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Caso Lubitz: y lo demás es silencio
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Antonio Casado

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Caso Lubitz: y lo demás es silencio

No se sabe qué particular percepción de la realidad, qué frustración mal curada o qué avería en el cerebro llevó a este Lubitz a la bestial expropiación de ciento cuarenta y nueve vidas ajenas

Foto: Andreas Lubitz (Parismatch.com)
Andreas Lubitz (Parismatch.com)

La caja negra del avión siniestrado de Germanwings era el cerebro de Andreas Lubitz. Y en él habrá que rastrear las causas de la tragedia del martes pasado, si damos por buena la tesis del fiscal Robin: “El copiloto tuvo la voluntad de destruir el avión”.

Pero ¿por qué?

Y a partir de ahí topamos con ese insondable agujero negro reconocido por filósofos, escritores y expertos en siniestralidad laboral como “el factor humano”. El libre albedrío no se desactiva en una escuela de pilotos ni en el cuadro de mandos del aparato. En los cursos de acceso a la profesión tampoco se altera la particular visión de la realidad de cada quien conunos protocolosde seguridad en el trabajo.

Los adeptos al mandato del destino, los echadores de cartas y los creyentes lo tienen más fácil. Sólo el Señor conoce el momento del apagón que nos aguarda. “Cada uno tiene su día”, le decían en el cuento al pasajero primerizo. Y este respondía: “Pues espero que no sea el día del piloto”. Pero no era el día de las otras ciento cuarenta y nueve personas cuyo destino fue injustamente confiscado por la voluntad de un muchacho de 28 años que, según el fiscal de Marsella, estrelló voluntariamente el A-320 contra la barrera alpina.

Se trata de saber si dejó alguna huella de su mente averiada en su historial personal, familiar, profesional y médico. Con especial atención a la salud mental

Y lo demás es silencio, señores. O esos angustiosos e inútiles porqués de los familiares que nos parten el alma. No se sabe qué particular percepción de la realidad, qué frustración mal curada o qué avería en el funcionamiento de su cerebrollevóa este Lubitz (“un chico normal”, “amable”, “agradable”, dicen los vecinos de su casa familiar en un pueblecito de Renania-Palatinado) a acabar con su vida y a la bestial expropiación de ciento cuarenta y nueveajenas.

Ahora se trata de saber si dejó alguna huella de su mente averiada en su historial personal, familiar, profesional y médico. Con especial atención a la parte dedicada a la salud mental en los chequeos anuales. Si es que los había pasado, que está por ver. Semestrales a partir de los 40 años de edad, según la normativa para los pilotos de aviones de pasajeros en el ámbito europeo. Aunque es lo previsto, el desbarajuste es considerable en según qué país y en según qué compañía aérea.

El presidente de la Asociación Española de Psiquiatría, Miguel Gutiérrez, explicaba ayer que, en la práctica de esos tests, es criterio de exclusión el hallazgo de cualquier indicio de patología mental. “Eso no quita para que pueda pasar desapercibido alguno”, precisaba luego. Tal vez los que ya se han instalado en la estructura cerebral del individuo. No los sobrevenidos. No los que exigen determinadas respuestas emocionales a trances imprevistos y empapados en factor humano.

¿Por qué el copiloto que, según el fiscal, estaba consciente, no le abrió la puerta de la cabina al comandante que se había ausentado momentáneamente?

Nunca lo sabremos si, como parece, fue el hombre y no la máquina lo que se descompuso a bordo del A-320 en el cielo francés, en la fatídica mañana del martes 24 de marzo.

La caja negra del avión siniestrado de Germanwings era el cerebro de Andreas Lubitz. Y en él habrá que rastrear las causas de la tragedia del martes pasado, si damos por buena la tesis del fiscal Robin: “El copiloto tuvo la voluntad de destruir el avión”.