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Antonio Casado

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Debate, que algo queda

Los que se apuntan a todos los debates y los que no, no actúan en nombre del derecho de los ciudadanos a comparar candidatos sino al servicio de sus propias conveniencias

Foto: Rivera e Iglesias durante el debate electoral organizado por la Universidad Carlos III de Madrid. (EFE)
Rivera e Iglesias durante el debate electoral organizado por la Universidad Carlos III de Madrid. (EFE)

El primer debate electoral televisado se llevó a cabo el 27 de septiembre de 1960 y cambió la historia del mundo. Fueron sus protagonistas el entonces titular de la Casa Blanca, Richard Nixon, y el joven aspirante, John F. Kennedy. Fue seguido por 70 millones de personas. Record imbatido al día de hoy. El recuerdo del famoso lance en blanco y negro siempre vino asociado a unas no menos famosas declaraciones de Nixon:

“Confiad plenamente en vuestro asesor de televisión, dejadle que os ponga maquillaje incluso si lo odiáis, que os diga como sentaros, cuáles son vuestros mejores ángulos o qué hacer con vuestro cabello. A mi me desanima, detesto hacerlo, pero habiendo sido derrotado una vez por no hacerlo, no volvería a cometer el mismo error”.

Es seguro que los cerebros grises de Rajoy, Jorge Moragas en Moncloa y Pedro Arriola en Génova, conocen esa cita del ya desaparecido expresidente de los Estados Unidos que, por cierto, ganó el debate entre quienes lo siguieron por la radio y lo perdió estrepitosamente entre quienes lo hicieron por la pequeña pantalla. En la radio no se vio que sudaba, vestía de gris, no había querido maquillarse y miraba con desdén a un oponente joven, bronceado y sonriente.

Además de la sana costumbre de debatir cara al público, había nacido la telegenia. Desde entonces, compañera inseparable de los políticos en países de nuestro entorno.

El derecho a elegir de los consumidores está regulado por ley, pero no el de los votantes

La telegenia no puede regularse por ley. Los debates electorales, sí, aunque hay pocos precedentes. Siempre en base al derecho de los ciudadanos a informarse antes de elegir, y a elegir antes de comprar. O de votar. Ese derecho está regulado en el caso de los consumidores. No en el de los votantes. Por ahí va una iniciativa del PSOE, cuyo programa recoge la voluntad de que los debates electorales sean legalmente obligatorios.

Si la iniciativa ya estuviera debidamente reglamentada en el BOE, Mariano Rajoy, o cualquier otro candidato, tendría que atenerse a un principio de legalidad. No es el caso. Su razón de ser no habita en la ley sino en la costumbre. De manera que los candidatos han de atenerse al principio de oportunidad. O sea, a su conveniencia. Y no hay que darle más vueltas.

Los debates constituyen un derecho de los ciudadanos. Pero, de momento, es un derecho no escrito. Por tanto, los efectos del incumplimiento no se verán ante la autoridad electoral o ante el juez sino ante las urnas. Para bien o para mal. Un riesgo calculado por los asesores del presidente del Gobierno, sobre el que recae la carga del argumento, al ser el único candidato reticente a estar en todos los cruces que otros le proponen. Con una sola excepción: el cara a cara con Pedro Sánchez, líder socialista, el otro aspirante creíble a la Moncloa. Organizado por la Academia de Televisión, abierto a todas las cadenas y previsto para el lunes 14 de diciembre.

En cambio ha rechazado el organizado por el diario El País para el lunes que viene, 30 de noviembre, con el reclamo de ser “el primer debate digital de la democracia”: Sánchez, Rivera, Iglesias y una silla vacía. Tampoco asistirá al convocado por Atresmedia para el 7 de diciembre, donde será la vicepresidenta del Gobierno en funciones, Soraya Sáenz de Santamaría, quien ocupe el lugar inicialmente reservado a Rajoy.

La medida del buen gobernante no la da su capacidad para salir airoso de un debate televisado

Se puede especular sobre el riesgo político que corre o lo grande que puede ser el castigo en las urnas, aunque no tanto por rehuír debates como por apelar a razones tan tontas como la falta de tiempo de un ocupadísimo presidente del Gobierno. A mi juicio, el riesgo es insignificante. O muy bajo, porque los electores van sobrados de información para juzgarle como aspirante a repetir en Moncloa.

La medida de un buen gobernante no la da su habilidad para salir airoso de un debate donde las leyes de la telegenia se imponen a los contenidos. Después de cuatro años en la oposición y otros cuatro en el Gobierno, la talla de Rajoy como gobernante para cuatro años más, mejor o peor, según la particular opinión de cada uno, no la iba a modificar de ninguna manera la ampliación de su cruce con su adversario natural, Pedro Sánchez, a los dos recién llegados del espacio extraparlamentario.

Así que no nos pongamos estupendos usando el megáfono mediático para pregonar que “sin debates no hay democracia”. Ni pensemos que quienes participan en todos los debates propuestos tienen la exclusiva del fervor democrático. Unos y otros, los que se apuntan a todos y los que no, no actúan en nombre del sagrado derecho de los ciudadanos a ver, escuchar, comparar y elegir, sino al servicio de sus respectivas conveniencias, una vez hecho el cálculo de lo que pueden ganar o lo que pueden perder en el trance.

El primer debate electoral televisado se llevó a cabo el 27 de septiembre de 1960 y cambió la historia del mundo. Fueron sus protagonistas el entonces titular de la Casa Blanca, Richard Nixon, y el joven aspirante, John F. Kennedy. Fue seguido por 70 millones de personas. Record imbatido al día de hoy. El recuerdo del famoso lance en blanco y negro siempre vino asociado a unas no menos famosas declaraciones de Nixon:

Moncloa Atresmedia Soraya Sáenz de Santamaría Pedro Sánchez