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Ese cura gay que sonroja al Vaticano
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Antonio Casado

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Ese cura gay que sonroja al Vaticano

La cuestión de fondo es, una vez más, el anacrónico compromiso de castidad y celibato contraído por los hombres y mujeres que un día quisieron convertirse en ministros de la Iglesia

Foto: Krzysztof Charamsa con su pareja. (EFE/EPA)
Krzysztof Charamsa con su pareja. (EFE/EPA)

Al acusar de homofobia al Vaticano, el propio cura gay desenfoca la polémica. Y lleva por el camino equivocado a quienes braman contra la inmediata destitución de sus cargos en la Santa Sede. No viene a cuento aprovechar el episodio para rebatir la supuesta benevolencia del papa Francisco con los homosexuales (“¿Quién soy yo para juzgarlos?”) y, tal vez, quitarle la careta. En todo caso, eso no toca ahora.

La cuestión de fondo es, una vez más, el anacrónico compromiso de castidad y celibato contraído por los hombres y mujeres que un día quisieron convertirse en ministros de la Iglesia. Eso concierne a Krzysztof Charamsa, el cura vaticano, de origen polaco, que decidió salir del armario y presentar a su novio catalán en vísperas del Sínodo de la Familia. También hubiera afectado a cualquier otro cura que se hubiera atrevido a revelar su feliz vida en pareja con la mujer de su vida.

El escándalo se abre al debate en dos derivadas muy claras. La primera se refiere a la escasa credibilidad de una actualización de la Iglesia católica que no incluya el fin de esas dos instituciones vinculadas al sacerdocio: el celibato y el voto de castidad. Las dos son reprobadas por el cura Charamsa porque impiden el natural impulso de “amor y familiaridad” sentido por todos los seres humanos, homosexuales o no, sacerdotes o no.

La segunda derivada del escándalo se refiere al cinismo de una institución secular que mira hacia otro lado ante la ruptura del voto de castidad y los emparejamientos de hecho -heterosexuales o no-, que se dan por cientos y por miles en el seno de la Iglesia católica. Por eso la declaración pública de Charamsa anima a “tantísimos sacerdotes que no se atreven a salir del armario” y pide a la Iglesia que “abra los ojos” y entienda que “la abstinencia total de la vida de amor es deshumana”.

Celibato y voto de castidad. Eso es lo que debería revisar el papa Francisco, cuya voluntad aperturista tiende a quedarse sólo en palabras

La reacción oficial del Vaticano ha sido inusualmente rápida y contundente. Esta vez no hubo necesidad de abrir la consabida investigación previa, como en el caso de los curas pederastas, por ejemplo. Pero sorprende que se centre en el cuándo y no en el qué. Como si lo grave en el comportamiento del citado cura polaco no hubiese sido su desafiante confesión pública de emparejamiento con su novio, sino haberlo hecho 24 horas antes de que 270 padres sinodales (cardenales, obispos, religiosos, expertos) se renuniesen en Roma a reflexionar sobre los nuevos modelos de familia.

A Federico Lombardi, el portavoz oficial, lo único que parece importarle es la presión mediática del escándalo sobre el Sínodo de la Familia. Mal hará las cosas el equipo del papa Francisco, aparentemente comprometido con la puesta al día de la Iglesia, si no aprovecha la ocasión para afrontar la cuestión de fondo, que es estructural y tiene memoria de siglos. Celibato y voto de castidad. Eso es lo que debería revisar el papa Francisco, cuya voluntad aperturista tiende a quedarse solo en palabras.

Y debería hacerlo antes de que se consoliden las posiciones de quienes le culpan de haber estimulado situaciones como la creada por el cura Charamsa. “Los homosexuales tienen dotes y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana”, dice la vigente doctrina vaticana, que no tiene nada que ver con las enseñanzas del obispo de Alcalá, Reig Plá, referidas a “esas personas que desde la niñez sienten atracción hacia personas del mismo sexo y para comprobarlo se corrompen y se prostituyen o van a 'clubs' nocturnos de hombres. Os aseguro que encuentran el infierno”. (Y perdón por esta digresión doméstica).

Al acusar de homofobia al Vaticano, el propio cura gay desenfoca la polémica. Y lleva por el camino equivocado a quienes braman contra la inmediata destitución de sus cargos en la Santa Sede. No viene a cuento aprovechar el episodio para rebatir la supuesta benevolencia del papa Francisco con los homosexuales (“¿Quién soy yo para juzgarlos?”) y, tal vez, quitarle la careta. En todo caso, eso no toca ahora.

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