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La parábola del buen pastor
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La parábola del buen pastor

Desde hoy está a la venta en Internet Los señores del ladrillo (Editorial Bubok), un libro de Nacho Cardero que recoge con verbo afilado el ascenso

Desde hoy está a la venta en Internet Los señores del ladrillo (Editorial Bubok), un libro de Nacho Cardero que recoge con verbo afilado el ascenso y caída de Bañuelos, Martín, Carabante, Díaz de Mera y otras fortunas inmobiliarias venidas a menos. A continuación reproducimos íntegramente el primero de los relatos, que lleva por título La parábola del buen pastor

Aunque lo confunden con uno de los hermanos García Carrión, dueños de la empresa familiar que, tal como se escucha en las cuñas radiofónicas, comercializa vinos de Jumilla y zumos de marca, Pascual no tiene nada que ver con ellos. Comparte apellido, un provincianismo inmarcesible y zona de influencia, esto es, Murcia, pero ahí acaba toda posible similitud. Si unos son ricos de familia, el otro, de serlo, lo es por su cabaña de ovejas y su colección de gorras, una de la Caja Rural, otra del motoclub, una tercera del proveedor de piensos, y así otras tantas, que se calza a diario para protegerse del sol machacón que sacude el altiplano.

Pascual Carrión no tiene teléfono móvil, ni siquiera fijo, pero sí cuenta con un grupo de amigos en Facebook, Apoyamos al pastor de Jumilla, que no le expropien sus tierras, con más de mil quinientas adhesiones. Tampoco tiene títulos, «yo no he estudiado nada y soy analfabeto», dice, pero exhibe esa locuacidad connatural a la gente del campo, ese sentido común avasallador que se impone a la verborrea de leguleyos y urbanitas, y que le ha permitido doblegar a los poderosos señores del ladrillo en los tribunales y mantenerse recio cuando se enfrentaba a las tentaciones del desierto en forma de sacas con monedas de oro y polos Hackett.

Pascual Carrión, hombre espartano, ha recibido la resolución del Supremo sin grandes alharacas. El plan urbanístico Santa Ana del Monte, gracias al cual se pretendían levantar quince mil viviendas y dos campos de golf, y que estaba proyectado sobre las mismas tierras en las que pastaban las ovejas del pastor, queda suspendido. Tal decisión supone una nueva muesca en el cayado del ganadero en un litigio que viene de lejos, de cuando la inmobiliaria quiso comprarle la finca para llevar a cabo el proyecto y él se negó. A la postre, tanta oposición resultaría vana, pues la promotora encontró un fiel aliado en el Ayuntamiento de Jumilla, que hizo oídos sordos a las rogativas del pastor y aprobó el Plan Parcial Santa Ana.

Pascual Carrión no tiene teléfono móvil, ni siquiera fijo, pero sí cuenta con un grupo de amigos en Facebook, Apoyamos al pastor de Jumilla, que no le expropien sus tierras, con más de mil quinientas adhesiones

Pero ahí no acabó la cosa. Carrión, temeroso de ser expropiado, enfiló hacia los tribunales. El Superior de Murcia se opuso a su petición de suspender el plan, pero el Supremo, en una sentencia tan ecuánime como anómala, pues la justicia suele ignorar al ciudadano de a pie para doblar la cerviz ante los empresarios de cuello almidonado, le dio la razón. El Consistorio jumillano recurrió la sentencia aduciendo que no había tenido oportunidad de presentar alegaciones. Una vez expuestas, el Alto Tribunal volvió a dictar sentencia y volvió a dar la razón al pastor. Los argumentos eran de Perogrullo: no entendía por qué debían prevalecer los intereses de la promotora a los del pastor, máxime cuando no hay agua para tanto turista de acento inglés ni para tanto green con banderola.

José Antonio parece sufrir todavía ataques de acné y viste con chándal. El periodista queda con él en el bar que hay a la entrada del pueblo. José Antonio es concejal, se sabe de memoria las leyes urbanísticas igual que si fuera un opositor a juez y ha convertido su ordenador de sobremesa en una especie de cajón de sastre en el que almacena las pruebas que luego blande contra sus adversarios. Es el pepito grillo de Jumilla, de ahí que los compañeros lo miren con recelo. A los que son como José Antonio generalmente se les toma por locos. Muchos de ellos lo están, pero de la misma forma que lo estaba don Quijote. Se trata de una locura lúcida. Los políticos temen a los que trabajan mucho y a los quijotes. Son gente peligrosa. Es por ello por lo que intentan desprestigiarlos tachándoles de enfermos y conspiranoicos.

El periodista espera a José Antonio tomando un cortado en el bar Charco Ontur. No existe ninguno que se llame de esa forma, así que deduce por las indicaciones que el bar Charco Ontur es ahora Casa Molowny. Ha mudado su otrora telúrico nombre por otro que suena a entrenador de fútbol o personaje animado sacado de El libro de la selva. Un cambio de denominación que explica las contradicciones de Jumilla, un pueblo que sabe de dónde viene pero que no tiene claro hacia dónde va.

Hay cuatro mesas ocupadas por agricultores y ganaderos de piel atezada que dan cuenta de la pitanza que uno de los camareros saca de una montonera de brasas; chorizo, lomo y panceta que acompañan con vino de la tierra. Son las diez y media de la mañana, pero para ellos es como si fuera la hora del almuerzo. Sus días valen por dos. Días de cuarenta y ocho horas. El camarero les surte de botellas sin etiqueta que se llevan al coleto como si fuera agua bendita. Los caldos de Jumilla se hacen con monastrell, un tipo de uva dura y con demasiado cuerpo. Hace quince años, el vino de Jumilla adolecía de calidad suficiente y los productores se lo colocaban a los Estados Unidos, Alemania y países escandinavos como si fueran trileros jugando a la bolita en el Rastro. Ahora la cosa ha cambiado. Vas a un restaurante de cubertería fina, preguntas por un vino jumillano y te toman por un enólogo de pituitaria de oro.

José Antonio siente devoción por Pascual Carrión. Se le nota cuando narra su historia, que para él es casi como una parábola, la parábola del pastor que no se dejó engañar por los señores del ladrillo, la parábola del buen pastor. Los promotores del Residencial Santa Ana necesitaban de las tierras de Carrión, sus minúsculas treinta hectáreas, para levantar el macroproyecto. Al principio le daban cien mil euros por el suelo. Después se vieron obligados a subir testigos de la inquebrantable testarudez del ganadero. Doscientos, cuatrocientos, un millón de euros… Le llegaron a ofrecer más de 2,8 millones por sus terrenos y el pastor dijo que no. No se fiaba, nos cuenta José Antonio. Antes de cerrar el trato, quería ver el dinero. «Aquí hay gente que ha firmado contratos que no ha cobrado», continúa. Pascual se dio cuenta de con quién estaba tratando. Primero, el dinero. Como se dice por aquí: borrego pasado, dinerico al bolsillo.

El concejal pone al tanto al periodista del frenesí especulativo de la localidad en los últimos años, coincidiendo con la etapa del dinero barato que, como otra parábola, la de los panes y los peces, parecía multiplicarse sin esfuerzo alguno. Y es que un día, el municipio de Jumilla, con cerca de ocho mil viviendas, decidió hacerse grande. Aumentar su tamaño. No el doble, ni el triple. Aumentarlo por diez. Proyectaron levantar setenta mil viviendas y para ello se pusieron a repartir en la feria inmobiliaria de Marbella folletos de urbanizaciones imposibles. «¿Qué le parece vivir en un resort dotado de casa club, complejo hotelero con spa, apartahotel, ciudad deportiva, piscinas climatizadas, centros comerciales, campo de prácticas, academia de golf y zonas verdes, todo ello en un paraíso rural con trescientos quince días de sol al año?» Los promotores se frotaban las manos y vendían Jumilla como reclamo turístico, una localidad cerca de la playa, con casas de arquitectura árabe y mucho árbol, mucho jardín, mucho verde, sin tener en cuenta que en aquel pueblo no había ni infraestructuras ni agua suficiente para abarcar tal desarrollo y de que esa costa que vendían como uno de principales atractivos se encontraba a más de hora y media en coche.

Después se vieron obligados a subir testigos de la inquebrantable testarudez del ganadero. Doscientos, cuatrocientos, un millón de euros… Le llegaron a ofrecer más de 2,8 millones por sus terrenos y el pastor dijo que no

El periodista pide a José Antonio que le presente a Pascual. Quiere conocerle. El concejal le guía hasta la finca. Atraviesan un secarral que, aun flanqueado en alguno de sus tramos por almendros en flor, extraño y hermosos maridaje para aquellas inhóspitas tierras, bien podría servir de escenario para un spaghetti western con tormentas de arena y animales culebreando por entre las rocas. Los amortiguadores del coche se lamentan. El camino está hecho para ovejas y tractores, no para autos de ciudad. A la derecha se yergue solitario el que pretendía arramplar con las tierras del pastor. La villa muestra ese diseño mestizo tan en boga por el sur, una mezcla de pueblo blanco andaluz, villa de inspiración árabe y pareado de cartón piedra. Solo hay una casa para mostrar a unos compradores que nunca terminan de llegar. El resto son estructuras y hormigón. Un esqueleto encofrado. Un tramo más allá, los ocupantes del coche se dan de bruces con la adusta finca de Pascual.

El pastor tarda en salir a saludarles. Un momentico, les pide. En Jumilla todo es en diminutivo. La caidica, el cestico, el dinerico, el momentico. Tartamudea levemente y estira las eses. El habla de Pascual es más de Castilla que de Murcia. Con gran naturalidad comienza a explicar al periodista que las tierras son herencia de su abuela, que tuvo siete hijos, uno de ellos su padre, que es lo único que le importa, a lo único que tiene apego, a las tierras y sus ovejas, que antes tenía cincuenta, pero que ahora ya posee trescientas ochenta, además de setenta cabras, que madruga para cuidarlas, que trasnocha para vigilarlas, que no les falta de nada, que es un apasionado del campo, que comen las ovejas antes que él. Se emociona con sus bichos.

Pascual se acerca a la barrera de los sesenta pero continúa soltero. Es una persona contrahecha de orejas grandes y ojos claros de tanto mirar al cielo. El brusco clima del altiplano condiciona la fisonomía jumillana. Luce manos velludas y tostadas por el sol, uñas duras y largas, rostro sin afeitar desde hace varios días. Pascual se presenta vestido de faena ante el periodista. Va tocado con una gorra, lleva camisa de franela anudada en la cintura y pantalones verde oliva embutidos en las botas.

El pastor nos cuenta su historia, que comenzó en el 2002, cuando extrañamente desviaron aquella línea de alta tensión, dice señalando a la misma, y la hicieron pasar por medio de sus tierras. «¿Por qué la desviaron en vez de tomar la línea recta, que es el camino más corto y lógico?», se pregunta retóricamente. «Para evitar que atravesara los terrenos comprados por la promotora», se responde a sí mismo. «Entonces no sabíamos que ese suelo era suyo, pero al año siguiente nos dimos cuenta de todo. En septiembre del 2003, la promotora se hizo con los terrenos y empezaron a visitarnos a mí y a todos mis vecinos para comprar también nuestras fincas. Yo se lo dije claro desde el principio: no vendo.» Y ahí empezó el conflicto.

-Después me lo confesaron -dice el pastor.

-¿El qué?

-Que se equivocaron. No necesitaban mis tierras. Si se hubieran quedado con las suyas, en vez de ir a por las mías... No las necesitaban para el proyecto. Además, el agua de aquí es salada. No les sirve. Si yo voy a comprar ovejas, tendré que ver que no le falta una teta, dos dientes, si está coja… Es lo primero que hay que hacer.

-¿Sabe realmente dónde se ha metido? Los señores del ladrillo son poderosos…

-¿Qué iba hacer? Querían mis tierras. Les dije: primero las perras o no se vende.

-¿Solo es una cuestión de dinero?

-No es por el dinero. Odio el dinero. ¡Lo odio! No llevo encima.

-¿Entonces?

-Nunca quise vender mis tierras, pero hubo un momento en que amenazaron con expropiarme y tuve miedo. Me dije: vendo antes de que me expropien… pero el dinero por delante. Y es que no había dinero. Nunca lo pusieron encima de la mesa.

-¿Cómo cree que va a acabar esta guerra?

-Mal, porque hay mucha gente metida en esto. Pero llegaré hasta donde haiga que llegar, a Bruselas o Estrasburgo. Soy creyente. Tengo fe y la conciencia tranquila. Eso me da fuerzas. Si no la tienes tranquila, entonces estás jodido.

La inmobiliaria, propiedad de un albañil que emigró a Suiza y allí hizo fortuna, quiere apropiarse de sus tierras con la anuencia del Ayuntamiento. El único afán de Carrión es impedírselo. No es una guerra física, de cuerpo a cuerpo, sino de desgaste. Nada más principiar el conflicto, al pastor le salió una úlcera gastrointestinal y se quedó exangüe. Los disgustos. Tuvo que pasar una temporada en el hospital. Años después le operaron del corazón en una intervención que casi le cuesta la vida. La válvula aórtica no le funcionaba correctamente. Todo por los disgustos. «¿Que cómo va a acabar esto?», vuelve a preguntarse el pastor. «Mal, muy mal.»

Hay más de mil ingleses «pillados» en aquel residencial, que compraron allí pensando que se trataba de la California europea y, años después de haber abonado su dinero por la casa, todavía no han recibido las llaves de su vivienda, ni siquiera el llavero

El periodista se despide y se acerca a la oficina de ventas plantificada junto al piso piloto. Da la impresión de estar cerrada. Las verjas se encuentran bajadas y no se oye más ruido que el de una máquina que vierte alquitrán sobre la calzada. El periodista está a punto de irse cuando de repente aparece una joven tras el cristal que le indica que vaya por el otro lado, que la puerta trasera está abierta. La joven suma veintitantos y hace esfuerzos por desplegar una sonrisa con la que ocultar su rostro retraído y algo confuso. Es de todos conocido que la promoción está parada, que hay más de mil ingleses «pillados» en aquel residencial, que compraron allí pensando que se trataba de la California europea y, años después de haber abonado su dinero por la casa, todavía no han recibido las llaves de su vivienda, ni siquiera el llavero. Entonces, ¿qué diablos quiere aquel individuo? ¿Acaso será un nuevo incauto…?

-¿Qué desea? -pregunta al periodista.

-Estaba buscando una casa por la zona.

Mueca de desconcierto de la chica que inmediatamente muda en una nueva sonrisa. No cree que nadie esté buscando una casa por la zona. Nadie cuerdo.

-¿Es una zona muy bonita, verdad? -Hace notar la chica.

-Mucho.

-Estamos ahora en una primera fase de mil doscientas viviendas, de las que ya hay novecientas vendidas -dice señalando una maqueta gigante que hay en el centro de la oficina de ventas-. Las viviendas estaban desperdigadas por todo el proyecto y las hemos reagrupado en torno a un campo de golf de nueve hoyos y un lago. Será la primera fase. No sé si sabrá que la promotora entró en concurso de acreedores y acaba de salir. Ahora mismo estamos reactivando el proyecto.

-¿Me podría dar precios?

-Todavía no. Es por lo del concurso. Si quiere me puede dejar un teléfono. En cuanto tenga la lista, le llamo.

-Claro, apunte.

A la joven, amable y hacendosa, se le nota que no le gusta aquel trabajo. Trata de no parecer abúlica, pero su sonrisa, al igual que la forma que tiene de tomar el número de teléfono, es impostada. Las jornadas en aquella oficina decorada con vinos y quesos de la tierra deben ser tediosas y solitarias, sobre todo solitarias. En aquel puesto de atención al público, no hay público al que atender ni al que vender casas. No le gusta su trabajo. Lo dejaría, pero es el único que tiene. Y eso en Jumilla, donde la tasa de paro alcanza el veinticinco por ciento de la población activa y la principal actividad va de la mano de la economía sumergida, es como ser dueño del más preciado Potosí.

La crisis inmobiliaria ha hecho mucho daño a esta localidad, muy prolífica en surtir de albañiles a los constructores de Murcia y alrededores. Ya no hay hormigón que preparar ni ladrillos que colocar, así que el jornal escasea. Unos se han apuntado al paro; otros se han reconvertido. Hacen lo que sea, como sea y cuando sea. Quisieron levantar setenta mil viviendas en aquellas áridas tierras, pero allí no había espacio para tanta gente. Eso lo sabía bien Pascual Carrión, el pastor que doblegó en los tribunales a tan poderosos enemigos.

 

Los señores del ladrillo. Nacho Cardero / 118 páginas/ Editorial Bubok

Desde hoy está a la venta en Internet Los señores del ladrillo (Editorial Bubok), un libro de Nacho Cardero que recoge con verbo afilado el ascenso y caída de Bañuelos, Martín, Carabante, Díaz de Mera y otras fortunas inmobiliarias venidas a menos. A continuación reproducimos íntegramente el primero de los relatos, que lleva por título La parábola del buen pastor