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Nacho Cardero

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Las relaciones del Rey con el Opus Dei distan de ser buenas. Flojean desde que la Familia Real declinó la invitación para la canonización de Escrivá de Balaguer

Foto: El rey Juan Carlos saluda a Adolfo Suárez Illana a su llegada a la Almudena. (EFE)
El rey Juan Carlos saluda a Adolfo Suárez Illana a su llegada a la Almudena. (EFE)

Más que un óbito, lo del funeral de Suárez ha sido una caza de brujas, una especie de rueda de reconocimiento para dar con el chivato. “¿Has visto lo que ha escrito esta desgraciada?”, despotricaba uno de esos curtidos diplomáticos que frecuenta Somontes. En la catedral de la Almudena se marcaban unos a otros. Buscaban la delación, la garganta profunda, la fuente, los manantiales (noventa páginas de apéndice documental) de los que bebía el libro de Pilar Urbano. Hasta el rey Juan Carlos aprovechó aquel luctuoso momento para hacer un aparte con Adolfo Suárez Illana, hijo del fallecido, y explicarse. El libro, no podía ser de otra forma, eclipsó el homenaje.

La tesis de que el Rey se encontraba detrás del golpe de Estado del 23-F, de que era el alma de la ‘operación Armada’, como apunta la periodista, no es nueva. Se trata de una leyenda recurrente, de una de esas historias verosímiles, pero no contrastadas, que se sacan a los postres, como la chica de la curva o los cuernos de Antonio a Merche en Cuéntame. La autora aprovecha el momento actual, esa sensación de debilidad y decadencia que se ha adueñado de la Casa Real, para poner el sello de autenticidad y ventear con fuerza una historia que, de otra manera, habría sido imposible.

Para librarse de este y futuros trampantojos, el director del CNI, el general Félix Sanz Roldán, reclama una Ley de Secretos Oficiales perfectamente tabulada y no al albur de intereses partidistas que pueda arrojar algo de luz sobre estos delicados temas

Víctimas de una crisis de ansiedad, los expertos en la Transición –que en este país proliferan como setas– esperaban este jueves para hacerse con un ejemplar de La gran desmemoria, no por lo que pueda contar el libro, que también, sino en especial para hojear el índice onomástico, donde pretendían hallar al delator o delatores. Se habla, entre otros, de las memorias apócrifas del desaparecido Sabino Fernández Campo, jefe de la Casa del Rey; también de Antonio Navalón, director de la campaña electoral de Suárez en 1977, “empresario, promotor cultural y vendedor de libros”, como se define él; del banquero Jaime Carvajal, íntimo del patrón desde que eran chavales y al que éste colocó en la Ford, e incluso del legado documental dejado por el propio Adolfo Suárez a su prole.

Urbano se ha liado la manta a la cabeza. Una manta de novecientas páginas. Para librarse de este y futuros trampantojos, el director del CNI, el general Félix Sanz Roldán, sugiere una Ley de Secretos Oficiales perfectamente tabulada y no al albur de intereses partidistas que pueda arrojar algo de luz sobre estos delicados temas. Aquí triunfa la opacidad y el obstruccionismo. Aquí, para estar bien informados de la verdadera historia de España, hay que acudir a los archivos desclasificados del MI6 o a los archivos nacionales británicos igual que en el franquismo se sintonizaba a hurtadillas, en un rincón apartado de la alcoba, con Radio París y Radio Pirenaica.

La actual Ley de Secretos Oficiales data de 1968, sin que nadie se haya atrevido a meterle mano. Ni PSOE primero, ni luego el PP. A día de hoy, los documentos clasificados permanecen secretos de por vida, en vez de hacerlos públicos una vez haya transcurrido cierto periodo de tiempo, como dicta el sentido común. Sin un mínimo exigido de transparencia oficial, cuesta discernir cuánto hay de verdad y cuánto de fabulación, o exageración si se quiere, en la versión de Urbano del 23-F. Sin más información, sólo se puede entrar como pastueños a la polémica.

Nervios en Zarzuela, inquietud en el Ibex

El (Real) Consejo Empresarial de la Competitividad, vigía de la cuenta de resultados del Ibex 35 y también del orden establecido, achaca este aire revuelto y un tanto viciado que se respira en el país a la irrupción precisamente del libro de Urbano, de la ‘obra’ con minúscula. En un país que piensa hacia atrás, en el que nada se mueve, en el que a veces, como decía Javier Marías, a uno le entra la tentación de colgar la pluma porque es como predicar en el desierto, este libro y su publicación suponen un torpedo teledirigido a los cimientos de nuestra frágil democracia.

placeholder Pilar Urbano presenta su libro 'La gran desmemoria'. (Gtres)


La Casa del Rey, que en su errabunda política de comunicación, ahora sí, ahora no, sacó este jueves un comunicado tildando el libro de “pura ficción imposible de creer”, ve detrás la mano negra de la Obra, la que se escribe con mayúscula y de la que forma parte la autora del libro. Las relaciones del rey Juan Carlos con el Opus Dei distan de ser buenas. Más bien al contrario. Flojean desde el momento en que la Familia Real declinó la invitación para asistir a la canonización de Escrivá de Balaguer en Roma. Aquello, reconocen en el entorno del patrón, “supuso un antes y un después”.

Los fieles de la Obra siempre han estimado –y tal vez no les falte razón– que el Rey está en deuda con ellos. En los estertores del franquismo, fueron los López Rodó, López Bravo y resto de 'tecnócratas del Opus' los que legitimaron y llevaron en volandas al entonces barbilampiño príncipe Juan Carlos. Y el hoy Rey de España se dejaba querer. Más aún, acostumbraba a tratar con ellos. Le apasionaban estos señores de cejas pobladas y gafas gruesas. Luego se fueron distanciando y vino el desplante de la canonización. La Obra, deducen en Zarzuela, no ha olvidado aquel feo.

Hay quien dice que, si se continúa tirando del hilo, es el principio del fin para la Corona. Otros, en cambio, que aquí no se está disparando con pólvora del Rey sino con pólvora mojada. Sea como fuere, los poderes establecidos tratan de echar tierra sobre el asunto y aquí paz y después gloria. Deben estar preguntándose que si son capaces de cambiar a los directores de los medios, ¿por qué no hacer desaparecer un libro? 

Más que un óbito, lo del funeral de Suárez ha sido una caza de brujas, una especie de rueda de reconocimiento para dar con el chivato. “¿Has visto lo que ha escrito esta desgraciada?”, despotricaba uno de esos curtidos diplomáticos que frecuenta Somontes. En la catedral de la Almudena se marcaban unos a otros. Buscaban la delación, la garganta profunda, la fuente, los manantiales (noventa páginas de apéndice documental) de los que bebía el libro de Pilar Urbano. Hasta el rey Juan Carlos aprovechó aquel luctuoso momento para hacer un aparte con Adolfo Suárez Illana, hijo del fallecido, y explicarse. El libro, no podía ser de otra forma, eclipsó el homenaje.

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