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Victus, Barcelona 2014
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Nacho Cardero

Caza Mayor

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Victus, Barcelona 2014

La escena se repite en los medios como reflejo del punto de no retorno en el que se halla el país. El Príncipe tiende la mano y el empresario la rechaza

Foto: El Príncipe Felipe, en Barcelona. (Efe)
El Príncipe Felipe, en Barcelona. (Efe)

“Estampas. En la siguiente imagen de ese 11 de septiembre me hallo en el Fossar de les Moreres, la gran fosa común en la que enterraban a los caídos por la ciudad. Los combates siguen con la misma violencia, pero yo, ajeno, transporto el cuerpo de Amelis cubierto con una manta. A mi lado, Ballester. Uno de los sepultureros hizo la pregunta de rigor: “¿Es de los nuestros?”. El gobierno había dado instrucciones de no violar suelo sagrado con cadáveres borbónicos”.

Victus (Alberto Sánchez Piñol, La Campana, 2013)

 

La escena se repite una y otra vez en los medios como reflejo del punto de no retorno en el que se encuentra el país. De la enajenación de unos y de la baja estofa de otros, en especial de cierta clase política. El Príncipe Felipe le tiende cortésmente la mano y el empresario catalán le devuelve el gesto con un puñetazo directo y seco a la boca del estómago: “No te la doy porque no nos reconocéis el derecho a votar. Te la daré cuando nos dejéis hacer la consulta”. El heredero al trono trata de reconducir la situación, pero su interlocutor se enroca: “No somos amigos e insisto en que te daré la mano cuando nos dejéis hacer la consulta”. Acto seguido, el presidente de la Generalitat, Artur Mas, y el alcalde de Barcelona, Xavier Trias, lejos de amonestar al empresario por su mala educación, le saludan casi genuflexos, como si en vez de estar en el Mobile World Congress se encontraran en el Centro Cultural Born, parque temático del independentismo, y aquel espectador díscolo se hubiera reencarnado en Antonio de Villarroel, héroe catalán del sitio a Barcelona de septiembre de 1714.

No hay vuelta atrás. España y Cataluña marchan indefectiblemente hacia el choque de trenes, hacia un precipicio hondo, muy hondo, del que difícilmente se sale indemne. El Gobierno admite cierto grado de indolencia en la cuestión independentista. No por desidia sino más bien por esos dos primeros años de legislatura que les han succionado igual que un agujero negro. El primero, por la amenaza del rescate financiero; el segundo, por Bárcenas. Pese a adolecer de frágil memoria, los españoles no pueden dejar de recordar que hace escasamente doce meses el Ejecutivo estuvo a un tris de ser arrollado cual soldadito de plástico por los papeles del extesorero.

En este tercer año, dicen, toca Cataluña. ¿Y cómo se soluciona el problema catalán? “Con dinero, con mucho dinero, tanto o más como el que la Generalitat está gastando a espuertas para vender el proceso dentro y fuera de España”, confiesan en La Moncloa. Vuelve a cobrar forma la idea de un ‘cupo catalán’. “Claro que sí. Estamos en contacto con la Generalitat. El pacto fiscal es una de los asuntos que estamos tratando”, admite el entorno del presidente, “pero resulta complicado. El cupo se lo puedes dar a tres  millones de personas en País Vasco y Navarra… ¡pero a diez es imposible!”.

Aparte del vil metal, el Gobierno fía la resolución del conflicto a un puñado de elementos externos. Uno es el favor del empresariado catalán. Joan Rosell, Joaquim Gay de Montellà y el seny del G8 se han destapado en las últimas semanas como ‘elementos activos’ en contra del proceso independentista y en pos del diálogo. Declaraciones que levantan ronchas hasta en sus propias compañías, donde, como en toda gran familia, abunda la ‘diversidad de pareceres’ y algunos colaboradores, incluso estrechos, se han salido de la linde para abrazar la causa secesionista. Los empresarios, resueltos a apoyarse en el Príncipe Felipe ante la ausencia del Rey, apelan al sentido común y solicitan más iniciativa política para desentumecer la situación.

Podría haber solución porque los catalanes siempre preferimos un mal acuerdo antes que un mal pleito. Pero no la va a haber

El Gobierno también se ufana de una tibia contestación a las tesis oficiales por una parte de la sociedad civil catalana, así como de los cambios en La Vanguardia, donde el conde de Godó acaba de colocar en la dirección a Màrius Carol tras mandar al exilio a Josep Antich, quien llevaba año y medio ‘inventándose’ a hurtadillas otro diario, La Vanguardia verdadera que diría Anson, próximo a las tesis pro-independentistas.

Sin embargo, caería Rajoy en un grave error si creyera que estos argumentos le van a salvar del vendaval secesionista. Ni mucho menos. Artur Mas y otros 300 acólitos se encaminan hacia su particular paso de las Termópilas, dispuestos a ser asaeteados por cientos de miles de flechas y morir mártires. No lo hacen por honor sino porque no hay negociaciones, ni vuelta atrás, ni posibles caminos para una retirada digna.   

“Podría haber solución porque los catalanes siempre preferimos un mal acuerdo antes que un mal pleito. Pero no la va a haber”, discurre uno de los miembros del antiguo pinyol, esa joven generación de la CDC hoy extinta que arropó a Mas en sus inicios. La solución pasaría por una tercera vía con contenido, “no como la que propugnan Rubalcaba y Navarro”, de la que saliera una financiación ad hoc para Cataluña, pactada con el Gobierno central y que pudieran rubricar en las urnas los catalanes. “No nos engañemos. Esa tercera vía no se va a sustanciar por la debilidad de ambos gobiernos en dos años netamente electorales”, añade el de Convergència. “Rajoy no puede hacer nada que sea interpretado como una cesión o bajada de pantalones porque provocaría rechazo entre sus votantes. Lo mismo puede decirse de Mas. Está fuertemente condicionado por sus perspectivas electorales, muy a la baja, y por su extrema dependencia de Esquerra”.   

placeholder Artur Mas y su gobierno en la ofrenda floral de la Diada, frente a la estatua de Rafael Casanova. (Reuters)

La hoja de ruta ya está trazada y tiene fecha de inicio: septiembre de 2014, coincidiendo con los 300 años del asalto a Barcelona en la Guerra de Sucesión. El precipicio está a la vuelta de la esquina. Poco importan las preguntas y el contenido de las mismas. El referéndum es lo de menos. Todos, hasta el mismísimo president, dan por hecho que no se va a celebrar. Lo relevante es la carga simbólica de la fecha, 11 de septiembre. Ese día supondrá el punto de no retorno.

El Ejecutivo prohibirá la consulta y los independentistas agitarán a las huestes con su bien engrasado agitprop, y harán de la Plaza Catalunya su Plaza Tahrir, y amenazarán con una marcha verde para ocupar las sedes de la Administración Central en Cataluña, y Junqueras entrará en el Gobierno autonómico y se abrirá paso a codazos entre Mas y Homs, y luego se convocarán elecciones plebiscitarias, y posiblemente gane el “sí”, y entonces zas, se acabó, no hay más escapatoria que el choque de trenes.

Los más pérfidos van bisbiseando por ahí que quizá sea eso lo que busca Rajoy, un encontronazo directo con los nacionalistas, sabedor de que, en esa tesitura, el Estado tiene todas las de ganar. El Estado es una apisonadora, el poder absoluto. Ahí están los señores de la prensa y los reyes del kilovatio para dar testimonio de ello. Dejando, eso sí, la carretera llena de muertos. Por este motivo, sería bueno negociar y no llegar a tales extremos. A fin de cuentas, todo se reduce a un cupo, a dinero, al vil metal.    

 

“Estampas. En la siguiente imagen de ese 11 de septiembre me hallo en el Fossar de les Moreres, la gran fosa común en la que enterraban a los caídos por la ciudad. Los combates siguen con la misma violencia, pero yo, ajeno, transporto el cuerpo de Amelis cubierto con una manta. A mi lado, Ballester. Uno de los sepultureros hizo la pregunta de rigor: “¿Es de los nuestros?”. El gobierno había dado instrucciones de no violar suelo sagrado con cadáveres borbónicos”.

Artur Mas Independentismo Oriol Junqueras