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La T-4 de Iberia, fracaso de un país
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Nacho Cardero

Caza Mayor

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La T-4 de Iberia, fracaso de un país

Cospedal y su tripulación genovesa se vieron obligados a hacer trasbordo en Ámsterdam y allí tomar un avión de KLM. Desde Madrid, no había vuelo directo

Cospedal y su tripulación genovesa se vieron obligados a hacer trasbordo en Ámsterdam y allí tomar un avión de KLM. Desde Madrid, no había vuelo directo a Cantón, ciudad a la que se dirigían para firmar un memorando de entendimiento con el Partido Comunista Chino. Tampoco lo hay a Shangai. Lo hubo no hace muchos años, en aquella época en la que las multinacionales fabulaban con que en España no se ponía el sol. Tuvieron que cancelarlo por falta de rentabilidad. A la de Shangai le siguieron otras muchas rutas, supresiones que simbolizan el ocaso del sector aéreo patrio, con unas compañías que quiebran una tras otra y un Barajas mimetizado en un erial de spaghetti western.

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Resulta simbólico que la secretaria general del Partido Popular embarcara en una compañía holandesa para publicitar en China un modelo productivo, el nuestro, que hace agua por doquier. No hay estrategia de país. Iberia, que debería ser cuestión de Estado, va camino de convertirse en la filial low cost de los ingleses de IAG, una especie de Ryanair en la que haya que apoquinar por el equipaje y aplaudir la Macarena de los Del Río al final del trayecto.

España se ha quedado sin aerolínea de bandera. Al menos, de bandera española. Se ha echado el cierre a frecuencias claves como las de La Habana o Berlín, y el tránsito de hombres de negocios -crecimiento en vena para la economía- ha sido desviado a otros aeropuertos. Los deals se firman ahora en Londres.

Iberia también ha puesto en marcha algo que otros iconos nacionales, como El Corte Inglés, no se han atrevido a hacer: un ERE de miles de trabajadores. El Corte Inglés ha preferido refinanciar deuda e irse a emitir bonos a Irlanda antes que aprobar un expediente de regulación de empleo draconiano. Por el contrario, Iberia no se ha andado por las ramas y ha cerrado un acuerdo para despedir a 3.141 trabajadores, además de recortar sueldos. Nadie sabe en qué va a quedar este proceso que, más que ajuste, parece de ‘liquidación’. “Una vez que se está aplicando la reducción de plantilla y una reducción salarial del 14,90% de media, toca aplicar el resto del acuerdo, es decir, el Plan de Futuro que compense tan enormes sacrificios”, reclaman los sindicatos. Pero, ¿en qué consiste ese futuro? ¿A quién beneficia?

Todavía hay quien se echa las manos a la cabeza cuando recuerda cómo ese chicarrón llamado Xabier de Irala, al que colocaron en Iberia para arreglar sus números y renovar la flota, propuso hace doce años al presidente Aznar la compra de British Airways (BA), operación que fue desechada no por presiones políticas ni por falta de músculo financiero, sino porque la situación de la británica bordeaba la suspensión de pagos. Luego pusieron a Fernando Conte al frente de la aerolínea española, al que despidieron con cajas destempladas tras seis años al mando por su renuencia a la fusión –que ya no compra- con BA. A este le sucedió en el puesto Antonio Vázquez, el discípulo aventajado de César Alierta, que fue finalmente el encargado de ejecutar una fusión que ha devenido en fusión-trampa.

Iberia, que debería ser cuestión de Estado, va camino de convertirse en la filial low cost de los ingleses de IAG, una especie de Ryanair en la que haya que apoquinar por el equipaje y aplaudir la Macarena de los Del Río al final del trayectoTodo un ejemplo de picaresca y filigrana que ha consistido en que la compañía anglosajona, que no se adquirió en su día por pensar que estaba quebrada, tomara el control de Iberia; una operación sutil que ha pasado inadvertida hasta fechas recientes. A las autoridades españolas, en concreto, no se les cayó la venda hasta el año pasado, cuando comprobaron que en la compañía resultante, IAG, sólo prevalecía el interés de Su Majestad la Reina Isabel II y los colores de la Union Jack.

El futuro de Antonio Vázquez, como el de Iberia, está en el aire. Le acusan de haberse vendido a intereses extranjeros y hacer el veleta. Por de pronto, su mano derecha y hasta hace poco consejero delegado, Rafael Sánchez-Lozano, ha tenido que dimitir por lo que en Fomento denominan “déficit de gestión”, lo que, por una vez, viene a coincidir con el sentir de los sindicatos: “Su malhadada gestión ha sido cerrada con broche de plomo: descontado el impacto de las huelgas, inevitables por la contumaz actitud ventajista del propio Sánchez-Lozano, y sin contar el coste de la reestructuración laboral finalmente acordada, Iberia ha perdido más de 150 millones en el primer trimestre”. La mejor excusa para el desmantelamiento.

El testigo del dimitido consejero delegado lo ha tomado Luis Gallego Martín, al que la plantilla saluda por su “cualificación técnica”, su “afable talante personal” y su “estilo cercano y directo de comunicación personal”, calificativos que han de ser tomados única y exclusivamente como una bienvenida de cortesía, ya que el nuevo CEO está llamado a ser el azote de los pilotos y nueva diana de las críticas.

Iberia atraviesa un periodo de calma chicha que desembocará, una vez concluya el verano, en la enésima guerra con el sindicato de pilotos, Sepla, el único que no se ha avenido a firmar el plan de reestructuración. Una batalla que puede aclarar o terminar de dinamitar el futuro de una compañía a la que queda poco de española.

Una T-4 cara y sin aviones

Iberia ocupa la T-4 de Barajas desde 2006. La nueva terminal fue inaugurada por el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, el 4 de febrero de ese mismo año. El diseño del proyecto corrió a cargo del arquitecto británico Richard Rogers en colaboración con el madrileño Estudio Lamela. El coste del mismo ascendió a 6.185 millones de euros, 2.000 millones más de las previsiones iniciales. Con una capacidad de tráfico de hasta 140 operaciones a la hora, lo máximo que llega a alcanzar en la actualidad son las 90. Así, de la fanfarria y premios recibidos entonces, solamente quedan las deudas.

Spanair, AirMadrid, AirComet, Orbest y otras aerolíneas pequeñas han ido quebrando en cadena en los últimos ejercicios. Su tráfico no ha sido repuesto en un aeropuerto de Madrid que todas, menos Spanair, utilizaban de hub. Además, las compañías nacionales y extranjeras que vuelan a Barajas han reducido sus operaciones entre un 10 y un 20%; el número de viajeros, ya sea por el incremento de las tasas como por los indicadores de consumo, ha mermado drásticamente, y lo que es peor, el aeropuerto ha perdido su condición de equipo de primera división. 

Barajas cumplió ochenta años el pasado 15 de mayo. Para celebrar la efeméride, Aena envió una fotografía en sepia con una vista del aeropuerto en 1933. Se trataba de un inmenso páramo sin apenas pistas y con poco más que un puñado de aviones. Una imagen desoladora que, sin querer, evocaba a la actual T-4 de Barajas.

Iberia y la T-4 son la metáfora de un país devaluado que camina indefectiblemente hacia su argentinización. Al igual que la ministra de Trabajo, Fátima Báñez, firmaba un memorando con su homóloga germana para dar empleo a cinco mil jóvenes en Alemania, acuerdo que, desbrozado de eufemismos, venía a convertir a España en el camarero de Europa, al igual que se está produciendo esa venta de recursos humanos a precio de saldo, digo, nuestro país se está convirtiendo también en un destino de baratija. Fiestas para los ingleses y camareros para los alemanes. Eso queda de España.  

Cospedal y su tripulación genovesa se vieron obligados a hacer trasbordo en Ámsterdam y allí tomar un avión de KLM. Desde Madrid, no había vuelo directo a Cantón, ciudad a la que se dirigían para firmar un memorando de entendimiento con el Partido Comunista Chino. Tampoco lo hay a Shangai. Lo hubo no hace muchos años, en aquella época en la que las multinacionales fabulaban con que en España no se ponía el sol. Tuvieron que cancelarlo por falta de rentabilidad. A la de Shangai le siguieron otras muchas rutas, supresiones que simbolizan el ocaso del sector aéreo patrio, con unas compañías que quiebran una tras otra y un Barajas mimetizado en un erial de spaghetti western.

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