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Fanatismo antideportivo, estupidez humana
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Antonio Casado

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Fanatismo antideportivo, estupidez humana

Hoy toca hablar de la estupidez humana. Su forma más absurda de manifestarse es de carácter transversal. Es decir, la que amplia su radio de acción

Hoy toca hablar de la estupidez humana. Su forma más absurda de manifestarse es de carácter transversal. Es decir, la que amplía su radio de acción más allá del estúpido en primer grado, el que está dispuesto a matar o morir antideportivamente por los colores de su equipo. A esta modalidad pertenece la violencia entre los seguidores fanatizados de dos clubes de fútbol que se citan en un determinado punto para zurrarse la badana. Me recuerda a las canteas de mi infancia, a pedrada limpia con los del barrio vecino. Al menos teníamos reglas y la batalla se interrumpía a la primera sangre, como en los duelos de honor. La estupidez se la repartían entre unos cuantos zangolotinos fuera del horario escolar. En nada se parece al enfrentamiento entre las hinchadas de dos equipos que se disponen a jugar un partido de fútbol.

No es la primera vez ni será la última, aunque dicen los expertos que estamos ante un precedente por “impacto directo de nuevas tecnologías y cibercriminalidad en un evento deportivo”, según decía ayer el secretario de Estado para el Deporte, Miguel Cardenal. Pero digo yo que el whatsapp no pone ni quita en las manifestaciones más primarias de la estupidez. En este enésimo caso de violencia extradeportiva, la estupidez no se queda en los protagonistas de una pelea con resultado de muerte –empezando por el muerto, y lo siento mucho por él y por su familia–, sino que alcanza, sin ir más lejos, a ese presidente del Atlético de Madrid, Enrique Cerezo, que se descuelga con una excusa tonta: “Ha sucedido muy lejos de nuestro estadio”.

No es el único que, después de la batalla campal de ayer por la mañana en los alrededores del Estadio Vicente Calderón, trata de lavarse las manos en un fenómeno que le concierne. Véanse las declaraciones de Javier Tebas Medrano, presidente de la Liga de Fútbol Profesional (clubes y sociedades deportivas de primera y segunda división), explicando que su falta de reacción ante lo ocurrido se debió al hecho de no haber encontrado a nadie en la Federación Española de Fútbol para concertar la suspensión del partido entre el Dépor y el Atlético de Madrid, a pesar de haberlo intentado. Explicación surrealista donde las haya en la época de los teléfonos móviles.

A juzgar por lo que nos contaba ayer Roberto R. Ballesteros en El Confidencial, la unidad policial que se encarga de controlar a los grupos radicales fieles a la causa deportiva y extradeportiva de distintos equipos debía estar de vacaciones en vísperas de un partido declarado de “bajo riesgo” por la llamada Comisión Nacional Antiviolencia. Sabiendo como sabemos que básicamente se trata de indeseables perfectamente localizados por sus respectivos clubes, cuyos directivos no dejan de apoyarlos como ruidosos animadores de la grada, es lamentable que la mencionada unidad policial haya tenido que demostrar su eficacia “a posteriori”, con las veintitantas detenciones y treinta identificaciones que ya se habían producido ayer por la tarde entre los grupos de hooligans que sembraron el pánico en los alrededores del estadio.

(Descanse en paz Francisco Javier Romero Taboada y sirva su mal ejemplo, y el de ochenta y tantos fanáticos participantes en la brutal reyerta, como dosis de recuerdo respecto a la responsabilidad de los clubes, los poderes públicos y el resto de aficionados en la tarea de hacerles el vacío y ponerlos fuera de la circulación.)

Hoy toca hablar de la estupidez humana. Su forma más absurda de manifestarse es de carácter transversal. Es decir, la que amplía su radio de acción más allá del estúpido en primer grado, el que está dispuesto a matar o morir antideportivamente por los colores de su equipo. A esta modalidad pertenece la violencia entre los seguidores fanatizados de dos clubes de fútbol que se citan en un determinado punto para zurrarse la badana. Me recuerda a las canteas de mi infancia, a pedrada limpia con los del barrio vecino. Al menos teníamos reglas y la batalla se interrumpía a la primera sangre, como en los duelos de honor. La estupidez se la repartían entre unos cuantos zangolotinos fuera del horario escolar. En nada se parece al enfrentamiento entre las hinchadas de dos equipos que se disponen a jugar un partido de fútbol.