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El paseíllo de Urdangarín y su falsa dignidad televisada
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Antonio Casado

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El paseíllo de Urdangarín y su falsa dignidad televisada

Al yerno del Rey no se le ha pegado nada de aquella nobleza de casta descrita por Pérez Galdós en El Abuelo. Absolutamente nada. En Urdangarín

Al yerno del Rey no se le ha pegado nada de aquella nobleza de casta descrita por Pérez Galdós en El Abuelo. Absolutamente nada. En Urdangarín parecen de cartón piedra el porte erguido y la ofendida caballerosidad de sus movimientos lentos mientras el pueblo llano le interpela sin protocolo. Esos pasos contados en sesión continua para los telediarios del fin de semana, como la escena que no le acaba de salir al director y ha de repetirse una y otra vez, destaparon sin remedio la impostura de su solemne paseíllo hacia el Juzgado.

Demasiada impostura como para sospechar ni de lejos un cierto toque aristocrático en la dignidad televisada del duque de Palma. De hecho las copiosas filtraciones de su paso por el Juzgado de Palma descartan cualquier síntoma de adicción a esa escuela de virtudes glosada por Boecio, el filósofo romano al que se atribuye la doctrina del famoso “Nobleza obliga”.

Nada tan vulgar, nada tan plebeyo como echar balones fuera: “No sé”, “No me consta”, “No me acuerdo”, “Pregúntele al administrador”… Hombre, no es la mejor forma de “aclarar la verdad de los hechos”, según anunció que haría. Así se entiende la reacción del juez Castro: “Para esto es mejor que no hubiera venido”. Y mientras tanto, sobre la opinión pública siguen cayendo, en una secuencia que parece interminable, paletadas de pruebas que le retratan como el insensato miembro de la Familia Real que se aprovechó del carisma de la Corona y la solidaridad con los marginados para enriquecerse.

Pero hay algo peor que hacerse millonario en nombre de la Corona: tomar por idiotas a los españoles. Los toma por idiotas la infanta Cristina cuando en nombre de la pareja proclama su intención de comportarse “como personas normales” con queja añadida: “Pero no nos dejan”. Y su marido, el duque de Palma, también los toma por idiotas cuando dice en sede judicial que de los dineros y la ingeniería fiscal se ocupaba su número dos, Diego Torres, mientras que él solo se ocupaba de las relaciones institucionales. ¿Y no le preguntaba a su número dos de dónde salían los ingresos que entraban en su cuenta corriente o en las sociedades creadas para camuflarlos?

Imaginen la respuesta. No tengo inconveniente en reconocer que este comentario presume la culpabilidad del duque de Palma. Es una opinión libremente expresada a la luz de criterios éticos y estéticos. Incluso a la luz de criterios legales, según los datos conocidos sobre los negocios de Urdangarín. La última palabra a efectos judiciales la tienen los tribunales y, mientras tanto, se aplica la presunción de inocencia. A esos efectos y no a otros. Por tanto, eso no está reñido con la libertad de expresión y la libre circulación de las opiniones.

La presunción de inocencia es una figura técnica que no deroga el derecho de los ciudadanos –y el deber- a tomar postura respecto a lo que ocurre en su entorno político y social. A ver si nos aclaramos de una vez por todas. Vivimos en un régimen de opinión pública. Y los ciudadanos pueden y deben opinar, expresarse, inculpar o exculpar a un personaje público por su comportamiento público. Especialmente si pertenece a una institución cuyos miembros están especialmente obligados a ser ejemplares y a hacer honor a la doctrina de Boecio: “Nobleza obliga”.

Al yerno del Rey no se le ha pegado nada de aquella nobleza de casta descrita por Pérez Galdós en El Abuelo. Absolutamente nada. En Urdangarín parecen de cartón piedra el porte erguido y la ofendida caballerosidad de sus movimientos lentos mientras el pueblo llano le interpela sin protocolo. Esos pasos contados en sesión continua para los telediarios del fin de semana, como la escena que no le acaba de salir al director y ha de repetirse una y otra vez, destaparon sin remedio la impostura de su solemne paseíllo hacia el Juzgado.

Iñaki Urdangarin