de comparaciones odiosas, artificiales, absurdas y malintencionadas.

El papanatismo de las comparaciones funciona en España como efecto colateral de la gran fiesta democrática celebrada en EEUU y saludada en el resto del mundo. No hay charla, tertulia o ingeniosa columna que se resista a entrar en ese juego. Una forma de flagelarse como otra cualquiera. Más allá de la vigente coyuntura, no se corresponde en absoluto con los razonables niveles de autoestima alcanzados después de treinta años de progreso en libertad. Pero muchos disfrutan inventado motivos para hacer cola en los aeropuertos.

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